EL SUAVE SUSURRO DE TU MORTAJA
Tal
vez penséis que trabajar de guarda de seguridad es un buen negocio. La gente lo
piensa, ya sabes. Estás tranquilamente sentado en tu garita, dando una vuelta
de vez en cuando por la fábrica, el museo o la nave que te haya tocado en
suerte, y a poner el cazo. A cobrar.
Bueno,
yo también lo creí en un momento dado de mi vida. Por eso me metí a segurata.
Por
eso y por lo de llevar pistola, algo que siempre gusta, ¿no?
Pero
probad a ser guardas en mi último destino. Probad suerte.
Tenía
veintitrés cuando entré en esto. No fue muy difícil, la verdad. Nunca se me ha
dado bien estudiar, pero no porque fuese tonto, sino porque lo que enseñan en
las escuelas no me interesaba. Empecé a trabajar en verano para ayudar en casa,
porque mi madre estaba paralítica de cintura para abajo y mi padre, de cerebro
para arriba. Sí, el tío era incapaz de durar más de un año en un trabajo.
Cuando mi madre quedó paralítica (por culpa de un accidente de coche que ella
provocó al saltarse un semáforo) tuvimos que mudarnos a una de esas casas
adaptadas, con puertas anchas, servicios que ella pudiese utilizar y todo eso.
Precioso, os lo digo yo.
Por
supuesto que el estado proporciona ayudas, pero son tan insuficientes como las
bajadas de impuestos, las ayudas a la vivienda de los jóvenes y las demás
mierdas que nos venden envueltas en papel de regalo durante las campañas
electorales. ¿Os habéis fijado que las invasiones militares también se llaman
campañas? Por algo será, digo yo.
Bueno,
me voy por las ramas.
El
caso es que mi primer trabajo fue como aprendiz a media jornada en una fábrica
de muebles. Después de eso, cuando debería empezar el segundo curso de
instituto (ahora no sé cuál es el equivalente, con lo de la ESO y tal), empecé
a currar a jornada completa en la cantera. Vaya, amigo, eso sí es trabajar.
A
las tres semanas había perdido cinco kilos, y al mes había perdido la paciencia
por completo.
Salí
de allí antes de que los pulmones se me llenasen de polvo y con cinco
centímetros más de contorno de pecho y tres más en cada bíceps. Pero no fue
sólo por lo duro del trabajo, sino porque allí tuve… bueno, allí escuché por
primera vez el suave susurro de mi mortaja.
Era
verano. Agosto, creo. La mayor parte de la gente estaba de vacaciones, y tres
de nosotros trabajábamos a destajo para acabar un pedido importante. El verano
es buena época para las canteras, decía un compañero mío, un viejo que fumaba
Partagas tras arrancarles el filtro. Mateo, se llamaba.
-El
verano es bueno para las canteras –decía- porque un montón de gente se mata en
los coches.
-Todo
el año se mata gente –respondía Julián, mi otro compañero.
-Y
todo el mundo caga por el culo –decía Mateo-, pero si comes mucho cagas más que
cuando no comes.
El
tema es que allí estábamos nosotros, cortando lápidas y las piezas laterales
que se usan para forrar las tumbas, no me acuerdo cómo las llamaban. Después
las montábamos sobre un palet, las flejábamos con flejes de metal y las
subíamos al camión.
En
una de las ocasiones en que subí al remolque para guiar a Julián, que manejaba el
torito que usábamos como grúa, las eslingas se partieron y doscientos y pico
kilos de piedra cayeron de golpe sobre mí. Salté por puro reflejo, y caí fuera
del remolque esquivando las piedras por los pelos. Recuerdo la hostia en la
cabeza, y luego un velo negro que lo tapó todo.
Sé
que poca gente cree en esto cuando lo cuento, pero vi ese túnel que dicen, ese
túnel oscuro con una luz al fondo. Lo que pasa es que la gente dice que sus seres queridos
están allí, esperando, y que le dicen cosas como que no es el momento, que debe
quedarse, y le devuelven a la vida.
Pero
yo no vi eso. Sólo había una persona allí, y no era un ser luminoso, ni había
una luz blanca al fondo. La luz era de un naranja tenue, como esas de las luces
de emergencia en los hospitales, y llenaba el túnel de sombras amenazantes y
móviles. Sombras que podían ocultar cosas. Cosas oscuras que se arrastran,
cosas que zumban con suavidad, como si respirasen rápido y quedo, ansiosas pero
tratando de que no se les note.
Y
la figura era una sombra oscura, que no tenía forma. La veías pero no la veías,
porque no tenía ninguna forma. Era como ver algo a través de un cristal
translucido, algo que casi sabes qué o quién es pero no te atreves a
asegurarlo. Y esa cosa que no era cosa tiraba de mí, trataba de hacerme llegar
a la luz naranja, y supe que si llegaba a esa luz se acabó lo que se daba. Se
acabó cortar piedra bajo el sol, beber cerveza con mi viejo en la terraza de
casa o ver reír a la vieja cuando empujaba su silla a toda leche por el carril
bici. Se acabó la cordura. Se acabó lo que se daba.
Así
que me resistí, me eché atrás con todas mis fuerzas, y de alguna forma pude
escapar y volver a mi cuerpo, perseguido por aquél susurro quedo y suave, como
el roce de unas uñas largas sobre una sábana tensa.
No
recuerdo demasiado bien el resto de aquél día, excepto que Julián no hacía más
que pedirme perdón, como si él hubiese cortado personalmente las eslingas con
la navaja del almuerzo. No trabajé más, y ellos sólo recogieron lo que pudieron
de la piedra rota y echaron un ojo a los amortiguadores del camión. No sé si
estaban bien o mal.
Luego,
Mateo me llevó a casa en su viejo r-12 amarillo, y por el camino paramos en un
bar que él frecuentaba, y allí me invitó a un café.
Luego
me preguntó si había visto algo mientras estaba desmayado. Al principio estuve
tentado de decirle que no sabía de qué me hablaba, pero algo en sus ojos
húmedos y en el temblor de su mano al encenderse el Partagas me hizo pensármelo
dos veces. Así que se lo conté.
Y
cuando le dije que lo que más me había impresionado era el extraño sonido, dijo
algo que se me quedó grabado para siempre:
-Es
el suave susurro de tu mortaja.
-¿Qué
dices, tío?
Dio
una calada profunda, y después otra, dejando escapar el humo de la anterior por
la nariz mientras aspiraba más, como si fuese un circuito de aire
acondicionado. Joder, siempre me ha gustado ese truco. Tardé mucho en aprender
a hacerlo.
-Mi
abuelo lo vio, de joven, como tú. Vio a la cosa de sombra, el túnel y la luz
sucia.
-¿De
qué me estás hablando, Mateo? Mira, el día ya ha sido bastante jodido como…
-También
oyó el susurro. Es el susurro de la cosa de sombra, mientras avanza. Es como si
fuese vestido de seda, frotándose con las paredes…
A
estas alturas, yo ya estaba por preguntar al camarero si habían puesto coca en
los sobrecitos de azúcar. Nunca había visto así a Mateo, con la mirada fija y
echando humo como un tren de los viejos. Y nunca le oí hablar tanto y tan
seguido, ya de paso. Pensé que alguna chaveta se había soltado en su viejo
cerebro, y no creo que nadie pueda culparme de ello.
-Mi
abuelo dijo que esa cosa venía a por él, y que por eso se le oía avanzar. Y el
susurro es el de la mortaja del que la oye. La va preparando –me miró a los
ojos- para ti. Si te alcanza, te envuelve en ella y se te lleva. Más allá de la
luz blanca del túnel, a donde la luz sucia…y a lo que hay allí.
Me
levanté de un salto y salí del bar. No quería oír más estupideces. No quería
saber más de aquél cuento de miedo que el viejo se estaba inventando para
acojonarme.
Pero
me alcanzó a la puerta del bar, me agarró por el brazo con sus manos,
fortalecidas por años de trabajo, y me obligó a mirarle. Esperaba ver los ojos
de un bromista o de un loco, pero eran tan racionales, tranquilos y limpios
como siempre.
-Fue
a por mi abuelo, vete a saber por qué. Y luego a por mi padre, porque mi abuelo
se lo contó, y esa cosa de sombras no quiere que nadie sepa que está ahí,
esperando y susurrando en lo oscuro. Ahora va a por ti.
Me
solté de golpe y salí corriendo. No paré hasta llegar a casa, y una vez allí me
metí en mi habitación, me envolví en las sábanas y lloré como un crío pequeño.
No me da vergüenza decirlo, porque había tenido un día jodido, una montaña de
piedras estuvo a punto de matarme y un viejo cabrón me metió el susto en el
cuerpo.
Sé
que es fácil no creérselo, mientras lees esto sentado en tu habitación. A lo
mejor los papeles susurran entre tus manos, o el ratón mientras se desliza por
la alfombrilla emite ese tenue, casi inaudible, sssh, ssh. Pero no le das
importancia porque es un sonido normal, porque tú no has visto.
Ver
llega después.
Al
final, ves.
Dejé
el trabajo en la cantera al día siguiente, y pasé un par de meses en paro. Mis
viejos se enfadaron bastante, claro, pero ellos no habían visto venirse encima
todas esas lápidas. Ni tenían que aguantar a Mateo. A la semana de aquello pasé
por la cantera para cobrar la liquidación. Como yo era joven, el recuerdo de lo
ocurrido era ya borroso y se había suavizado, así que decidí hablar con Mateo y
aclarar las cosas. Hablé con el capataz y le pregunté por el viejo.
-¿Mateo?
–se puso muy serio-. Creí que te habrías enterado, chico.
-¿Enterado
de qué? –pregunté, sintiendo un extraño escalofrío anticipatorio.
-Murió
hace tres días. El pobre hombre…
Sacudió
la cabeza, como diciendo “era buen tío”. ¿Os habéis fijado en que todos somos
la mejor persona del mundo en las horas siguientes a nuestra muerte, muy buenos
tíos más o menos en la primera semana y simplemente estupendos los siguientes
dos meses? Así es la cosa. Y después, sólo un recuerdo. Ya nadie oye el susurro
de nuestra mortaja, y sólo queda una figura borrosa, una voz que no conseguimos
afianzar aunque a veces la escuchamos en sueños, y alguna anécdota simpática.
Las malas se olvidan, como se olvida a la persona real. En la muerte, todos
somos buenos tíos. Joder.
-¿Qué
le pasó? ¿Un infarto? ¿Accidente?
Sacudió
de nuevo la cabeza.
-Le
encontraron en casa, asfixiado. Parece que estaba pedo al acostarse. Se enredó
en las sábanas y se ahogó en ellas. Tenía la cama revuelta, y estaba medio
caído. Dice el médico que se ahorcó al intentar… –gesticuló con las manos, como
tratando de quitarse de una red que le rodease- al intentar quitarse la sabana
de la cara…
Me
fui de allí con ganas de vomitar y de llorar, todo a la vez. Quería correr,
pero las piernas me temblaban demasiado. Mateo había muerto, envuelto en el
susurro de su propia mortaja. Por casualidad. O por que la cosa entre las
sombras no quería que nadie supiese de ella, y él sabía.
No
puedo dejar de preguntarme cómo sonaron las sábanas de Mateo mientras le
estrangulaban… ssssh, ssssh, tal vez. Muy despacio al principio, con él dormido
entre sus pliegues, más rápido después, cuando se dio cuenta de que se ahogaba
y, aún medio dormido, empezó a moverse y forcejear para librarse. Ssssh,
sssssh, te tengo, sssh, sssssh. Y entonces, ¿vio la luz al final del túnel?
¿Era blanca o naranja?
Yo
creo que lo vio, porque al final… al final lo ves.
Para
cuando empecé mi trabajo de segurata había
pasado un siglo largo, tuve otros tres trabajos, hice un par de cursillos de
informática (que no me sirvieron de mucho) y cogí afición por la lectura. Ya sé
que no escribo muy bien para alguien que lee, pero es que la gente no habla
como escriben los novelistas. Alguien dijo que la mayoría de críticos
literarios son escritores fracasados, lo que también es aplicable a la mayoría
de los escritores. Jaja. Lo que digo es que la mayoría de gente que escribe
“por afición, no quiero publicar, me da igual, es que me sale…” son unos
pedantes capullos convencidos de que si no han ganado el Pulitzer es porque el
mundo les odia, o porque son demasiado buenos. A mí sí me da igual, seguro que
no vuelvo a escribir nada. Sólo quería contar esto, y no voy a hacerlo con el
lenguaje de Antonio Gala. Después de todo, nadie excepto un pedante capullo
habla de “anacronismo” pudiendo decir “chorrada”, o de “consuetudinario”
habiendo palabras como “normal” o “acostumbrado”.
Otra
vez me voy por las ramas, como las ardillas. A lo mejor es que después de todo
no quiero contar mi historia, no sé. Seguramente sea eso.
El
tema es que mi afición a leer me sirvió, creo yo, para trabajar. Lo digo porque
la oferta para guarda de seguridad la encontré en un cartel en el tablón de
anuncios de la biblioteca.
Llamé
al teléfono, hice una entrevista y después un cursillo bastante sencillo. Me
dieron el trabajo, el uniforme, las botas altas y todo eso.
Mi
primer destino fue en una fábrica de coches. Como trabajaban todo el día en
tres turnos, nunca estabas solo. Controlabas la entrada de personal, te dabas
una vuelta por dentro y por fuera cada hora o así, y de vez en cuando
registrabas las taquillas. Puede parecer muy fuerte, pero una vez pillamos a un
tío llevándose un carburador entero.
Allí
conocí a mi segunda novia. Me duró tres años. El trabajo, la novia me duró algo
menos de tres meses.
Tuve
otro par de destinos similares y algunas novias también similares, y durante
todo ese tiempo fui olvidando a Mateo y a su abuelo.
Lo
que no pude olvidar fue el susurro. Cada vez que mi vieja planchaba la ropa,
cada vez que una chica acariciaba mi espalda o se cruzaba de piernas, lo oía y
recordaba a la cosa en la sombra. Pero lo peor, bueno, lo peor no era eso.
Seguro
que lo has oído un millón de veces, cuando has estado solo en tu habitación y
la oscuridad de la noche te ha envuelto. A veces la oscuridad deja de ser una
amiga y una compañera de sueño, y a veces se puebla de susurros. Uno piensa que
son las tuberías de la calefacción, o la madera del parquet asentándose. A
veces, los muebles viejos susurran, como si se contasen historias de cuando
eran árboles felices en un bosque lejano, antes de que les cortasen en pedazos.
Y a veces los susurros no tienen explicación, tal vez porque no la encontramos
o tal vez porque provienen de algo oculto bajo la cama, en ese hueco donde sólo
deben estar tus zapatillas. O quizás, quizás estén tras el sofá en que te
sientas, entre la pared y el respaldo. A lo mejor ese ruido no es de la
estática en la radio de tu vecino. ¿Lo oyes ahora? ¿O tal vez es aún demasiado
tenue?
Sí,
aún no es el momento de que lo veas.
Al
final.
Ya
tenía experiencia suficiente para adquirir la licencia de armas, y superé el
test psicotécnico sin problemas. Así que me mandaron a un destino de más
responsabilidad. Más chungo, quiere decir.
El
año pasado inauguraron un nuevo “centro forense” en mi ciudad. Era un depósito
de cadáveres gigantesco y muy moderno, con puertas dotadas de sensores y
tarjetas magnéticas para abrirse, una gran cámara frigorífica donde cabían
cincuenta cuerpos y no sé cuántos adelantos. Allí iban a parar los muertos
desconocidos, los asesinados o muertos en cualquier circunstancia sospechosa o
accidente, y cualquiera que necesitase una autopsia. Así que había muchas
pruebas policiales, claro. Y alguien debe vigilar eso. Para eso estaba yo. Al
principio no me impuso demasiado. Yo entraba a las diez de la noche, cuando se
iban los forenses muy trabajadores y los de mantenimiento y limpieza, y salía a
las ocho de la mañana, cuando regresaban.
El
resto del tiempo estaba solo allí, solo con los muertos y los susurros.
Ya
te digo, lo llevaba bien hasta la noche del apagón.
Eran
las dos de la mañana, y yo estaba en la sala de descanso, tomando un café de la
máquina y comiendo galletas. Recuerdo que eran de chocolate. De pronto, las
luces de la sala se apagaron de golpe. El corazón se me detuvo, pero se puso en
marcha inmediatamente, y ya estaba en pie cuando las luces de emergencia se
pusieron en marcha. Tenían ese color anaranjado y triste, y eran demasiado
suaves, demasiado tenues para llegar al fondo de la sala, que de pronto arrojó
sombras alargadas y extrañas.
Al
principio no me asusté. Cogí la linterna de mi cinturón y la encendí, no porque
fuese imprescindible, pero me gustaba más aquel cono de luz blanca que la
mugrienta luz de emergencia.
Bueno,
me dije, no pasa nada. Seguro que alguna sobrecarga o algo así habrá hecho
saltar los plomos o los chivatos, o como se llame. Me pregunto por qué le
llaman chivato a un cacharro que no puede decir nada, ¿de qué va a chivarse?
Salí
de la habitación y me dirigí a la pequeña oficina que había al otro lado del
pasillo. Era una oficina que funcionaba como archivo, aunque todavía no había
gran cosa archivada. Pero yo sabía que también guardaban allí los planos del
edificio, y supuse que podría encontrar las cajas de la luz si usaba los
planos. Lógico, ¿no?
Al
llegar a la oficina el murmullo era tan suave que aún no lo había oído, pero
estoy seguro de que ya estaba allí. Sí, estaba allí desde el principio, o al
menos desde el momento en que las luces se apagaron, acompañándome y
vigilándome. Pero yo aún no lo había oído, tan sólo lo percibía como se percibe
la alta presión atmosférica o un ambiente muy húmedo, una vaga sensación de asfixia
demasiado leve para llamar tu atención. Pero suficiente.
Descolgué
del cinto la llave maestra, que abría todas las puertas del edificio menos las
dotadas de cerradura electrónica. Entré en el despacho y busqué los planos, y
seguí sin oír nada en los cinco minutos que tardé en encontrarlos. Pero los
pelos de mi nuca se erizaron repentinamente. Alcé la cabeza, miré a mi
alrededor y no vi nada. No había nada que ver, sólo sombras entre la luz
anaranjada.
Llevé
los planos a la sala de descanso, tal vez porque allí me sentía mejor, más en
mi territorio, y los extendí sobre la mesa. Encontré lo que buscaba en pocos
segundos. No tenía más que llegar al ala este del edificio, bajar al sótano y
allí estaba todo; la caldera, los controles de las luces, todo. Seguramente
allí pondrían también las pantallas de circuito cerrado cuando todo estuviese
terminado, en un par de meses.
Así
que eché a andar por los pasillos vacíos, desintegrando cada sombra con mi
linterna como si fuese una espada de Jedi. Sé lo que piensas; crees que el
monstruo de la historia está en el sótano, que llegaré arrastrándome y me
enfrentaré al horror. Claro, ¿para qué vas a poner un sótano en una historia de
miedo, si no es para colocar allí a tu monstruo deforme, temible y hambriento?
Bueno, pues no leas tantas historias de miedo. Cómprate otro tipo de libros.
Yo
también pensé lo mismo, así que no estaba nada tranquilo mientras avanzaba. De
hecho, recuerdo que cogí la linterna con la mano izquierda y solté la presilla
que mantenía mi pistola bloqueada en la funda. Por si acaso.
Llegué
a la puerta doble, de cristal y acero, que separaba las dos zonas del edificio.
Era una de las que se abrían por tarjeta, así que la llave maestra no servía de
nada. Y, claro, las luces se habían ido. Y el generador de emergencia no servía
para las cerraduras electrónicas. No sé si fue avería, incompetencia del ingeniero
de turno o simplemente parte del plan. Porque a esas alturas, yo recordaba
demasiado bien las sombras y el murmullo, y sabía que aquella cosa que no era
cosa venía a por mí, y tenía un plan.
Entonces
empecé a oírlo. O tal vez sólo me di cuenta de que ya lo estaba oyendo. No era
tanto un ssssssssh como un ronroneo ronco y suave, pero no importa demasiado.
Era
el murmullo, el suave susurro de la mortaja.
Tuve
un acceso de pánico, un verdadero momento de terror, uno de esos instantes en
que tus testículos se convierten pequeñas canicas duras que tratan de
esconderse en tu estómago, y golpeé con rabia el grueso panel de la puerta,
varias veces. Por supuesto, no sirvió de nada. Miré a mi alrededor, esperando
ver a la cosa de sombras surgir de la luz anaranjada que iluminaba el pasillo.
Pero allí no había nada, excepto el ronroneo, el murmullo constante que venía
de todas partes y de ninguna. Entonces me di cuenta de que tenía la pistola en
la mano.
Me
costó bastante tranquilizarme, y supongo que puedes entenderlo a estas alturas.
Si no es así, que te den. De todas formas, yo estaba allí solo, en la oscuridad,
y tú estás en tu casa tranquilamente, no como yo, en un depósito de muertos
recordando la historia de un viejo loco que al final no estaba tan loco. Al
final murió como parecía lógico que muriese, si su historia era cierta. Porque
al final, vio. Así que estaba en mi derecho de ponerme nervioso.
Bueno,
me dije, lo único que importa aquí es
encender la luz. Llegar al sótano y encender la luz, y coser a tiros a
cualquier cosa que se ponga en medio. La puerta me lo impedía, y tampoco podía
salir al exterior y dar la vuelta, porque las puertas exteriores eran también
electrónicas. Miré a mi alrededor, buscando una opción.
Cinco
minutos después, estaba desatornillando la rejilla de sujeción de la entrada de
aire. Ya sabes, como en las pelis. Pensaba deslizarme por la tubería y llegaría
al otro lado de la puerta cerrada. Sin problema.
Usé
mi navaja (una de esas multiusos, que por algún motivo son casi siempre rojas y
con una cruz blanca. Mi viejo me la había regalado por mi dieciocho cumpleaños.
Aunque entonces sólo me valió para cortar piedras de porro y los bocatas del
almuerzo, con el tiempo le saqué mucho partido. Ahora, el destornillador me fue
útil), y después trepé a una silla. Estaba seguro de que la cosa de sombras
estaba esperando aquel momento preciso para salir de su escondite. Mientras
metía la cabeza en el hueco, esperaba sentir unas garras viscosas que aferraban
mis tobillos, que me obligaban a descender mientras algo, posiblemente algo
lleno de colmillos afilados y con una lengua áspera y rasposa…
Y
llegué arriba sin novedad. Excepto que el sonido era más fuerte allí, y que
estaba oscuro. Joder, pensé, me he dejado la linterna abajo.
De
pronto descubrí que no podría bajar a por ella. No me atrevía, porque sabía que
aquella cosa estaba abajo, esperando. No en el sótano, como el monstruo de un
relato, ni en la oscuridad ante mí, sino abajo, surgiendo de la luz naranja.
Seguí adelante, arrastrándome por el oscuro túnel. No había luz ninguna, pero
sabía que sólo era cuestión de llegar a la siguiente rejilla, que ya estaría al
otro lado de la puerta. Un metro.
El
ronroneo-susurro se hizo más fuerte y cercano. Como si me llamase. Como si se
alegrase de que estuviera allí. Dos metros.
Mis
ojos se acostumbraban a la oscuridad. El sonido era ya agobiante, envolvía todo
el conducto. Cuatro metros.
Al
fondo, a tres metros o menos, la anaranjada luz de las luces de emergencia se
filtraba por la rejilla. A un metro escaso, la tubería se bifurcaba a la
izquierda.
El
ronroneo venía de allí. Y, si llegaba, si me acercaba, sabía que vería. Vería
algo que me mataría, que me arrastraría más allá de la luz naranja.
Amartillé
la pistola. Estiré mi mano izquierda muy despacio. Rrrr, rrr. Aferré el borde
de la tubería, allí donde se bifurcaba. Ssshh, ssh. Giré el cuerpo para encarar
la bifurcación. Mis testículos parecían piedras. Mi estómago era una tabla.
Encogí las piernas para tomar impulso.
Ssshhh,
ssshh.
Usando
el brazo izquierdo y las piernas, me lancé hacia delante, metí mi revolver en
la tubería y disparé todo el tambor.
Cada
disparo arrojó astillas de dolor que casi reventaron mis tímpanos. Algo, una
forma oscura, saltó en el túnel. Gritos hilarantes y redobles metálicos
llenaron el mundo. Trozos de carne viscosa y chorros de un líquido caliente y
espeso me salpicaron el rostro, pero seguí disparando. La cosa gritaba, y yo
gritaba. Gritaba, estoy seguro de que gritaba, porque necesitaba aferrarme a la
histeria. La histeria es pasajera, y es mejor que la locura que me podía
producir aquello. Estaba disparando, estaba disparando contra algo, lo que
fuese, que no debía estar allí. Y allí estaba.
Disparé
varias veces con el tambor ya vacío, pero ni siquiera lo oí. Tampoco veía nada,
cegado por los fogonazos. No sé el tiempo que pasó hasta que recuperé mis
sentidos y pude mirar.
Delante
de mí, destrozados por las balas, estaban los cadáveres de varios gatos. Uno,
la madre de la camada, era bastante grande. Los otros eran cachorros a los que
apenas les había salido el pelo. La gata me miraba con ojos sorprendidos y
muertos, con el estómago reventado. Tres de los cachorros parecían uvas
pisoteadas por un vendimiador furioso. Estaban mamando cuando empecé a
disparar, porque sus restos se aferraban aún a los de la madre. El restante,
simplemente era un trozo de carne deforme repartido por toda la tubería.
Aunque, para ser sincero, no estaba seguro de cuántos eran, porque el amasijo
de carne, ojos y vísceras era bestial, increíble. Lloré.
Lloré
y vomité como un loco, mientras me arrastraba hacia delante, huyendo de aquél
horror, de aquél absurdo sin sentido, del miedo y la repugnancia. No sé cuánto
avancé, ni cuanto tiempo. Ni sé qué coño hacían los gatos en aquel conducto, ya
de paso.
Al
final llegué a una rejilla en el suelo de la tubería, por la que se filtraba la
misma luz anaranjada de pesadilla. Pateé con furia esa rejilla y conseguí
derribarla. Después guardé la pistola, metí los pies por el hueco y salté al
suelo. La distancia era mayor de lo que esperaba. Me hice daño en las plantas
de los pies.
La
rejilla estaba en el techo de una habitación, a unos tres metros de altura. En
aquella habitación hacía frío.
Miré
a mi alrededor. En aquella habitación no había ningún mueble. La escasa luz me
permitió ver que las paredes estaban divididas en compartimentos. Varias
hileras de compuertas se alineaban en tres de las cuatro paredes. En la otra, a
mi espalda, había una puerta. Una puerta de una cámara frigorífica. Una puerta
que solo se abría desde fuera. Una puerta que no estaba hecha para ser abierta
por dentro, porque ninguno de los que estaban en esa habitación iba a abrirla.
La puerta de la morgue.
De
alguna forma había llegado al depósito de cadáveres. Estaba solo allí,
encerrado. El techo era demasiado alto, y no había ningún mueble al que
subirse. Sólo podría salir al día siguiente, cuando los trabajadores llegasen
para empezar la jornada.
Teniendo
en cuenta que la temperatura de la habitación era cercana a los cero grados
para preservar los cuerpos, empecé a preguntarme cuánto tiempo podría
sobrevivir allí. ¿Qué temperatura hace falta para que un hombre muera de
frío?¿Cuánto tiempo puede uno sobrevivir a esa temperatura?
Por
supuesto, siempre quedaba la esperanza de que alguien muriese durante la noche
y los chicos de Urgencias de cualquier hospital trajesen el cuerpo y se diesen
cuenta de que algo raro pasaba. Pero la esperanza de que alguien muera para que
te saquen de tu encierro es… poco humana, algo en lo que uno no desea pensar.
Sssssssssssshh.
Oí
el susurro. El suave susurro de la mortaja. Sólo que en esa ocasión no necesité
metáforas, ni comparaciones, ni buscar una causa sobrenatural para aquél
sonido.
Uno
de los compartimentos se estaba abriendo. Y lo que oía era el deslizar de la
camilla sobre los rieles bien engrasados. Los cojinetes, o lo que fuesen, se
deslizaban con soltura, empujados desde dentro por algo… o alguien.
Me
oriné encima.
A
la suave luz anaranjada vi los pies del ser, el detalle macabro de la etiqueta
de identificación que colgaba del dedo gordo de su pie izquierdo, y el contorno
de su cuerpo.
Sssssssssssh.
Clac.
El
deslizamiento acabó, pero no el sonido. Ahora el sonido lo llenaba todo. El
cuerpo se incorporó, no con ese movimiento extraño de los vampiros de las
películas, que parecen hacerlo en imposibles ángulos rectos, sino como tú o yo
nos levantaríamos de la cama, apoyando las manos en el borde y usando los pies
para equilibrarnos. El rostro era el de Mateo, y el cuerpo parecía tan entero y
normal como si hubiese muerto aquel mismo día.
La
luz naranja lo inundó todo, surgiendo del interior del helado ataúd. Mateo se
alzó y caminó hacia mí, y el susurro se intensificó.
Sssssh.
Como el deslizar suave de unos pies desnudos en la alfombra.
Sssssh.
Como la madera del parquet asentándose.
Sssssh.
Como el ratón de tu ordenador, deslizándose sobre la alfombrilla.
Sssssh.
Como los sonidos inexplicables de la noche, que se puebla de misterios,
misterios que sólo puedes ver al final. Ahora.
Mateo
me mostró el misterio. Su cuerpo muerto, sus ojos muertos y su voz muerta me
enseñaron la eternidad que puebla el vacío más allá de la luz naranja, y la
cosa que no era cosa caminaba tras él.
La eternidad lo tiene todo, menos cordura. Si
miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada. Seguro. Al final lo hace.
Traté
de retroceder, corrí para colocarme bajo la trampilla por la que había entrado,
aunque sabía que era imposible llegar a ella. Pero tenía que intentarlo. Tenía
que intentarlo. Miré hacia arriba, haciendo un esfuerzo terrible por apartar
los ojos del rostro muerto que se acercaba, y vi sobre mi rostro a aquella
cosa. Que no era cosa. Ni era gata ni gatitos muertos. Pero lo era todo. Carne
y garra, músculo y comillo. Un ser que no debía existir que todo el tiempo me
acechó en los conductos, al que detuve sólo temporalmente con mis disparos, y
que mi mente me mostró como un montón de gatos muertos.
Es
curioso cómo la mente nos engaña para aferrarse a la cordura, transformando la
realidad en algo que podemos asimilar, con lo que podemos vivir. Creo que ese
fue mi último pensamiento cuerdo antes de que Mateo tocase levemente mi camisa
con sus dedos muertos, casi en una caricia. Sssh.
Mateo
había vuelto para buscarme. Cuando has llegado a la eternidad, sólo puedes
volver para buscar a quienes ya saben de ella. Y tras de ti camina la sombra,
la cosa que no es cosa, que te sigue con una suave mortaja en la mano,
preparada para el siguiente. Para el siguiente que sepa. Para el siguiente que
escuche.
Encontraron
mi cuerpo muerto en la cámara. Helado. Tieso y muerto. Un cadáver entre
cadáveres.
Pero
no era así. No es el final, y aunque al otro lado de la eternidad no hay
cordura ni agarraderas para la cordura, existe conciencia. Conciencia de uno
mismo. Y conciencia del susurro que lo puebla todo. Ahora ya conozco, ya he
visto.
Pronto
podré enseñarte. Pronto oirás el susurro, y tal vez lo achaques a la estática de
una radio o tal vez pienses que las tuberías de la calefacción hacen un ruido
raro, o que la respiración de la persona que duerme a tu lado es demasiado
ruidosa esta noche. Pero al final creerás. Verás.
Al
final.
Ahora, sólo un instante más, silencio. Sssh.
Pues no sé qué decirte... Tampoco eras tan malo entonces!!!
ResponderEliminarSeguro que dirás que tampoco eres tan bueno ahora...
De todos modos voy a poner música: hay demasiado silencio en casa...
Cuidado, Yorgos... la música podría tapar el sonido de algo que intente acercarse sin ser percibido. Algo furtivo, tal vez ;)
EliminarParece que sí, compi... uno nunca sabe cómo de profundas son las sombras, ni las que él mismo arroja, verdad? Un abrazo.
ResponderEliminarVaya tela. Tengo la piel de gallina y el pulso acelerado. Has conseguido hacérmelo pasar verdaderamente mal. Tremendo. Fantástico.
ResponderEliminarSalud
Nür
Mil gracias. Es un placer recibirte en esta casa de sombras y luces, espero que vengas muchas más veces. Un saludo.
EliminarUffff. Me ha puesto los pelo de punta. Ciertamente no eras malo entones, ni lo eres ahora Un relato estupendo!
ResponderEliminarEntonces y ahora tenía la suerte de contar con buenos amigos que me impulsan 😉 (y ganas de comer donde Tinin, no se te olvide)
ResponderEliminar!madre mia!casi se me cae el café encima,te cuento porque:sentada en la cama, a oscuras, la luz del ordenador, leyendote y con un café en las manos, mi perro viene despacio, me roza con su hocico húmedo y casi me meo del susto...no se si odiarte o quererte,(lo pensare)
ResponderEliminarJajaja. En ambos casos estaré agradecido, porque significará que he despertado sensaciones con el relato. Y agradezco la complicidad de tu perro. Bienvenida a esta tu casa.
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