viernes, 9 de noviembre de 2018

UN MARCO INCOMPARABLE


 UN MARCO INCOMPARABLE


Por supuesto que no me alegré del fallecimiento de la tía Elisa. Pero hay que reconocer que llegó en un momento muy oportuno.
Hacía apenas un mes que me había divorciado, tras un proceso de visitas a Urgencias, denuncias por maltrato y terapia psicológica que a punto estuvieron de acabar con mi cordura.

Como tantas personas en mi situación, había tardado mucho en actuar contra ese trato abusivo, en asumir que no se trataba de algo anecdótico, sino de un rasgo de carácter, una enfermedad de mi marido que no podía calificarse de otra forma que como pura maldad.
Tardé demasiado en ser consciente de que nadie tiene derechos sobre otras personas, de que alguien que trata, cada día, de rebajar a su pareja para someterla, para convertirla en un ser débil y dependiente, esclavizado y sumiso, no es más que un monstruo.
En ese momento creí que lo sabía todo de los monstruos.
El revulsivo que me hizo reaccionar fue el comportamiento de Joaquín, mi marido, con nuestro hijo Ramón. Le habíamos adoptado un año antes de que Joaquín empezase a ponerme la mano encima, cuando su maltrato era sólo una actitud dominante, que condicionaba mi vida y mis decisiones sin que apenas fuese consciente. Todo mejoró con la llegada de Ramón. Ambos le queríamos, aunque de muy distinta manera.
Empecé a darme cuenta de que Joaquín anulaba al pequeño con sus castigos, con sus continuos desprecios a los méritos y logros del niño, con su actitud de prepotencia. Me acusaba de ponerme siempre del lado de Ramón, de sobreprotegerle.
El estallido no lo provocó una paliza, ni los cada vez más frecuentes y violentos castigos que me propinaba. No, ya hacía tiempo que me consideraba incapaz de romper aquella rutina de maltrato, aquella situación que no pude o supe frenar en origen y que se había convertido en cotidiana, en algo fuera de mi control. Fue una explosión lenta, el hacerme consciente de que Ramón se estaba convirtiendo en un pequeño adulto amargado, sin confianza ni ilusiones, sin capacidad de decisión ni orgullo por sus logros diarios. En alguien como yo.
La separación, como tantas otras, no fue fácil. Joaquín no quería dejarnos marchar. Abogados, partes de Urgencias... la triste rutina de la dominación, saldada con dos órdenes de alejamiento y un juicio que se alarga como la agonía de un enfermo terminal.
Y así fue como me encontré, con casi cuarenta años y un niño de siete, durmiendo en un hotel barato y buscando un punto de inicio. Como si toda mi vida anterior hubiese sido un ensayo para una obra que no iba a representarse jamás.
Por suerte, mi trabajo depende sólo de un ordenador y una buena conexión a Internet, así que no tuve ningún problema para trasladarme desde Madrid hasta la pequeña localidad castellana de Nava del Rey cuando los abogados de tía Elisa contactaron conmigo.
Ella era en realidad tía de mi madre, pero siempre la traté como “tía” y nuestras relaciones, basadas en visitas durante las vacaciones de verano, postales en Navidad y encuentros en eventos familiares, fueron siempre buenas. Era una mezcla de abuelita entrañable y tía del pueblo, de esas que siempre te llenan dos veces el plato. Gracias a antepasados terratenientes, tía Elisa gozaba de una situación económica más que desahogada, y había comprado varias casas en Nava del Rey a lo largo de sus noventa y seis años de vida, legando ahora a cada uno de sus sobrinos una de ellas. A mí me tocó en suerte una de las mejores, situada en la calle González Pisador, junto a la plaza y la impresionante iglesia de los Santos Juanes.
Mis padres, siempre dispuestos a echarme una mano desde que decidí tomar las riendas de mi vida, se harían cargo de Ramón durante una quincena. Iban a pasar esos días de vacaciones en un hotel de la costa, y como Joaquín no sabía dónde ni tampoco tenía noticia de mi reciente herencia, yo dispondría de dos semanas tranquilas para ver la casa y decidir si me mudaba allí con mi hijo. A un lugar sin miedo, sin el temor a que mi exmarido apareciese en la puerta, violando la orden de alejamiento y amenazándome de nuevo. Cuando aparqué frente a mi nueva casa no pude evitar unas lágrimas de alivio y di las gracias en silencio a tía Elisa.

Necesitaba calmarme, así que entré en el bar España, que quedaba frente al edificio, y pedí un té verde. No había mucha gente en el local. Sólo una cuadrilla de ancianos disfrutando su vinito de mediodía y un hombre solitario, con pinta de obrero –camisa de cuadros, vaqueros desgastados, viejas botas de trabajo– que leía el periódico junto a la ventana mientras bebía lo que me pareció un whisky. Me quedé mirándole unos segundos, en parte porque me llamó la atención su rudo atractivo, pero sobre todo por su bebida. Aunque Joaquín no es bebedor, relaciono sin querer el alcohol con el maltrato por las muchas experiencias de otras personas que he conocido durante mi proceso de separación. El obrero me miró con una leve sonrisa de medio lado, pero aparté la vista en seguida. No me gusta la gente que bebe fuerte tan temprano, y además no era momento para flirteos.
Mantuve una breve y banal conversación con el camarero antes de adquirir una botella de vino de la zona, y después dejé el bar, cogí mi maleta del coche y entré en la casa.
Un nuevo suspiro de alivio surgió de mi pecho al cerrar la puerta a mi espalda, suspiro que se convirtió en un leve jadeo de asombro al notar el frescor intenso del ambiente, sorprendente en pleno agosto. Puse la cadena de seguridad y dejé la maleta junto a un viejo paragüero de latón decorado con La Bata Rosa de Sorolla. Me quité los zapatos y recorrí las diversas estancias, ornamentadas con el gusto recargado de una anciana, disfrutando el frescor de las viejas pero lujosas baldosas en mis pies descalzos. Los cuadros mostraban paisajes castellanos, blancos crudos en el invierno y el amarillo y verde propio de los campos de cereal y los bosques de pino o encina, y cada mesita, aparador y comodín estaban cubiertos de tapetes de ganchillo y figuritas de cristal o cerámica. Una fina capa de polvo atestiguaba el tiempo que llevaba la casa deshabitada. Los dos amplios balcones que daban a la calle González Pisador me permitían ver la terraza del bar España, y sus marcos de madera crujieron levemente al abrirlos. Pensé que los cambiaría por aluminio, más limpio y moderno, y sonreí al darme cuenta de que empezaba a ver la casa como mi casa.
Acaricié aquellos marcos de madera antigua, suaves y oscurecidos por mil barnizados, plagados de muescas viejas que el tiempo o el descuido habían dejado, como cicatrices, como recuerdos de otras vidas, de gentes que habían sido felices en aquella casa. Ramón y yo también seríamos felices allí, me prometí, sintiendo un cosquilleo en los dedos que atribuí a la emoción del momento.
La puerta del bar se abrió y vi salir al obrero, que se detuvo en la acera para encender un cigarrillo y colgarse al hombro una vieja mochila. Paseó su mirada por la calle y sentí por un instante que me miraba, que observaba las ventanas de la casa con disimulo. No. No tenía sentido. Pura aprensión, instinto de víctima. El obrero se marchó calle arriba, hacia la iglesia, y yo decidí guardar el vino en la nevera y olvidarme de él. Olvidar el miedo. Joaquín no podía encontrarme allí y eso era lo importante.

No sé en qué momento me venció el cansancio, pero desperté cuando el sonido del timbre rompió la calma de la tarde. Tenía frío, la boca algo pastosa y un leve, en realidad agradable, mareo tras las dos copas de vino que había disfrutado en el sofá del salón, escuchando música en mi móvil. Apagué el reproductor y abrí la puerta, ahogando un bostezo.
En el descansillo había dos hombres trajeados, serios, con portafolios de piel oscura. Tras ellos, en un segundo plano, estaba el obrero al que vi en el bar. Reconozco que me asusté durante un momento, hasta que el más joven de los trajeados sonrió y me habló en tono cortes.
–¿Don Ignacio Gil, por favor?
–Sí, sí... soy yo –respondí aún desconcertado.
Nos estrechamos las manos mientras se presentaba.
–Soy José Luis Márquez, uno de los abogados del bufete que lleva los asuntos legales de su tía abuela doña Elisa Cañizáres Gil. Me acompaña don Ernesto Ramos, también abogado. Queremos manifestarle nuestro más sentido pésame por el triste deceso.
–Sentimos enormemente interrumpir su duelo –siguió el otro hombre, ofreciéndome su diestra– pero siendo usted el heredero y por tanto, propietario a todos los efectos de este inmueble, nos vemos en la obligación de tratar ciertos detalles legales a la mayor brevedad.
Su voz era gris, neutra, y me hizo pensar en los hombres que trabajaban en el banco de tiempo de Momo, aquella vieja novela en que los adultos perdían su imaginación y su alegría de vivir.
–Bueno, la verdad es que acabo de llegar y...
–Por supuesto, entendemos lo precipitado del caso, pero estoy seguro de que no necesitaremos robarle mucho tiempo –dijo Ramos.
–Tal vez deberíamos haber concertado una cita telefónica y...
Ramos cortó a Márquez, en un tono igualmente neutro pero que traslucía cierto enfado. Como la vibración de una cuerda tensa que amenaza con romperse.
–Sin duda será más cómodo para todos si entramos en la casa y hablamos tranquilamente. No pretendo por supuesto inmiscuirme en su intimidad, señor Gil, pero mis obligaciones para con mis clientes me incitan a tratar este asunto a la mayor brevedad. En unos minutos podrá usted verse libre de nuestra presencia, por la que le pido disculpas de nuevo.
El abogado se había metido en la casa mientras hablaba, de forma que no me dejó más remedio que cederle el paso o bloquearle con mi cuerpo. Desconcertado como estaba, me encontré con los tres hombres dentro antes de haber tomado una decisión consciente.
–¿A qué clientes se refiere? –pregunté mientras les guiaba hacia el salón–. Mi tía es... era, claro, su cliente, ¿no es así?
Llegamos al salón e invité a mis visitantes a sentarse en el sofá, escogiendo para mí una cómoda butaca que recibía la luz de los amplios balcones. Me sentí algo avergonzado por la botella de vino y la copa, pero los abogados ignoraron elegantemente su presencia.
–Verá, señor Gil, yo represento a su tía y, en disposición de su testamento, también defenderé sus intereses en adelante. Como ya le comunicó mi bufete, existe un fideicomiso que garantiza la cobertura legal de todas sus necesidades. En cuanto al señor Ramos, su cliente mantenía una relación contractual con doña Elisa, que es de la que queremos tratar con usted en el día de hoy.
Ramos había abierto su maletín mientras tanto, y extrajo dos carpetas que colocó frente a él, sobre la mesa. Me entregó una de ellas mientras me explicaba su contenido.
–Como podrá comprobar en estas copias, cuyos originales obran en poder de sus abogados y de mi propio bufete, su familia mantiene una larga relación contractual con mis representados. Se basa en una antigua costumbre local, repetida en muchos pueblos cercanos, sobre el uso de los balcones para disfrute de fiestas y actos públicos en fechas señaladas. No es extraño que los dueños del inmueble vendan o alquilen sus balcones a terceras personas para que los usen en dichos eventos, llevando asociados en ocasiones estos contratos otros derechos.
Revisé rápidamente los papeles mientras él hablaba. Algunos eran del siglo pasado, y el más moderno, el único que pude entender en un primer vistazo, había sido firmado catorce años atrás. Por lo que sabía, en las fechas en que tía Elisa compró la casa.
–La familia a la que represento –siguió el abogado– lleva más de dos siglos utilizando este balcón y pagando puntualmente un alquiler, nada modesto como verá, por dicho uso en las condiciones concertadas. Nuestra intención es asegurar la prórroga de este compromiso y la integridad del balcón alquilado en las condiciones pactadas.
–¿Me está diciendo... me está diciendo que mi balcón no es mío? –inquirí, sorprendido.
Seguí revisando el legajo de documentos mientras los abogados, alternándose al hablar, me explicaban la situación. Mi familia había firmado un acuerdo que daba derecho a los huéspedes a usar el balcón y la sala anexa en las fiestas del 15 de agosto, 8 de diciembre y en las misas que se celebrasen desde el balcón de la cercana iglesia. También hacía alusión a las “fiestas de toros” desarrolladas en la plaza, al pie de la iglesia, pero tales actos habían quedado obsoletos tiempo atrás, siendo cada vez más escasos, y los pocos que se mantenían se desarrollaban en la plaza de toros construida unos años antes en la calle Hermano Antonio. El contrato original y sus prórrogas vinculaban a las dos familias, de forma que los herederos estábamos obligados a respetar los términos o resolver la relación mediante el pago de una cantidad que, sinceramente, estaba muy lejos de mis posibilidades económicas.
Mi abogado me explicó que los acuerdos seguían vigentes y que mis huéspedes, por así llamarlos, tenían derecho a sentarse en mi sala y usar mi cocina en las fechas señaladas. Como faltaban pocos días para el 15 de agosto, festividad de la Asunción de la Virgen, habían querido asegurarse cuanto antes de mi posición respecto al contrato. Aunque no me hacía ninguna gracia que unos extraños pasasen la tarde en mi nueva casa, no tenía más remedio que ceder. No podía pagar la anulación del contrato, y además el dinero del alquiler me vendría muy bien. Ramos sonrió cuando me mostré de acuerdo, y señaló con un gesto al obrero, que hasta entonces había permanecido apoyado en la pared junto a un viejo aparador.
–Nuestro operario comprobará ahora que el balcón sigue intacto, como consta en el contrato, y habremos terminado. Le agradezco su paciencia.
–Claro, no hay ningún problema... –asentí con desgana.
El aludido se acercó a la ventana, sacando del bolsillo de su camisa unas gafas oscuras que se puso antes de examinar el marco. Tuve una extraña visión, tal vez una ilusión óptica causada en sus ojos por el reflejo del sol, que entraba a raudales. Sus iris parecieron oscurecerse hasta fundirse con la pupila, una negrura plateada que refulgió durante un segundo hasta que los oscuros cristales les cubrieron. Eché la culpa al vino y los nervios.
El obrero sacó de su bolsillo un pequeño aparato, algo más grueso que un teléfono móvil y de parecido tamaño, y manipuló una pantalla que yo no podía ver. Recorrió el marco con el aparato, que emitía una extraña secuencia de pitidos discontinuos, mientras su mano izquierda acariciaba la madera con sensual lentitud, como si percibiese cada muesca y cada poro. Se detuvo en varios puntos, manipulando la pantalla o tocando con más lentitud y atención el marco. Estuve tentado de preguntar qué hacía, pero mi abogado ya estaba recogiendo sus papeles y Ramos observaba la operación con cierta actitud de cansada incredulidad, ya en pie. Preferí no decir nada para que se fuesen cuanto antes. Tenía frío y estaba nervioso, destemplado sin duda por mi intempestiva siesta en el sofá.
El obrero terminó su trabajo y asintió, quitándose las gafas de sol. Por supuesto, sus ojos eran tan normales como los de cualquiera.
–El marco está en perfectas condiciones. Eso sí, hay muchas capas de barniz superpuestas durante años, así que si quieren dejarlo con su aspecto original necesitarán un buen trabajo de restauración. Puedo hacerles un presupuesto.
–No será necesario, gracias –dijo Ramos con cierto desprecio en la voz.
–Entonces, mi trabajo ha terminado –respondió el obrero, sonriendo de medio lado.
–Así es. Puede irse.
El obrero se despidió con un movimiento de cabeza. Cuando me levanté con intención de acompañarle hasta la puerta, él extendió una mano abierta para detenerme.
–Puedo encontrar la salida solo, no se moleste. Hasta otra.
–Bien, don Ignacio –dijo mi abogado–, pues todo está en orden. Ahora el señor Ramos le entregará el cheque por el importe del alquiler de este año.
–Por supuesto, por supuesto –Ramos se interrumpió durante un instante al escuchar el golpe de la puerta de la calle–. Aquí está, y si es tan amable de firmarme el recibo...
Guardé el cheque tras lanzar una rápida mirada a la cifra, esperando que no se me notase mucho el entusiasmo. Ese inesperado dinero me vendría muy bien para empezar mi nueva vida con mi hijo. Después, firmé un documento acusando recibo y Márquez lo hizo como testigo. Los tres volvimos a estrecharnos las manos junto a la puerta de la calle y nos despedimos.
Regresé al salón, pensando en tomar otra copa de vino y darme una ducha caliente antes de bajar a comer en algún local cercano. Me detuve en el umbral, sintiendo que la respiración me fallaba. Sobre la mesa seguían la botella y la copa, pero ésta estaba llena. Un jadeo de puro terror surgió de mi pecho. Estaba seguro de que la había dejado vacía. Sin pensar, más asustado de lo que recuerdo haber estado nunca, cogí una pesada figura de cerámica en forma de arlequín y me dirigí a los balcones, cerrándolos tras echar una mirada a la calle, vacía en la calurosa tarde de agosto.
Recorrí la estancia con mi mirada, el oído atento a cualquier sonido, temeroso de que alguien hubiese entrado en la casa. Temeroso de que Joaquín me hubiera encontrado.
Lo primero que me llamó la atención fue el aparador junto al que se había colocado el obrero. Sobre el polvo que cubría su superficie había nueve números escritos. Nueve números, el primero de los cuales era un seis. No tenían sentido para mí, y sólo pude suponer que el extraño trabajador era quien los había escrito.
Recorrí habitación por habitación, siempre con el pesado arlequín en la mano derecha, abriendo armarios y mirando bajo las camas, encendiendo todas las luces, cerrando cada puerta al salir para que nada ni nadie pudiese escapar a mi registro. Una de las alcobas tenía fundidas las bombillas, así que abrí el armario y el baúl de ropa que había al pie de la cama alumbrándome con la linterna del móvil, mirando las viejas mantas y edredones como si pudieran saltar sobre mí en cualquier momento. En aquella estancia el frío era más intenso que en el resto de la casa, o tal vez, quise pensar, se debiese a que no tenía ventanas y llevaba mucho tiempo cerrada, y al sudor que el miedo había extendido por mi piel como una patina fría y viscosa. Entré iluminando el oscuro bulto del armario, pensando que tal vez alguien se ocultase en él, y me golpeé la rodilla derecha contra un viejo y gran baúl colocado a los pies de la cama, que no había visto en la penumbra. Presa de una reacción casi histérica, temeroso de tocar aquella tela antigua, levanté mi pie derecho y pisoteé varias veces la ropa de cama guardada en el baúl, tirando después las mantas del armario hasta ver el fondo, arrancando con violencia los cajones como si pudieran ocultar alguna amenaza. Rendido, agotada la energía que la ansiedad me había provocado, caí sentado sobre la cama y lloré durante un tiempo que se me antojó eterno.


4 comentarios:

  1. Hola, José.

    Bueno, al ser una primera parte de una historia más larga, poco puedo decir, así que destaco la buena redacción, poco habitual en blogs de relatos. Una narración muy fluida, con frases bien construidas y fáciles de leer. Todo en esta historia destila estructura y cuidado por parte de su autor, lo que es de agradecer para el lector.

    El giro brusco que da el relato cuando se descubre el verdadero género del protagonista nos deja totalmente sorprendidos; lograste lo que seguro era tu intención. Supiste ocultar con maestría el género, evitando adjetivos masculinos o femeninos, para luego soltar el nombre de repente, y descolocar al lector por completo. En mi caso, me quedé unos segundos gratamente desconcertado, y hasta revisé con un rápido vistazo todo lo anterior, para comprobar que no se me había escapado ninguna referencia a su sexo... Y efectivamente, no la hay. El lector se forma en su cabeza la idea preconcebida de marido y mujer, y tú le descolocas y das una lección muy actual.

    Más adelante parece que la historia toma tintes sobrenaturales, con el extraño cambio en los ojos del obrero que le parece ver al protagonista, y al leer las etiquetas de este relato, entiendo por qué. Ya me contarás más sobre esta historia, compañero.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por comentar, compañero. Como bien dices, tenía ganas de jugar con la mente del lector. Todos estamos sujetos a formas preestablecidas, prejuicios, suposiciones a priori... con eso quería jugar en este relato, cambiar los puntos de vista para algo que tenemos muy aceptado, creo, pero instintivamente no tanto. Los tintes sobrenaturales... bueno, creo que van por el camino que quienes me hacen el favor de haberme leído antes ya conocen, aunque trato de jugar con nuevos puntos de vista y nuevas perspectivas, siempre. Me enorgullece que guste a todo lector, y un poco más a alguien como tú, que en tu novela EL ESPEJO te lo has trabajado tanto. Espero que mis pacientes lectores pasen a leerte también, porque sé que disfrutarán. Un abrazo.

      Eliminar
  2. Un arranque magnífico, lo que no me extraña ya nada de nada.

    ResponderEliminar

Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.