Ya era media tarde cuando regresé al salón. Desahogarme me había
venido bien, me había tranquilizado. No quería recurrir a los
calmantes y antidepresivos de los que dependía unos pocos meses
atrás, no quería volver a esa rutina asfixiante y demoledora. Esta
era mi nueva vida, nuestra nueva oportunidad, y no iba a rendirme.
Supuse, más bien me convencí de ello, que yo mismo había servido
la copa en algún momento de la conversación con los abogados,
olvidándolo luego. En cuanto a los nueve números escritos en el
polvo, estaba claro. Formaban el número de teléfono de aquél
obrero irritante y caradura.
Recordé la fijeza con la que me había mirado en el bar, y supuse
que dejar su número era un intento de flirteo. Me hizo sonreír, y a
la vez me enfadó. No estaba yo para coqueteos, aunque tenía que
reconocer que el hombre era atractivo, con ese aspecto de fuerza
nervuda, contenida.
Pero lo deseché al pensar en el whisky que bebía por la mañana, y
en mi actual situación. Lo primero que tenía que hacer era
asentarme en mi nueva casa y tranquilizarme. Di otra vuelta por todas
las habitaciones, ya no tan frías ni oscuras como me habían
parecido antes, presa de los nervios.
Me reí de mí mismo mientras me duchaba y cambiaba de ropa. Qué
tontas aprensiones, como si fuera el protagonista de un mal drama.
Bastante curiosa era ya la realidad, con mi situación sentimental y
la perspectiva de recibir a unos desconocidos en una casa que apenas
conocía, sólo dos días después.
Me vestí y bajé al cercano bar España, donde comí, o merendé, a
base de tapas y buen verdejo de la tierra. Después pasé por un
supermercado que había calle arriba y regresé a casa y, aunque
reconozco que volví a mirar habitación por habitación para
asegurarme de que no había nada extraño, me sentí mucho más
cómodo. Coloqué en la cocina todo lo que había comprado,
principalmente comida y elementos de limpieza doméstica, y pasé el
resto de la tarde quitando el polvo, pasando la mopa por los techos y
molduras, retirando tapetes de ganchillo y viejas figuritas que
guardé de cualquier manera en el gran baúl de la alcoba, y
limpiando los cristales de las ventanas hasta que parecieron no estar
allí. Lavé las viejas sábanas del dormitorio principal, que se
secaron antes de que me acostase. Menos mal, porque no había tenido
tiempo ni ganas de rebuscar en el abundante ajuar.
Los dos días siguientes pasaron en un suspiro. Seguí limpiando la
casa, hablé mucho con mis padres y con Ramón por videoconferencia y
conseguí que un cerrajero colocase una nueva cerradura de seguridad.
También cobré el sustancioso cheque, aunque aún no me lo había
ganado.
Pensando en mis forzosos invitados, compré algunos quesos y vinos de
calidad, deseoso de ofrecerles un ágape adecuado. Me informé en la
Oficina de Turismo sobre las celebraciones de la Virgen de Agosto,
que al parecer consistían en una romería en que la Virgen,
normalmente ubicada en una ermita fuera del municipio, era bajada
hasta la plaza situada al pie de la iglesia. En su balcón el párroco
celebraría la misa, para que el pueblo pudiese seguirla desde las
calles, y luego habría una exhibición de danzas tradicionales y
música popular. Entre unas cosas y otras cabía suponer que mis
invitados estarían en casa desde las nueve hasta al menos las doce
de la noche, ya que por tradición la misa empezaba a la hora
canónica denominada “completas”, que según me explicó el
amable funcionario era la última oración de los monasterios antes
de irse a dormir.
Durante el resto del día no tuve ninguna sensación extraña en la
casa, ni sentí el frío ni más ruidos que los propios de mis viejos
muebles de madera. Así que estaba de muy buen humor cuando, a las
ocho y media de la tarde, el timbre de la puerta sonó anunciando a
mis visitantes. Sólo tenía que aguantarles durante unas horas y
sería un hombre libre, con dinero en el bolsillo y una nueva vida
por delante.
Me encontré conque mis invitados eran una pareja, cuarentón él y
casi adolescente ella, pese al maquillaje de salón de belleza que
adornaba o tapaba su rostro, ambos bien vestidos con trajes que yo me
pondría para ir a una boda pero que sobre todo el hombre llevaba con
la naturalidad de quien viste ropa confeccionada a medida cada día.
Su blanca sonrisa destacó, perfecta como un amanecer, en el rostro
bronceado, y nos estrechamos las manos con firmeza. Me pidió que le
llamase simplemente Manuel, y presentó a la muchacha como Cristina,
su sobrina y heredera de las tradiciones. Me alargó una bolsa
isotérmica, en la que llevaba un par de botellas de Pintia del 2012,
un vino de Vega Sicilia que costaba unos cien euros por botella. Me
avergonzó pensar en los vinos, baratos en comparación, que
guardaba en mi nevera.
–Espero que aceptes compartir con nosotros este vino mientras
disfrutamos juntos del evento, nos ha parecido lo menos que podemos
hacer para compensar en parte las molestias...
–Vaya, muchísimas gracias... tengo un poco de queso que creo
maridará perfectamente. Por favor, pasad y poneos cómodos.
Cristina avanzó por el pasillo, con el mismo aire ausente y aburrido
que tenía desde que abrí la puerta, mientras Manuel se apartaba
para dejar paso a una tercera figura, que yo no había visto en la
penumbra del descansillo. Se trataba de un anciano de edad
indeterminada, aspecto imponente y mirada penetrante, aunque ya
acuosa por lo avanzado de su edad.
–Mi abuelo, don Servando –le presentó Manuel mientras el anciano
y yo nos estrechábamos las manos.
Cerré la puerta cuando pasaron y puse la cadena, acompañando al
trío hasta el salón. Mientras Manuel indicaba a la muchacha dónde
sentarse, don Servando se acercó al balcón abierto y acarició su
marco con delicadeza.
–Está en perfectas condiciones –murmuró con voz seca.
–Así lo afirmó el obrero que trajeron y su abogado, sí...
–contesté.
–Perfecto entonces –dijo Manuel alegremente mientras sacaba una
botella de la bolsa–, brindemos juntos por las viejas tradiciones y
las nuevas amistades.
–Las viejas tradiciones –dijo don Servando tras el brindis–.
Supongo que se preguntará usted de dónde viene esta que nos ha
reunido para tan agradable velada.
Asentí, paladeando aún el espeso y rico sabor del vino. Don
Servando se asomó al balcón, contemplando el cielo y la plaza. Las
luces de la calle estaban apagadas, y las estrellas eran visibles en
el cielo despejado. Tras un nuevo sorbo de vino, la voz del anciano
se suavizó y se transformó en la de un viejo y cansado, pero aún
hábil, cuentacuentos. Mientras las calles iban poblándose de fieles
que sostenían velas encendidas y Manuel se ocupaba de que mi copa no
permaneciese vacía, nos narró viejas historias sobre antiguos
dioses paganos, celebraciones de la cosecha de cereal o que rogaban
por una buena vendimia, ambas tan importantes en aquella tierra
castellana. Celebraciones por tanto de la renovación de la vida. Nos
contó cómo el imperio romano, y más tarde el auge del
cristianismo, habían respetado aquellos festivales dedicándolos
primero al culto del emperador, y después a la virgen María,
cambiando el objeto de la fe pero evitando todo conflicto religioso.
Su voz se volvía más rica, más profunda, a medida que avanzaba la
historia. Me sentí embelesado por ella, trasladado a otro tiempo, y
en gran medida adormilado por su narración, adornada ahora por los
murmullos de las primeras oraciones que el pueblo, dirigido desde el
balcón de la fachada de la iglesia por el párroco, empezaba a
desgranar en las calles.
Quise levantarme para asomarme al balcón y ver la fiesta en directo,
pero una extraña pereza, una cómoda somnolencia, me lo impedían.
De pronto, la copa resbaló de mis manos, rebotando en la blanda
alfombra y derramando el poco vino que quedaba en ella. Un hormigueo
cálido se extendía desde mi estómago a mis extremidades, y aunque
quise excusarme por mi torpeza, apenas un balbuceo torpe salió de
mis labios.
Manuel sonrió, recogiendo la copa del suelo y dejándola sobre la
mesa, mientras don Servando sacaba del interior de su chaqueta un
objeto envuelto en trapos. Al desenvolverlo, resultó ser una daga de
dos palmos de largo. Sobrecogido por el terror, traté de levantarme,
pero mis músculos no respondían. Mis intentos por gritar fueron
igualmente vanos, y me sentí apenas capaz de respirar.
–Succilnicolina –dijo Manuel en tono didáctico–, esa es la
base del anestésico que ha ingerido con el vino. Nosotros, claro,
habíamos tomado el antídoto antes de venir. En cuanto a nuestra
invitada, su voluntad ha sido anulada por un compuesto a base de
escopolamina. Ni usted ni ella sufrirán... más de lo
imprescindible.
Mientras hablaba, el anciano se había vuelto hacia el balcón,
abriéndolo por completo. Con los brazos en cruz y la daga en la mano
derecha, entonaba una ininteligible letanía cuyo ritmo se fusionaba
con el de las oraciones cristianas, pero en un idioma extraño,
imposible de entender, que mi instinto me dijo era tan antiguo como
esas tradiciones de veneración a deidades olvidadas.
–La renovación de la cosecha. De la vida –dijo Manuel en un tono
respetuoso–, algo que mi familia ha practicado desde hace siglos.
La postergación de la muerte, nuestro invierno vital, ha sido
siempre posible a base de grandes sacrificios. Durante mucho tiempo
hemos esperado este día, en que los astros y los dioses están en
las posiciones ideales para que esa renovación reúna todo su poder.
Señaló a la muchacha, cuyo aspecto ausente no había cambiado pese
a lo que estaba sucediendo.
–El sacrificio de una vida es un precio pequeño a pagar. Por
desgracia para ti, también tu vida acaba aquí. En años anteriores
la casa estaba vacía, pero tu inoportuna llegada ha modificado
nuestros planes.
En ese momento los marcos del balcón parecieron vibrar levemente, y
los viejos grabados arcanos empezaron a brillar con una luz cruda, de
un sucio tono blanco marfileño. Mi cerebro abotargado no supo
interpretar las figuras y símbolos que iban apareciendo, pero el
cosquilleo que enervó mi piel entumecida se intensificó hasta
convertirse en un dolor agudo, mil agujas lacerándome, mil insectos
devorando cada centímetro de epidermis.
Manuel sacó de su americana un estuche de piel rectangular que abrió
tras colocarlo sobre la mesa, y extrajo de él una jeringuilla y una
ampolla.
–Una sobredosis de heroína pura –me explicó en un susurro–
será lo que te mate.
Me esforcé por ponerme en pie, por hacer que mis músculos se
moviesen, obedeciendo a mi voluntad, pero no conseguí más que un
leve temblor en las piernas. Sentí un calor sucio extendiéndose por
mis pantalones cuando mis esfínteres se relajaron, dejando escapar
un chorro de orina. El miedo y la vergüenza, el casi imposible
esfuerzo de seguir respirando, eran apenas suficientes para combatir
la locura, para aferrarme a la poca cordura que me quedaba.
Iba a morir.
Servando se giró, cuchillo en mano, mientras Manuel rodeaba el sofá,
colocándose tras la joven sin voluntad y tomando su cabeza por la
mandíbula para levantarla, ofreciendo el cuello desnudo al anciano.
Con su mano libre, Servando colocó una de las copas vacías sobre el
pecho de la joven, disponiéndose a recibir la sangre que iba a
derramar. Un crujido de madera llegó a mis oídos, mientras una
ráfaga de viento hacía balancearse las puertas del balcón y un
escalofrío antinatural me recorría. En el exterior, la voz del
sacerdote se elevaba en una homilía de homenaje a la virgen.
Concentrados en su pagana oración, Servando y Manuel hicieron caso
omiso del viento, del brillo en las extrañas marcas y de los
crujidos de madera que pasaron de pronto a convertirse en un ruido de
telas flameando, como banderas sacudidas por la brisa.
Un segundo de oscuridad cruzó mis ojos, y pensé que la muerte me
envolvía ya, robándome la luz, pero pasó tan rápido como había
llegado. Una vieja sábana cayó sobre los dos asesinos, mientras un
hombre pasaba corriendo junto al sofá, embistiendo a Manuel y
lanzándolo por encima del respaldo, de forma que arrastró al
anciano y ambos cayeron sobre la mesa, destrozando el tablero.
El extraño obrero que había revisado el balcón, pues no era otro
el atacante, rodeó el sofá y, mientras aquellos dos locos trataban
de desembarazarse de la blanca sábana, empezó a acuchillarles a
bulto, salvaje e imparable, sin hacer caso de sus gritos
desesperados, ahogados por la tela. La joven, aún inmóvil, aún con
la cabeza alta, miraba al techo con expresión ausente mientras yo,
obligado testigo de aquella carnicería, me esforzaba por respirar y
moverme. Un leve temblor produjo un pequeño movimiento en mis manos,
y noté que el aire entraba con más facilidad en mis pulmones, pero
no pude hacer más para incorporarme, y pensé que aquél loco
vendría a por mí en cuanto hubiese acabado con ellos.
Los gritos bajo la sábana cesaron pronto, y también el movimiento.
El obrero la retiró, dejando al descubierto los dos cuerpos, pese a
la dificultad que representaba la sangre adhiriéndose a la tela.
–Se os han pegado las sábanas, chicos... –dijo con sorna
mientras clavaba su cuchillo en el corazón de Servando y después en
el de Manuel, con una frialdad profesional más terrible que el
salvaje ataque anterior. Después me miró, guiñándome un ojo, y se
dirigió a la joven. Pensé que le cortaría el cuello, pero se
limitó a bajarle la cabeza hasta una posición más natural.
Mientras tanto, el efecto de la droga estaba desapareciendo, y noté
que ya podía mover las manos y respirar con más normalidad. El
obrero se acercó a mí, separando los párpados de mi ojo derecho
para observarlo de cerca y tomándome después el pulso.
–La dosis ha sido baja –dijo con voz ronca– y pronto habrán
pasado sus efectos. Mientras tanto, yo meteré los cadáveres de los
brujos en ese arcón donde llevo escondido desde la otra tarde y
cuando pase la fiesta, usted me ayudará a cargarlos en su cochazo.
–¿Qué... qué ha ocurrido? –pude decir al fin.
Se encogió de hombros mientras limpiaba la daga en la sábana y la
guardaba en su bota.
–Estos dos brujos querían aprovechar cierta conjunción astral
para sacrificar una virgen y ganar con ello la inmortalidad. Usted
era un testigo incómodo. A mí me contrataron para verificar que las
runas del marco funcionarían, y aproveché para ocultarme en su casa
y cargármelos, porque soy el bueno de la historia, salvo a la gente
y todo eso. Así de fácil.
Conseguí levantarme con su ayuda, y poco a poco sentí que mis
músculos volvían a funcionar.
–Pero... pero tendré que escapar de aquí... la policía...
perderé a mi hijo... –sentí que la histeria me embargaba.
Me sacudió un bofetón que volvió a sentarme en el sofá, y después
sacó una petaca de la que bebió antes de pasármela.
–Estos dos son los últimos miembros de la familia. No tendrá que
preocuparse de más brujos. Esta noche su vehículo aparecerá
estrellado en la carretera que va a Medina del Campo, y me ocuparé
de que coche y cuerpos estén tan calcinados que la autopsia habrá
que hacerla con microscopio. Evitaremos así las sospechas sobre
asesinato y la resurrección de los hechiceros.
Tomé un par de tragos de whisky mientras él hablaba, sintiendo que
mis músculos volvían a la normalidad.
–¿Resurrección?
–Los brujos tienen esa costumbre. Por eso siempre los incinero.
Antes limpiaremos esto, dejaremos a la chica en su casa, donde
despertará sin recordar nada de esta noche cuando se le pase el
colocón, y si todo sale bien, ninguno de nosotros volverá a
encontrarse nunca en este mundo.
Mientras yo seguía recuperándome, el obrero guardó la daga de
Servando y salió de la habitación, volviendo con varias sábanas
más, con las que empezó a envolver los cuerpos.
–Usted sabía lo que iban a hacer. Por eso dejó su número de
teléfono escrito en el polvo, y por eso se quedó en la casa.
Asintió.
–Hasta llené su copa de vino para que notase que había algo raro.
Me habría gustado preparar esto mejor, pero como usted no me llamó,
tuve que improvisar –dijo.
–Está claro que me ha salvado la vida. Y también la de esta
mujer... y ni siquiera sé su nombre.
Dejó de trabajar con los cuerpos y extendió su mano derecha,
ensangrentada hasta las uñas. No me importó y se la estreché con
efusividad.
–Me llamo Jonathan Silencio.
Gracias de nuevo por estar ahí, paciente lector. Por la compañía. Por darle sentido al relato. Sobre este que acabas de (espero) disfrutar, puedo contarte que la localidad de Nava del Rey tiene entre sus tradiciones lo que narro sobre el alquiler de los balcones, y también una interesante romería el 8 de diciembre. La fiesta de agosto pegaba mejor por varios motivos y me tomé la licencia de inventarla. Tuve la suerte de hacer esta visita en compañía de una mujer inteligente, brillante, inquieta y maravillosa, así que el relato surgió gracias a nuestras conversaciones de ese día y la magnífica atención del Técnico de Turismo. Para nada es mérito mío lo bueno que pueda tener esta historia.
Así que, si pasáis por allí, os invito a hablar con la oficina de Turismo y por qué no, decidles que queréis saber de sus tradiciones, ver la impresionante iglesia y conocer los usos referentes a los balcones, y transmitirles mi gratitud por su gran trabajo. Tomad también un buen vino y unas croquetas de rabo de toro, si así os place. Gracias por compartir conmigo este relato. Gracias, Nuria, por inspirarlo.
Genial!!!,como me gusta Silencio,es mucho más que un personaje, cuando aparece se hace la luz, escribes cada vez mejor, con más convicción con más personalidad, gracias
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Es fácil crecer con vuestro apoyo, sólo gracias a los lectores puedo hacerlo.
EliminarCompletamente de acuerdo con Cristina: cada vez mejor, artista.
ResponderEliminarEs que el uso y disfrute de la garlopa ayudan, jejeje.
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