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viernes, 16 de noviembre de 2018

UN MARCO INCOMPARABLE, final




Ya era media tarde cuando regresé al salón. Desahogarme me había venido bien, me había tranquilizado. No quería recurrir a los calmantes y antidepresivos de los que dependía unos pocos meses atrás, no quería volver a esa rutina asfixiante y demoledora. Esta era mi nueva vida, nuestra nueva oportunidad, y no iba a rendirme.
Supuse, más bien me convencí de ello, que yo mismo había servido la copa en algún momento de la conversación con los abogados, olvidándolo luego. En cuanto a los nueve números escritos en el polvo, estaba claro. Formaban el número de teléfono de aquél obrero irritante y caradura.
Recordé la fijeza con la que me había mirado en el bar, y supuse que dejar su número era un intento de flirteo. Me hizo sonreír, y a la vez me enfadó. No estaba yo para coqueteos, aunque tenía que reconocer que el hombre era atractivo, con ese aspecto de fuerza nervuda, contenida.

Pero lo deseché al pensar en el whisky que bebía por la mañana, y en mi actual situación. Lo primero que tenía que hacer era asentarme en mi nueva casa y tranquilizarme. Di otra vuelta por todas las habitaciones, ya no tan frías ni oscuras como me habían parecido antes, presa de los nervios.
Me reí de mí mismo mientras me duchaba y cambiaba de ropa. Qué tontas aprensiones, como si fuera el protagonista de un mal drama. Bastante curiosa era ya la realidad, con mi situación sentimental y la perspectiva de recibir a unos desconocidos en una casa que apenas conocía, sólo dos días después.
Me vestí y bajé al cercano bar España, donde comí, o merendé, a base de tapas y buen verdejo de la tierra. Después pasé por un supermercado que había calle arriba y regresé a casa y, aunque reconozco que volví a mirar habitación por habitación para asegurarme de que no había nada extraño, me sentí mucho más cómodo. Coloqué en la cocina todo lo que había comprado, principalmente comida y elementos de limpieza doméstica, y pasé el resto de la tarde quitando el polvo, pasando la mopa por los techos y molduras, retirando tapetes de ganchillo y viejas figuritas que guardé de cualquier manera en el gran baúl de la alcoba, y limpiando los cristales de las ventanas hasta que parecieron no estar allí. Lavé las viejas sábanas del dormitorio principal, que se secaron antes de que me acostase. Menos mal, porque no había tenido tiempo ni ganas de rebuscar en el abundante ajuar.


Los dos días siguientes pasaron en un suspiro. Seguí limpiando la casa, hablé mucho con mis padres y con Ramón por videoconferencia y conseguí que un cerrajero colocase una nueva cerradura de seguridad. También cobré el sustancioso cheque, aunque aún no me lo había ganado.
Pensando en mis forzosos invitados, compré algunos quesos y vinos de calidad, deseoso de ofrecerles un ágape adecuado. Me informé en la Oficina de Turismo sobre las celebraciones de la Virgen de Agosto, que al parecer consistían en una romería en que la Virgen, normalmente ubicada en una ermita fuera del municipio, era bajada hasta la plaza situada al pie de la iglesia. En su balcón el párroco celebraría la misa, para que el pueblo pudiese seguirla desde las calles, y luego habría una exhibición de danzas tradicionales y música popular. Entre unas cosas y otras cabía suponer que mis invitados estarían en casa desde las nueve hasta al menos las doce de la noche, ya que por tradición la misa empezaba a la hora canónica denominada “completas”, que según me explicó el amable funcionario era la última oración de los monasterios antes de irse a dormir.
Durante el resto del día no tuve ninguna sensación extraña en la casa, ni sentí el frío ni más ruidos que los propios de mis viejos muebles de madera. Así que estaba de muy buen humor cuando, a las ocho y media de la tarde, el timbre de la puerta sonó anunciando a mis visitantes. Sólo tenía que aguantarles durante unas horas y sería un hombre libre, con dinero en el bolsillo y una nueva vida por delante.

Me encontré conque mis invitados eran una pareja, cuarentón él y casi adolescente ella, pese al maquillaje de salón de belleza que adornaba o tapaba su rostro, ambos bien vestidos con trajes que yo me pondría para ir a una boda pero que sobre todo el hombre llevaba con la naturalidad de quien viste ropa confeccionada a medida cada día. Su blanca sonrisa destacó, perfecta como un amanecer, en el rostro bronceado, y nos estrechamos las manos con firmeza. Me pidió que le llamase simplemente Manuel, y presentó a la muchacha como Cristina, su sobrina y heredera de las tradiciones. Me alargó una bolsa isotérmica, en la que llevaba un par de botellas de Pintia del 2012, un vino de Vega Sicilia que costaba unos cien euros por botella. Me avergonzó pensar en los vinos, baratos en comparación, que guardaba en mi nevera.
–Espero que aceptes compartir con nosotros este vino mientras disfrutamos juntos del evento, nos ha parecido lo menos que podemos hacer para compensar en parte las molestias...
–Vaya, muchísimas gracias... tengo un poco de queso que creo maridará perfectamente. Por favor, pasad y poneos cómodos.
Cristina avanzó por el pasillo, con el mismo aire ausente y aburrido que tenía desde que abrí la puerta, mientras Manuel se apartaba para dejar paso a una tercera figura, que yo no había visto en la penumbra del descansillo. Se trataba de un anciano de edad indeterminada, aspecto imponente y mirada penetrante, aunque ya acuosa por lo avanzado de su edad.
–Mi abuelo, don Servando –le presentó Manuel mientras el anciano y yo nos estrechábamos las manos.
Cerré la puerta cuando pasaron y puse la cadena, acompañando al trío hasta el salón. Mientras Manuel indicaba a la muchacha dónde sentarse, don Servando se acercó al balcón abierto y acarició su marco con delicadeza.
–Está en perfectas condiciones –murmuró con voz seca.
–Así lo afirmó el obrero que trajeron y su abogado, sí... –contesté.
–Perfecto entonces –dijo Manuel alegremente mientras sacaba una botella de la bolsa–, brindemos juntos por las viejas tradiciones y las nuevas amistades.
–Las viejas tradiciones –dijo don Servando tras el brindis–. Supongo que se preguntará usted de dónde viene esta que nos ha reunido para tan agradable velada.
Asentí, paladeando aún el espeso y rico sabor del vino. Don Servando se asomó al balcón, contemplando el cielo y la plaza. Las luces de la calle estaban apagadas, y las estrellas eran visibles en el cielo despejado. Tras un nuevo sorbo de vino, la voz del anciano se suavizó y se transformó en la de un viejo y cansado, pero aún hábil, cuentacuentos. Mientras las calles iban poblándose de fieles que sostenían velas encendidas y Manuel se ocupaba de que mi copa no permaneciese vacía, nos narró viejas historias sobre antiguos dioses paganos, celebraciones de la cosecha de cereal o que rogaban por una buena vendimia, ambas tan importantes en aquella tierra castellana. Celebraciones por tanto de la renovación de la vida. Nos contó cómo el imperio romano, y más tarde el auge del cristianismo, habían respetado aquellos festivales dedicándolos primero al culto del emperador, y después a la virgen María, cambiando el objeto de la fe pero evitando todo conflicto religioso. Su voz se volvía más rica, más profunda, a medida que avanzaba la historia. Me sentí embelesado por ella, trasladado a otro tiempo, y en gran medida adormilado por su narración, adornada ahora por los murmullos de las primeras oraciones que el pueblo, dirigido desde el balcón de la fachada de la iglesia por el párroco, empezaba a desgranar en las calles.
Quise levantarme para asomarme al balcón y ver la fiesta en directo, pero una extraña pereza, una cómoda somnolencia, me lo impedían. De pronto, la copa resbaló de mis manos, rebotando en la blanda alfombra y derramando el poco vino que quedaba en ella. Un hormigueo cálido se extendía desde mi estómago a mis extremidades, y aunque quise excusarme por mi torpeza, apenas un balbuceo torpe salió de mis labios.
Manuel sonrió, recogiendo la copa del suelo y dejándola sobre la mesa, mientras don Servando sacaba del interior de su chaqueta un objeto envuelto en trapos. Al desenvolverlo, resultó ser una daga de dos palmos de largo. Sobrecogido por el terror, traté de levantarme, pero mis músculos no respondían. Mis intentos por gritar fueron igualmente vanos, y me sentí apenas capaz de respirar.
–Succilnicolina –dijo Manuel en tono didáctico–, esa es la base del anestésico que ha ingerido con el vino. Nosotros, claro, habíamos tomado el antídoto antes de venir. En cuanto a nuestra invitada, su voluntad ha sido anulada por un compuesto a base de escopolamina. Ni usted ni ella sufrirán... más de lo imprescindible.
Mientras hablaba, el anciano se había vuelto hacia el balcón, abriéndolo por completo. Con los brazos en cruz y la daga en la mano derecha, entonaba una ininteligible letanía cuyo ritmo se fusionaba con el de las oraciones cristianas, pero en un idioma extraño, imposible de entender, que mi instinto me dijo era tan antiguo como esas tradiciones de veneración a deidades olvidadas.
–La renovación de la cosecha. De la vida –dijo Manuel en un tono respetuoso–, algo que mi familia ha practicado desde hace siglos. La postergación de la muerte, nuestro invierno vital, ha sido siempre posible a base de grandes sacrificios. Durante mucho tiempo hemos esperado este día, en que los astros y los dioses están en las posiciones ideales para que esa renovación reúna todo su poder.
Señaló a la muchacha, cuyo aspecto ausente no había cambiado pese a lo que estaba sucediendo.
–El sacrificio de una vida es un precio pequeño a pagar. Por desgracia para ti, también tu vida acaba aquí. En años anteriores la casa estaba vacía, pero tu inoportuna llegada ha modificado nuestros planes.
En ese momento los marcos del balcón parecieron vibrar levemente, y los viejos grabados arcanos empezaron a brillar con una luz cruda, de un sucio tono blanco marfileño. Mi cerebro abotargado no supo interpretar las figuras y símbolos que iban apareciendo, pero el cosquilleo que enervó mi piel entumecida se intensificó hasta convertirse en un dolor agudo, mil agujas lacerándome, mil insectos devorando cada centímetro de epidermis.
Manuel sacó de su americana un estuche de piel rectangular que abrió tras colocarlo sobre la mesa, y extrajo de él una jeringuilla y una ampolla.
–Una sobredosis de heroína pura –me explicó en un susurro– será lo que te mate.
Me esforcé por ponerme en pie, por hacer que mis músculos se moviesen, obedeciendo a mi voluntad, pero no conseguí más que un leve temblor en las piernas. Sentí un calor sucio extendiéndose por mis pantalones cuando mis esfínteres se relajaron, dejando escapar un chorro de orina. El miedo y la vergüenza, el casi imposible esfuerzo de seguir respirando, eran apenas suficientes para combatir la locura, para aferrarme a la poca cordura que me quedaba.
Iba a morir.

Servando se giró, cuchillo en mano, mientras Manuel rodeaba el sofá, colocándose tras la joven sin voluntad y tomando su cabeza por la mandíbula para levantarla, ofreciendo el cuello desnudo al anciano. Con su mano libre, Servando colocó una de las copas vacías sobre el pecho de la joven, disponiéndose a recibir la sangre que iba a derramar. Un crujido de madera llegó a mis oídos, mientras una ráfaga de viento hacía balancearse las puertas del balcón y un escalofrío antinatural me recorría. En el exterior, la voz del sacerdote se elevaba en una homilía de homenaje a la virgen. Concentrados en su pagana oración, Servando y Manuel hicieron caso omiso del viento, del brillo en las extrañas marcas y de los crujidos de madera que pasaron de pronto a convertirse en un ruido de telas flameando, como banderas sacudidas por la brisa.
Un segundo de oscuridad cruzó mis ojos, y pensé que la muerte me envolvía ya, robándome la luz, pero pasó tan rápido como había llegado. Una vieja sábana cayó sobre los dos asesinos, mientras un hombre pasaba corriendo junto al sofá, embistiendo a Manuel y lanzándolo por encima del respaldo, de forma que arrastró al anciano y ambos cayeron sobre la mesa, destrozando el tablero.
El extraño obrero que había revisado el balcón, pues no era otro el atacante, rodeó el sofá y, mientras aquellos dos locos trataban de desembarazarse de la blanca sábana, empezó a acuchillarles a bulto, salvaje e imparable, sin hacer caso de sus gritos desesperados, ahogados por la tela. La joven, aún inmóvil, aún con la cabeza alta, miraba al techo con expresión ausente mientras yo, obligado testigo de aquella carnicería, me esforzaba por respirar y moverme. Un leve temblor produjo un pequeño movimiento en mis manos, y noté que el aire entraba con más facilidad en mis pulmones, pero no pude hacer más para incorporarme, y pensé que aquél loco vendría a por mí en cuanto hubiese acabado con ellos.
Los gritos bajo la sábana cesaron pronto, y también el movimiento. El obrero la retiró, dejando al descubierto los dos cuerpos, pese a la dificultad que representaba la sangre adhiriéndose a la tela.
–Se os han pegado las sábanas, chicos... –dijo con sorna mientras clavaba su cuchillo en el corazón de Servando y después en el de Manuel, con una frialdad profesional más terrible que el salvaje ataque anterior. Después me miró, guiñándome un ojo, y se dirigió a la joven. Pensé que le cortaría el cuello, pero se limitó a bajarle la cabeza hasta una posición más natural. Mientras tanto, el efecto de la droga estaba desapareciendo, y noté que ya podía mover las manos y respirar con más normalidad. El obrero se acercó a mí, separando los párpados de mi ojo derecho para observarlo de cerca y tomándome después el pulso.
–La dosis ha sido baja –dijo con voz ronca– y pronto habrán pasado sus efectos. Mientras tanto, yo meteré los cadáveres de los brujos en ese arcón donde llevo escondido desde la otra tarde y cuando pase la fiesta, usted me ayudará a cargarlos en su cochazo.
–¿Qué... qué ha ocurrido? –pude decir al fin.
Se encogió de hombros mientras limpiaba la daga en la sábana y la guardaba en su bota.
–Estos dos brujos querían aprovechar cierta conjunción astral para sacrificar una virgen y ganar con ello la inmortalidad. Usted era un testigo incómodo. A mí me contrataron para verificar que las runas del marco funcionarían, y aproveché para ocultarme en su casa y cargármelos, porque soy el bueno de la historia, salvo a la gente y todo eso. Así de fácil.
Conseguí levantarme con su ayuda, y poco a poco sentí que mis músculos volvían a funcionar.
–Pero... pero tendré que escapar de aquí... la policía... perderé a mi hijo... –sentí que la histeria me embargaba.
Me sacudió un bofetón que volvió a sentarme en el sofá, y después sacó una petaca de la que bebió antes de pasármela.
–Estos dos son los últimos miembros de la familia. No tendrá que preocuparse de más brujos. Esta noche su vehículo aparecerá estrellado en la carretera que va a Medina del Campo, y me ocuparé de que coche y cuerpos estén tan calcinados que la autopsia habrá que hacerla con microscopio. Evitaremos así las sospechas sobre asesinato y la resurrección de los hechiceros.
Tomé un par de tragos de whisky mientras él hablaba, sintiendo que mis músculos volvían a la normalidad.
–¿Resurrección?
–Los brujos tienen esa costumbre. Por eso siempre los incinero. Antes limpiaremos esto, dejaremos a la chica en su casa, donde despertará sin recordar nada de esta noche cuando se le pase el colocón, y si todo sale bien, ninguno de nosotros volverá a encontrarse nunca en este mundo.
Mientras yo seguía recuperándome, el obrero guardó la daga de Servando y salió de la habitación, volviendo con varias sábanas más, con las que empezó a envolver los cuerpos.
–Usted sabía lo que iban a hacer. Por eso dejó su número de teléfono escrito en el polvo, y por eso se quedó en la casa.
Asintió.
–Hasta llené su copa de vino para que notase que había algo raro. Me habría gustado preparar esto mejor, pero como usted no me llamó, tuve que improvisar –dijo.
–Está claro que me ha salvado la vida. Y también la de esta mujer... y ni siquiera sé su nombre.
Dejó de trabajar con los cuerpos y extendió su mano derecha, ensangrentada hasta las uñas. No me importó y se la estreché con efusividad.
–Me llamo Jonathan Silencio.

Gracias de nuevo por estar ahí, paciente lector. Por la compañía. Por darle sentido al relato. Sobre este que acabas de (espero) disfrutar, puedo contarte que la localidad de Nava del Rey tiene entre sus tradiciones lo que narro sobre el alquiler de los balcones, y también una interesante romería el 8 de diciembre. La fiesta de agosto pegaba mejor por varios motivos y me tomé la licencia de inventarla. Tuve la suerte de hacer esta visita en compañía de una mujer inteligente, brillante, inquieta y maravillosa, así que el relato surgió gracias a nuestras conversaciones de ese día y la magnífica atención del Técnico de Turismo. Para nada es mérito mío lo bueno que pueda tener esta historia. 
Así que, si pasáis por allí, os invito a hablar con la oficina de Turismo y por qué no, decidles que queréis saber de sus tradiciones, ver la impresionante iglesia y conocer los usos referentes a los balcones, y transmitirles mi gratitud por su gran trabajo. Tomad también un buen vino y unas croquetas de rabo de toro, si así os place. Gracias por compartir conmigo este relato. Gracias, Nuria, por inspirarlo. 







4 comentarios:

  1. Genial!!!,como me gusta Silencio,es mucho más que un personaje, cuando aparece se hace la luz, escribes cada vez mejor, con más convicción con más personalidad, gracias

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    1. Muchísimas gracias. Es fácil crecer con vuestro apoyo, sólo gracias a los lectores puedo hacerlo.

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  2. Completamente de acuerdo con Cristina: cada vez mejor, artista.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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