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martes, 25 de junio de 2019

ESPERÁBAMOS SU VISITA



ESPERÁBAMOS SU VISITA.

Marisol aparcó junto al Centro de Recepción de Visitantes, regalándose unos segundos para contemplar el impresionante castillo de la Mota, aquél que había acompañado sus sueños infantiles de ser princesa, vigilado sus primeros besos y botellones en los pinares circundantes, e inspirado su carrera en Historia del Arte cuando llegó el momento de tomarse la vida en serio.

Desde el coche no podía ver la parte superior de la torre del homenaje, situada a cuarenta metros de altura, pero eso podía esperar. Lo primero, primero.
Sacó su teléfono móvil y llamó al Centro de Recepción, reservando dieciocho de las veinte plazas para la visita teatralizada a la torre del mes siguiente. Era octubre, temporada baja, así que no hubo problemas para hacerlo, como ya esperaba. Cosas del destino.
Tras formalizar la reserva y dar los datos de su tarjeta, Marisol bajó del coche y entró en el Centro. La estructura de oscura madera albergaba no sólo la recepción y tienda de regalos, sino también unos interesantes restos neolíticos que se hallaron al cavar su cimentación. Sobre dichos restos estaban los vestigios de algunos antiguos silos para grano, de la época medieval. Siempre le había sobrecogido el ciclo inagotable que llevaba a la humanidad a asentarse en lugares como la Mota.
Casi mil años atrás, alguien excavó los silos buscando un lugar seguro donde guardar la cosecha, preservándola del acoso de sus enemigos y las inclemencias del clima, para encontrarse paredes antiguas y suelos de piedra que otros humanos construyeron milenios antes. Y siglos después, los actuales pobladores se reencontraron con aquel olvido.
“¿Quién vendrá más tarde a desempolvar nuestros cimientos?”, se preguntaba siempre.
-Hola -saludó al llegar al mostrador-, venía para reservar dos pases para la visita a la torre. Para el diecisiete de octubre.
-Uy, pues por los pelos -dijo la simpática recepcionista sin necesidad de consultar su ordenador-. Acabo de cerrar un grupo para entonces y justo han sobrado dos...
La muchacha sacó las dos entradas, que Marisol pagó en efectivo. Por suerte, no parecía haberse dado cuenta de que la voz era la misma que le habló por teléfono un minuto antes. Marisol se despidió, contenta del buen desarrollo de su plan.
Paseó alrededor del castillo, admirando su planta trapezoidal, su baluarte de ladrillo mudejar que había desafiado a la artillería de un imperio, su inquebrantable fortaleza, tachonada de grietas y muescas provocadas por esa artillería. Piel antigua y sólida cuyas cicatrices la hacían más hermosa, más fuerte y real. Seguro que a Joaquín le encantaría la visita personalizada.

Joaquín dejó su Audi A5 Sportback en el aparcamiento del hotel Villa de Ferias.
Se detuvo para encender un cigarrillo y observar la lejana silueta del castillo de la Mota, vigilante eterno de la villa que dormía a sus pies.
La noche se le había echado encima en la carretera por culpa del intenso tráfico y de un camión accidentado que le obligó a desviarse, pero la visión de la fortaleza iluminada, suspendida en apariencia en el aire nocturno, hizo que se alegrase. Aunque la pequeña colina estaba habitada, las farolas de sus calles eran apenas visibles. La luz anaranjada que ilumina el lienzo y la torre del castillo lo convertían en algo ingrávido, un coloso etéreo que se cernía sobre un mundo dormido. Aspiró con fuerza el humo del cigarrillo y sintió un leve escalofrío. Había algo de hermoso pero también de terrible en la imagen. Sacudió la cabeza, riéndose de sí mismo, y entró en la cafetería del hotel.
Había visitado varias veces la pequeña ciudad. Como profesor de Historia del Arte, y en algunas excursiones particulares. Siempre merecía la pena ver el castillo, la Colegiata y muchos otros monumentos que adornaban sus calles, pero nunca pensó que lo haría en compañía de una chica como Marisol.
Se conocieron en la facultad. No fue su mejor alumna, pero sí la más inquieta y divertida. Él, un joven profesor con la seguridad que da poseer una inteligencia extraordinaria y tener el respaldo de una familia adinerada; ella, una becaria ambiciosa y dispuesta a discutir por todo. La diferencia de edad, llamativa pero no escandalosa. Fue difícil que Joaquín no perdiese los papeles en un par de ocasiones, iniciando una relación que ella evidenciaba desear, y que habría ido contra los principios del maestro y las reglas de la Facultad.
Ahora había pasado el tiempo, Marisol ya no era su alumna, y el destino o la casualidad les habían reunido de nuevo en un proyecto de investigación sobre el antiguo Palacio Testamentario de Medina del Campo, donde había muerto Isabel la Católica.
La atracción seguía siendo fuerte, la ocasión era inmejorable, y ambos decidieron pasar juntos el fin de semana anterior al inicio de los trabajos. Marisol le había invitado a visitar el castillo, restaurado en los últimos años, y disfrutar de las visitas teatralizadas que ahora ofrecía. Eso sería al día siguiente, por supuesto. Esta noche sólo tenía que darse una buena ducha, ponerse guapo y cenar con ella en el comedor del hotel.
Echó una última mirada a la ciclópea torre, achacando el escalofrío que le sobrevino a los nervios que le producía tener una cita tras tanto tiempo de celibato y soledad. ¿Qué otra cosa iba a ser?

Llegaron hasta el castillo paseando, pese a que el frío parecía filtrarse por cada poro descubierto. Ambos tenían guantes, y ambos los habían dejado en los bolsillos de sus abrigos, disfrutando del tacto de la mano del otro, entrelazados en una ilusión nueva. Cruzaron el patio diez minutos antes de la hora de inicio de la visita. Los dos conocían muy bien el resto del monumento y no les valía la pena pasar frío recorriendo el exterior.
Habían pasado la noche juntos, disfrutando de la tímida complicidad y del deseo aplazado, descubriéndose palmo a palmo hasta que la luna se retiró, tal vez agotada de tanto mirar. Después, Marisol se había dormido, la cabeza sobre el pecho de Joaquín, y él había intentado hacerlo. Pero algo, unos nervios nuevos y desconocidos que la pasión no había calmado, le mantuvo despierto hasta el amanecer.
El paseo le había tranquilizado, la suave risa y la conversación imparable de ella le distrajeron, y aún así sentía una fría inquietud al llegar la pie de la lujosa escalera que llevaba al interior de la torre. Lo achacó de nuevo a la falta de costumbre, aunque no pudo evitar la sensación de que entre aquellos muros hacía mucho más frío que en la calle.
-Hola -saludó una de las guías del castillo, bajando la escalera-, soy Araceli, bienvenidos al castillo de la Mota ¿Venís para la visita de las doce?
-Hola, buenos días -Marisol sacó de su bolso las entradas-. Sí, somos nosotros.
-Vale, genial. Empezará en unos minutos. Es que estamos esperando al resto del grupo, que tenía concertada la misma visita, pero no han llegado aún...
Marisol sonrió. Su teléfono móvil, en modo silencio, había vibrado varias veces desde que llegaron. La organización preocupándose por el ficticio grupo, supuso. Pero aquél día la torre era sólo suya, y la visita resultaría inolvidable.
-Claro, esperamos, tranquila.
-Siento el frío y la espera -se excuso la joven-. De verdad que si no llegan, en cinco minutos empezamos. La visita es teatralizada, como saben. Uno de los actores les recibirá aquí mismo, al pie de esta escalera, que es una réplica de la del hospital de la Latina, en Madrid, al igual que nuestra portada gótica. Después irán ascendiendo y los actores les contarán muchos más detalles.
-Genial, estoy deseando verlo -dijo Joaquín, tratando de sonreír pese al nudo que crecía en su estómago.
-Voy a comprobar si llega el grupo y en un minuto empezamos. Siento de verdad la espera -dijo la guía, retirándose hacia la entrada del patio.
-La gente no tiene formalidad -se quejó Joaquín cuando la perdieron de vista.
-Pobre, no es culpa suya. Es muy maja.
Él sonrío y le robó un rápido beso.
-Lo digo por los del grupo, tonta.
-Esperábamos su visita -dijo una voz de mujer surgida de la umbría escalera-. Sean bienvenidos, señores.
Marisol y Joaquín dieron un pequeño salto atrás, asustados. Unos escalones por encima de ellos había una mujer, alta y morena, vestida de blanco, reflejando la luz tenue de las escasas bombillas en sus brocados y puntillas, como flotando sobre la piedra con la solemnidad de una luna naciente.
La ilusión pasó al sonreír ella mientras bajaba otro escalón, invitándolos a subir mientras les daba la bienvenida como si ellos fuesen ricos comerciantes de Flandes, llegados a Medina del Campo para participar en sus ferias comerciales, tal y como ocurría en el siglo XVI.
La mujer se presentó como doña Beatriz, guardesa de la fortaleza, y les contó, mientras llegaban a la primera de las cinco plantas de la torre, que su esposo, don Fernando, les atendería en seguida, disculpando su tardanza por estar él preocupado en asuntos relativos al inventario de las bodegas. El tono de sorna y los gestos pícaros de la actriz sugerían claramente que don Fernando estaría catando los vinos, y que esa era una costumbre habitual en él.
-Qué bien lo hace -susurró Joaquín al oído de Marisol-, y qué vestuario tan realista y detallado.
-Ya te dije que te gustaría. Se lo curran mucho.
Marisol estaba encantada. Había conseguido una visita única, con todo el encanto de la actividad para turistas pero mucho más exclusiva. Al salir, explicaría a Joaquín su maniobra para que él valorase aún más la experiencia.
Doña Beatriz mantuvo abierta la puerta para que la pareja pasase, contándoles algunos detalles sobre la arquitectura de la torre, sus muros de ladrillo con un espesor de más de tres metros en algunos puntos y su planta octogonal de boveda plana, que en cada nuevo piso cambiaba el número de sus lados. Cerró la puerta tras ellos, quejándose de las corrientes de aire y lo que costaba calentar las estancias como haría cualquier ama de casa. Los visitantes sonrieron mientras avanzaban, cogidos de la mano, hacia la siguiente escalera.
Las luces eléctricas parpadearon, zumbando como moscas ansiosas, y los tres se detuvieron un momento. Joaquín creyó escuchar un crujido de llaves viejas a su espalda y miró hacia la pesada puerta. No, seguro que había sido el crepitar de las luces.
Desde la escalera de la segunda planta llegó el sonido de pasos apresurados, y apareció un hombre joven, ataviado con una rica camisa blanca, jubón y calzas, todo ello de noble tejido pero llevado con descuido. Incluso se veían algunas manchas de vino tinto en la pechera.
-Ya estás aquí -dijo doña Beatriz con voz alegre, acercándose a su marido-. Poca vergüenza tienes para dejarme a mí recibiendo a nuestras nobles visitas mientras tú te pierdes entre los toneles, mal hombre.
Lo dijo en un susurro fingido, destinado a ser escuchado por los turistas, y él contestó en el mismo tono.
-Mi señora, es responsabilidad de un buen anfitrión elegir los mejores caldos para agasajar convenientemente a nuestros ilustres invitados, y en ello sacrificaba un tiempo que, sin duda, preferiría pasar entre vuestros brazos.
-Malandrín -dijo ella, dándole una fuerte palmada en el pecho.
-Estrella de mi cielo -dijo él, zalamero.
-Desgraciado -una nueva palmada, más suave, casi cariñosa.
-Sólo cuando mis ojos no te contemplan.
La pareja se besó apasionadamente mientras Marisol y Joaquín sonreían ante la representación. Beatriz y Fernando hacían un gran papel de matrimonio que se quiere y no se soporta, y la picaresca complicidad que exhibían resultaba divertida. Tras el beso, ella abofeteó a Fernando, tachándole de descarado, y se retiró escaleras arriba.
-Ah, mujeres -se quejó el joven, pasándose la mano por su recia perilla negra-. En qué pensaría Dios nuestro señor al arrancarnos la costilla, si con ella se llevó tanto de nuestro discernimiento.
Marisol y Joaquín rieron de nuevo.
-Sigamos con el recorrido de vuestro nuevo hogar, mis señores -dijo el actor-. ¿Es esta la primera vez que visitáis tierras castellanas?
-Yo soy de aquí -dijo Marisol-, y él de Granada, pero sus antepasados eran castellanos, ¿a que sí?
Joaquín asintió, encantado de participar en una visita tan interactiva.
-Estoy investigando mi genealogía -explicó- y aunque no estoy muy seguro, creo que mis raíces están aquí o en Zamora, en la zona de Toro.
Fernando señaló con un ademán la escalera y empezó a subir, seguido de los visitantes.
-Tenéis sin duda el porte de un buen castellano, nuestra frente noble y nuestra sobria hombría. Apostaría las rentas de este castillo, si fuese mío, a que vuestro linaje procede de estas tierras en las que Dios dejó su firma.
Siguió contándoles la historia de Medina, haciéndolo en tiempo presente, como si estuviesen en esos años del siglo XVI en que, fallecida la reina Isabel, el emperador alemán don Carlos llegó a gobernar las Españas. Llegaron a la segunda planta mientras Fernando explicaba cómo la llegada del rey Carlos, con sus leyes alemanas y sus costumbres extranjeras, provocó un enfrentamiento armado contra el pueblo castellano que la historia conocería como Guerra de los Comuneros.
Las escaleras eran estrechas, irregulares, con unos escalones más altos o anchos que los otros. Una de las muchas medidas defensivas que confundían y retrasaban el avance de cualquier invasor. Marisol tropezó al fallar de nuevo las luces, y habría caído de no sujetarla Joaquín.
-Cuidad dónde ponéis los pies, mi señora -dijo el actor en tono preocupado-, sería lástima que tuviéramos que detenernos antes de llegar a la torre del caballero, cúspide y culmen de esta estructura, desde donde podréis ver el mundo todo como nunca antes lo vistéis.

Araceli llegó a la puerta del patio mientras llamaba al Centro de Recepción para comprobar si tenían noticias del grupo. Se giró hacia la escalera noble justo a tiempo de ver a los dos turistas iniciando el ascenso, precedidos por una figura blanca y difusa, apenas percibida entre la balaustrada. La joven guía pensó que los actores habían empezado la visita puntualmente, y se sintió algo molesta porque no hubieran esperado la confirmación para hacerlo.
-Bueno -se encogió de hombros-, seguro que la pareja lo pasa bien, con todo el castillo para ellos solos.

Marisol y Joaquín jadeaban ligeramente al llegar a la cuarta planta, poco acostumbrados a escaleras tan empinadas y estrechas. Su anfitrión les sonreía desde el rellano, animándoles a seguir.
-Reposaremos las piernas y los corazones en esta estancia, mis señores -dijo al abrir-, donde el gran César Borgia, que el diablo lo guarde en profundo abismo, estuvo preso tras su enfrentamiento con el Papa y su traición a nuestros Reyes Católicos. Cuentan que César, tan malvado como valiente, escapó descolgándose por la ventana que ahora veréis, y que sucedió esto en una noche de octubre de 1506, sin que los más de treinta metros de altura doblegasen el valor de nuestro fugitivo.
Entraron en la estancia, encontrando a doña Beatriz que, sentada en el alféizar de la ventana, bordaba aprovechando la tibia luz del sol de octubre.
A Joaquín le sobrecogió la belleza de la escena; la luz parecía enmarcar y a la vez atravesar los blancos ropajes, como si la mujer no estuviese presente del todo, como si sólo el rostro, enmarcado por los negros cabellos, fuese del todo real. Allí, flotando en su rayo de luz, parecía tan eterna y antigua como el mismo castillo, presa de un hechizo sin tiempo.
-¡Ah, aquí está la luz de mis ojos! -exclamó don Fernando-. Querida, deja esos bordados y sírvenos una copa de vino de Rueda, que mi garganta se seca de tanto contar las hazañas de nuestro tiempo, y la subida por esos escalones ha dejado sin aliento a nuestros amigos.
-Cualquier excusa te parece buena para remojar tu lengua mentirosa -se quejó ella, dejando el bordado sobre el alfeizar y sirviendo el vino, que esperaba sobre una mesa cercana, junto a cuatro copas.
Los dos visitantes, embriagados por el entorno y distraídos por la representación, no se extrañaron de que hubiese una bandeja con cuatro copas cuando la visita estaba prevista para un grupo de veinte personas, limitándose a disfrutar del refrigerio mientras doña Beatriz y don Fernando les contaban la historia del gran incendio de Medina.

Araceli regresó al patio para tomar un café. Aunque el Centro disponía de varias máquinas expendedoras, el personal de limpieza tenía una cafetera de verdad y siempre había de sobra para todos.
Se extrañó al encontrarse allí con los actores que encarnaban a doña Beatriz y don Fernando, cómodamente sentados a la mesa.
-¿Ya habéis terminado la visita? -preguntó.
-Si no ha ido nadie -dijo Fernando-, el grupo no se ha presentado.
-Pero... pero la pareja... si te he visto subir con ellos -dijo, mirando a la mujer.
-¿A mí? -se extrañó ella-. Yo he estado con éste todo el rato. Nos habéis dicho que el grupo no venía y hemos aprovechado para echar un café.
-Pues yo he visto a alguien subir con ellos, y llevaba un vestido blanco.
Araceli se dirigía ya hacia la puerta mientras hablaba, seguida de los actores.
-Alguien se ha colado -se quejó Fernando-, llama al de Seguridad por si acaso.
Los tres cruzaron el patio apresuradamente en dirección a la torre.

Las luces volvieron a parpadear, apagándose definitivamente, mientras don Fernando contaba cómo, en la Guerra de los Comuneros, la fortaleza de Medina del Campo había sido guardiana de la artillería real; en aquel año de 1520 del que los actores hablaban como si hubiese sido ayer, las tropas del rey Carlos tenían intención de atacar Segovia, plaza fuerte del ejército rebelde, cuyos ciudadanos habían ejecutado sumariamente a Rodrigo de Tordesillas, procurador en las cortes.
Así, siguió narrando doña Beatriz mientras don Fernando encendía algunas velas y una linterna sorda, un ejército de mil quinientos hombres llegó a Medina del Campo para recoger esa artillería y usarla en el ataque, ya que la ciudad de Segovia estaba bien defendida por milicias llegadas de Toledo y Madrid, y sus líderes, Padilla, Zapata y Bravo, no tenían intención de acatar la autoridad de un rey extranjero. Los medinenses, que en su mayoría apoyaban la lucha por la libertad, colocaron barricadas en los puntos principales, negándose a entregar los cañones y plantando cara al invasor.
Terminado el vino y alumbrados sólo por la vieja linterna, los cuatro subieron el último tramo de escaleras hasta llegar a la azotea. Las sombras danzando lentamente y el frío, que no hacía más que aumentar, provocaron la incomodidad de Joaquín, que estaba cada vez más tenso, más agobiado, mientras Fernando retomaba la narración y les contaba cómo las tropas reales, ante la resistencia de los medinenses, decidieron tomar medidas drásticas. La voz del actor adquirió un tinte profundo, cavernoso, que Joaquín achacó a la extraña acústica de las escaleras, aquí más empinadas y estrechas, hasta que salieron juntos a la azotea. Por un momento, el espectacular paisaje hizo que olvidase su aprensión, y tomando de la mano a Marisol, caminó hasta las almenas, disfrutando de una panorámica increíble de la villa de Medina, sus campos y hasta algunos de los pueblos cercanos, caminos antiguos que atravesaban los pinares como si fueran las venas de la tierra y manchas pardas, amarillas y verdosas tapizando de cultivos el paisaje.
-Mi señor Joaquín -dijo doña Beatriz con tono suave-, nos contásteis a vuestra llegada que vuestro noble linaje podría tener origen en estas tierras.
-Así es -dijo él, mientras caminaba con Marisol junto a las almenas, disfrutando las vistas.
-También Antonio de Fonseca, uno de los capitanes del ejército sitiador, procedía de Toro -comentó don Fernando-. Cuando los medinenses se empecinaron en guardar para sí la artillería, fue este Antonio de Fonseca quien negoció con nosotros, adulándonos primero, amenazándonos después, y decidiendo finalmente prender fuego a las calles y almacenes de la villa, sumiéndola en la muerte y la ruina más profundas.
Joaquín y Marisol miraban el patio del castillo, que en ese momento cruzaban tres personas a paso rápido. Reconocieron a la guía que les había recibido, aunque su sorpresa vino al fijarse en los otros dos, un hombre y una mujer ataviados como sus anfitriones, que desde aquella altura inmensa parecían versiones en miniatura de éstos.
-Imaginad -dijo la voz de doña Beatriz, sollozando- el dolor, la ira y la impotencia de los jóvenes señores del castillo, cuya protección y cuidado les había encomendado esta ciudad que ahora arde por la crueldad de los ejércitos reales.
-Imaginad -siguió Fernando- la desesperación de ver cómo arde todo lo que se ama, la rabia de esos jóvenes, enamorados, felices hasta entonces, que en una sola tarde de agosto quedaron sin futuro, despojados de tierras y honores, proscritos ante el rey, ciudadanos de una villa arruinada.
Joaquín y Marisol se giraron lentamente, como si el vino, el frío u otra fuerza extraña les atontase, entorpeciendo sus movimientos. Sus anfitriones eran ahora dos cuerpos antiguos, deformados, cuya piel grisácea aparecía reventada, sus ricos paños cubiertos de sangre y tierra, sus rostros jóvenes enmohecidos y desecados por el tiempo.
-Imaginad cómo el dolor les llevó a cometer el mayor de los pecados contra Dios y los hombres, y cómo ambos, juntos, saltaron desde estas almenas buscando en la muerte el consuelo que la vida les había robado.
-Imaginad -dijo la boca muerta de Beatriz- cuánto hemos tenido que esperar para que el último de los Fonseca regrese a nosotros.
Antes de que Joaquín pudiese decir nada, los dos espectros dieron un paso al frente, las manos extendidas, empujando con fuerza a la pareja.

Araceli y los actores llegaban al pie de las escaleras cuando los gritos les hicieron detenerse y mirar hacia el patio. Nada pudieron hacer, excepto sobrecogerse al escuchar el crujido húmedo de los cuerpos estrellándose contra las viejas piedras.





15 comentarios:

  1. Acabo de llegar. Ponme un cafelito que vengo a leer😍

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  2. Maravilloso. Me supo a pastel de manzana caliente durante un buen rato. No diré más para no revelar el desenlace.
    Bravísimo, amigo mío.

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  3. Magnífico relato con tintes clásicos de las historias de fantasmas, pero conservando ese estilo de narrar tan tuyo, me encantaría también escucharlo.

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  4. Pues este relato además de estar bien escrito enseña cosas muy interesantes sobre historia y, por si fuera poco, nos sorprende con un giro inesperado al final.
    En definitiva, muy recomendable.

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    1. Muchas gracias. La mayoría de los detalles históricos son ciertos. Alguna licencia narrativa hay, claro, pero ya sabes, es divertido.

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  5. Muy bueno! Y una gran lección de historia medinense. Enhorabuena, Jose.
    Por cierto, una curiosidad: si es el Antonio de Fonseca de Toro su mujer era Isabel Freyre, la supuesta amada de Garcilaso de la Vega.

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    1. Gracias, profe. Es que nuestra historia da para mucho, jeje.
      Apunto el dato de Isabel, lo desconocía.

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  6. Magnífico relato. Gracias👏👏😘

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  7. Que pasada me a encantado la historia más o menos la conocía pero ese final inesperado es magnífico

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  8. Me ha atrapado desde el principio y según el discurrir de su lectura iba presintiendo algún desenlace inesperado, pero el final me ha parecido sublime, máxime cuando, a pesar de ser medinenses mis ascendentes y cuantiosas mis visitas a Medina del Campo, no tenía conocimiento de tal historia.
    Soberbio, primo Jose.

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    1. Gracias, primo. Una gozada compartir esta tierra y sus historias con vosotros. Un abrazo.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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