¿Recuerdas, paciente lector, qué andabas haciendo allá por 1998? Yo, por lo visto, escribía. Mal, pero escribía.
Rebuscando en mis viejos archivos he encontrado este relato, que es uno de mis primeros intentos de meterme en eso de la novela policíaca. Jugaba entonces con un personaje, el inspector Ramiro R. Ramirez, que tenía su toque de surrealista. Las narraciones corrían a cargo de su ayudante, un joven policía recién llegado al cuerpo. El elenco lo completaban Lorenzo Val, inspector y comunista de salón, y Amancio Damas, al que llamaban Amandamas, porque para eso era el jefe. También había por medio un simpático forense que, en este relato concreto, no aparece. Como verás es un relato muy rápido e ingenuo, no diré que peor que los actuales porque tampoco son demasiado buenos, pero como muestra de lo que hay en mis viejos archivos, creo que resulta simpático. Y que algo habré aprendido por el camino. Verás que está algo descolocado con unos guiones raros, pero no he querido corregirlo porque, bueno, no sería auténtico. Espero que te guste un poquito.
RRR:
El caso del testamento del Conde – Duque
Una de las más aburridas tareas
policiales es la vigilancia. Cuando hay que detener a alguien con las manos en
la masa es más que probable tener que seguirle y observarle durante horas y
días enteros. Yo llevaba ocho horas vigilando a mi “paquete”, las últimas
cuatro sentado en una mesa, al fondo de la cafetería Moka, en el paseo
Zorrilla. Se trataba de un agente doble que pasaba información a cierto país
extranjero desde el Ministerio de Interior, y aquel día debía hacer una
entrega.
Yo tomaba mi tercer café mientras
el tipo fumaba y tamborileaba nervioso sobre su porta-folios. Se levantó para
comprar más tabaco y lo metió en el bolsillo interior de su americana. Después
se sentó otra vez. A las tres y media un tipo bien trajeado entró en el bar y
pidió un café. Se sentó en la barra y cogió el periódico. Mi “paquete “le
observó durante unos instantes. Yo observé el porta-folios. Sacó el paquete de
tabaco y estuvo a punto de abrirlo, pero luego lo pensó mejor y lo dejó sobre
la mesa, levantándose. Me puse tenso como una cuerda de arco. Pasó junto al
tipo de la barra, pero, contrariamente a lo que yo suponía, no dejó el porta-folios
ni entregó nada. Salí tras él, murmurando al transistor oculto en mi solapa un
rápido informe. Una voz ronca surgió en el interior de mi oído (de un
dispositivo en mi oído, claro) ordenándome seguirle. Lo hice durante unos cien
metros. De nuevo la voz ronca e inconfundible de Ramírez murmuró “Recoge el
paquete”. Era la orden de detener al funcionario. Me sorprendió, ya que no
teníamos nada, pero obedecí. Se asustó tanto que no opuso resistencia.
Dos horas después, Ramírez me lo
explicó todo. Gracias a mi detallado y continuo informe, Ramírez descubrió el
cabo suelto. El tipo compró tabaco y lo guardó en el bolsillo, sacándolo
después para dejarlo en la mesa. En realidad, cambió el paquete por otro
preparado de antemano. Pues bien, allí estaba la información, en dos carretes
de fotos que el contacto – el tipo del periódico- recogió de la mesa cuando
nosotros salimos. Así es mi jefe, el inspector Ramiro R. Ramírez. Ni siquiera
necesitaba estar en un sitio para resolver un caso.
Necesitaba una ducha y dormir un
poco. Cuando iba a dejar la oficina para irme a casa, llegó Lorenzo Val,
nuestro “camarada policía”, dispuesto a meternos en un jaleo.
_ Camarada Ramírez, camarada Pedro
–saludó- he de pediros un favor.
_Yo no tengo suelto, Pedro –se
asustó Ramírez.
_No, no es eso. Veréis –bajó el
tono-, un tío-abuelo mío acaba de morir, y su abogado me ha citado para la lectura
del testamento. Comprenderéis que no me agrada verme rodeado de burgueses sin
el apoyo de dos verdaderos camaradas.-se interrumpió y me miró como sopesándome-_Bueno…
el caso es que me gustaría que me acompañarais. ¿Lo haréis ?.
Nos miramos. Yo estaba agotado,
pero Ramírez no parecía tener sueño. Sus ojos azulados brillaban bajo las
espesas cejas blancas como aleros de un tejado de postal navideña.
_Evidentemente.
El tío-abuelo de nuestro
izquierdista Lorenzo resultó ser –bueno, haber sido- el Conde-Duque de
Antequera, título de rancio abolengo y antiquísima tradición. La mansión
señorial, situada en el pinar de Antequera, a pocos Kilómetros de Laredo Este,
era un dechado de ostentosidad. Una mansión de piedra y ladrillo, flanqueada por
dos altas torres almenadas. En la planta alta, en el centro, una amplia
balconada semicircular se asomaba a un cuidado jardín de floridos parterres.
Todo, desde los macizos de rosas hasta los ventanales y las altas torres
respiraba simetría.
La puerta de caoba estaba adornada
con una arcada de piedra en la que se dibujaban en relieve, los veinticuatro
ancianos del Apocalipsis. Lorenzo hizo algunas observaciones sobre el derroche
que aquella casa suponía “cuyo peso soportan las masas proletarias” y discutimos
desde la asfaltada rotonda hasta la adornada puerta. Lorenzo y yo siempre
discutimos. Cuando llamamos al timbre un sonido de campanas acarició nuestros
oídos. Casi inmediatamente nos abrió la puerta el mayordomo de la tele. Solo le
faltaba el algodón en la mano.
Observó, flemático los pantalones
de pana y la gastada americana de Val, pasó sin detenerse sobre mi
traje-correcto, pero sin lujos- y enarcó apenas una ceja al observar el
conjunto de Armani de Ramírez y sus Nike Air Jordan teñidas de negro.
_ ¿Qué desean los señores? Su voz
era tibia, impersonal, sin inflexiones.
_Verás, camarada
mayordomo-respondió Val- vengo a la lectura del testamento de mi tío-abuelo.-y
abrió la placa justo en la cara del sirviente.
_ Oh, el Señor Lorenzo. Tengan la
bondad.
Se apartó deslizándose sobre la
alfombra.
El hall era sencillamente
impresionante. Tenía forma de deambulatorio, o sea, semicircular en la parte
más alejada. Frente a la puerta una amplia escalera subía al piso superior. Las
barandillas estaban decoradas con figuras de angelotes y la alfombra era mullida
como una pradera. La escalera se ramificaba al llegar a un enorme carillón del
S. XIX. A ambos lados de la entrada principal, siguiendo la simetría, dos
amplias puertas. A nosotros nos guiaron hacia las escaleras pero, una vez al
pie, el mayordomo las esquivó gentilmente. Tras ellas, en el centro del
semicírculo se recortaba otra puerta, también de caoba, que daba paso a un
comedor ligeramente amueblado, tras un corto pasillo de apenas un metro. De las paredes colgaban varios
cuadros, de los que reconocí dos Cezanne y un Van Gogh. En las cuatro esquinas,
estatuillas de los evangelistas con su animal simbólico. Sobre la mesa, entre
cada dos sillas opuestas, uno de los ceniceros del finado Conde, cuyas colecciones
de arte, peines de hoteles y ceniceros, eran famosas en el mundo entero.
Lo único que desmontaba y rompía
aquella simetría del lujoso decorado eran las personas sentadas a la mesa. El
Señor Márquez, abogado, nos saludó y después nos presentó a las demás personas.
A la cabecera de la gran mesa – tal
vez intentando ocupar el lugar de su difunto padre- estaba Cristina Isabel de
Antequera. Unos cuarenta y cinco, elegante y digna en su postura. Ojos verdes,
pequeños. Sus manos, que parecían tener casi sesenta años, estaban profusamente
enjoyadas. Nos miró con la orgullosa superioridad propia de la verdadera
aristocracia, e hizo un amago de saludo con su cabeza.
A su derecha se sentaba un hombre
alto, porcino, que recordaba vagamente al inspector Amancio Damas, nuestro
superior. Llevaba un buen traje y daba sensación de autocomplacencia. Resultó
ser el marido de Cristina Isabel. Banquero. Frente a él estaba Alberto José, el
hijo del Conde. Un hombre maduro, elegante, de unos cuarenta años. Fumaba con
cierto nerviosismo y parecía apesadumbrado. A su lado otro hombre de similar
edad le susurraba cariñosamente al oído cuando creía que nadie le miraba.
Deduje con cierta aprensión que eran homosexuales. A un par de metros, jugando
distraídamente con uno de los ceniceros, estaba Francisco José, sobrino del
Conde- Duque. Como era evidente por su larga sotana Francisco José era
sacerdote y nos fue presentado como el confesor particular del noble anciano.
Después, el Señor Márquez, nos
anunció que se iba a proceder a la lectura del testamento y nos pidió que
esperáramos allí mientras ellos pasaban a la biblioteca. Por supuesto,
accedimos y pasaron a otra habitación, a la izquierda de la que ocupábamos.
Ramírez y yo nos quedamos allí con Agustín, el acompañante de Alberto José
.Ambos mantuvieron una conversación casual, en la que evité participar.
Charles, el mayordomo nos trajo café. Ramírez lo alabó, lo que es muy raro.
Encendí un cigarro y cogí uno de los ceniceros que representaba un cuadro de
algún impresionista francés, no se cuál.
Al poco rato Ramírez dijo que iba a
buscar el servicio y salió al hall.
Agustín se me quedó mirando y debió
notar mi incomodidad, porque no me dirigió la palabra en el cuarto de hora que
pasamos solos. Poco después mi jefe volvió a entrar. Sudaba un poco y tenía un
aire pensativo. Se detuvo en la esquina derecha de la habitación contemplando
la figura del evangelista San Mateo. Se giró repentinamente y chocó con
Charles, que retiraba las tazas de café. El mayordomo logró mantener el equilibrio
y coger al vuelo una de las tazas de café. No movió un músculo del rostro.
_Vaya Charles –comentó Agustín- se
nota que llevas toda la vida haciendo esto
_Siento decepcionarle, Señor, pero
solo llevo tres meses. Obtuve el trabajo en una empresa de trabajo temporal. Si
me disculpan…
Y desapareció por la puerta derecha
tras una reverencia.
Pasó casi media hora hasta que los
demás salieron de la biblioteca. El matrimonio parecía bastante satisfecho, en
contraste con el aire abatido de Alberto, que abrazó a Agustín. Después ambos
salieron de la habitación sin despedirse apenas. Lorenzo y el sacerdote, por su
parte, aparecían serenos y dialogaban entre ellos como viejos amigos.
_Bien señores – dijo Cristina
Isabel mirándonos- espero que acepten una invitación a cenar en mi nueva casa
No podía disimular su satisfacción.
Estaba a punto de negarme educadamente, ya que aquella noche volveríamos a
estar de servicio, cuando Ramírez hablo:
_Nos sentiremos muy halagados
Señora Condesa.
Creí que iba a reventar de orgullo cuando
oyó lo de “señora Condesa”. Miró a Ramírez como si hubiera descubierto algún
oculto atractivo en él.
Ya en el coche, camino de la
ciudad, le dije a Ramírez:
_Inspector, supongo que no ha
olvidado que esta tarde estamos de servicio y tenemos trabajo en la oficina.
Me miró, los ojillos ocultos tras
la cortina de cejas y dijo con toda seriedad:
_También aquí tenemos trabajo.
Hemos de resolver el asesinato del Conde-Duque de Antequera, y hemos de hacerlo
esta noche.
Pasamos el resto de la tarde en la
oficina con Petra trayendo café y bocadillos del bar –yo no había comido desde
la noche anterior- y nosotros trabajando en el ordenador, investigando sobre el
Conde y su familia.
_Mi tío-abuelo –nos contó Lorenzo-
venía de una familia casi arruinada. Era el mayor de dos hermanos. El otro, mi
abuelo, trabajó para la república durante toda su vida y eso hizo que apenas se
hablasen durante varios años. Pero mi abuelo murió en la guerra civil y el se
enriqueció durante la contienda. Supongo –suspiró- que es lo bueno de estar del
lado de los vencedores. Recuperó todos los objetos y antigüedades que malvendió
su padre y consiguió otros muchos haciendo que sus colecciones fuesen cada vez
más excéntricas. Se dice que poseía una gran cantidad de joyas, que obtuvo ilícitamente,
pero en la lectura del testamento no se ha hablado de ellas y hace años que se
desconoce su paradero.
_ ¿Como se han repartido sus
bienes? –se interesó Ramírez.
_ Casi todo ha sido para Cristina
Isabel. Las fincas, las casas, los cuadros…todo excepto unos terrenos en
Extremadura que administrará Francisco José hasta su muerte y después pasaran a
la Iglesia. Después… Alberto José no ha heredado nada y yo – sonrió con
sarcasmo- su colección de peines procedente de tres mil hoteles y pensiones de
todo el mundo.
Ramírez apagó su Partagas en un
vaso de café aguado. Después con su habitual parsimonia, nos expuso sus razones
para no dejarme dormir:
_Bien. Evidentemente, el hall tiene
una forma curiosa. La primera mitad es un rectángulo y la segunda un semicírculo
cuyo diámetro mide lo mismo que el lado del rectángulo. ¿Correcto?
_Correcto –coreamos nosotros
_No
Hizo u dibujo en una hoja.
_Bien. -Continuó- Esta sería la
planta del hall. Sin embargo, creo que esa apreciación no es correcta. Veréis,
la absoluta simetría de la casa es casi perfecta…
_ ¿Casi? – dijimos de nuevo a la
vez.
_Casi. La semicircunferencia no es
perfecta. Mirad. – Y dibujó de nuevo.
_Sí. Entre el hall y el comedor la
pared tiene un grosor de un metro y la planta tiene, en realidad, forma de
cuadrado. Las habitaciones colindantes tienen también plantas con ángulos
rectos, supongo.
_Así es. – confirmó Lorenzo, el
único que conocía toda la casa.
_Lo que deja esos dos extraños
lugares – señaló las partes rayadas en el esbozo- cuya finalidad desconocemos.
– Encendió un Partagas-. Interesante.
Gracias a nuestra investigación
supimos que Cristina Isabel y su marido disfrutaban de una solvente situación
económica. Él procedía de una familia de banqueros y era hijo único, y ella era
la hija mayor del Conde-Duque. Tenía, en realidad cincuenta y dos años.
Alberto, de cuarenta y tres, no
mantenía relaciones con su padre desde la muerte de la madre en el setenta y
cuatro. Actualmente poseía una tienda de antigüedades en Segovia y vivía con
Agustín, periodista. No eran ricos, pero según sus declaraciones de la Renta de
los últimos años, vivían bien. Sin embargo, la mala relación con su padre le
convertía en el mejor sospechoso si, como Ramírez decía, fue asesinado.
El Padre Francisco José, por su
parte, vivía con el Conde-Duque desde hacía años. Al ser ordenado sacerdote,
aquel obtuvo permiso de las autoridades eclesiásticas para que su hijo fuese
algo así como su guía espiritual y jamás se separara de él. Ahora había
obtenido una propiedad de gran valor, según constatábamos en el ordenador, pero
en realidad aquellas tierras serían de la Iglesia y él solo las administraría,
así que no parecía lógico que él fuese el asesino.
Charles no nos había mentido. Fue
contratado por una agencia de trabajo temporal, así que probablemente no había
establecido vínculos suficientes como para odiar al muerto, ni ganaba nada con
su muerte. Como mucho, quedarse en paro. La doncella y la cocinera estaban en
el mismo caso.
No teníamos mucho. Bueno, nada. Y
la teoría de Ramírez era algo floja. Al subir al segundo piso en busca del
servicio encontró la habitación del Conde-Duque. Aún no habían cambiado las
sábanas de la habitación donde murió, según se dijo, víctima de una afección
respiratoria que arrastraba años ha. La funda de la almohada estaba manchada de
saliva y flemas amarillentas y resecas, como si el anciano hubiera tosido
contra ella en su agonía. Cuando objeté que aquello no tenía nada de extraño,
Ramírez puntualizó.
_La almohada tenía las manchas en
la parte de abajo, muchacho. Como si se la hubiesen puesto en la cara para
asfixiarle y después la hubiesen colocado bajo su cabeza.
Lorenzo y yo nos miramos y luego
volvimos a mirar a Ramírez, esperando que continuase con su teoría, pero él se
limitó a llamar a Petra para que trajese más café.
_ ¿Y ya está camarada Ramírez? –
Lorenzo mordisqueaba un filtro de Pall-Mall- no me parece una gran teoría.
_ Y, además, no creo que la ropa de
cama siga sin lavarse mucho tiempo. –Apoyé-
_Lo sé, lo sé. Aunque eso no debe
preocuparnos – u gesto tranquilo, casi efectista, extrajo de su gabardina una
bolsa de plástico. Me tomé la libertad de cambiar la funda yo mismo.
Lorenzo sonrió. Otro policía no
habría podido hacer que esa funda obtenida ilícitamente tuviese utilidad alguna
en un juicio, pero nosotros como miembros del DOELE, no necesitábamos una orden.
Ramírez nos mostró la mancha reseca.
_ Como veis, la mancha está muy
delimitada y es del tamaño aproximado de una boca humana. Si el muerto hubiese
tosido y expectorado sobre la almohada y ésta estuviese en su posición natural…
_La saliva habría resbalado y la
mancha estaría más dispersa –interrumpí-
_Evidentemente
Lorenzo parecía relativamente
convencido.
_No lo termino de coger, camaradas…
Ramírez sonrió paciente, Salió del
despacho. Al volver traía un trapo y un frasco de Glassex multiusos, de esos
con vaporizador.
_Bien, Lorenzo. Regla número 1;
comprueba tus deducciones.
Iba a objetar que esa no era la
regla número 1 tal y como me las contó al conocerme, pero me calé. Ramírez
colocó el trapo sobre la mesa y el vaporizador a unos quince centímetros. Pulsó
el gatillo un par de veces. Después pegó la boca en una parte limpia del trapo
y repitió la operación. El rostro de Lorenzo se iluminó al comprender.
_Y el cuerpo estaba boca arriba-
murmuró- así que…
_Aún nos falta un detalle
inspector.
_¿Cual es, Pedro? Interrumpió
encendiendo un Partagas.
_Nos falta un asesino
Exhaló una densa nube de humo que
ocultó su rostro.
_Tomaré nota.
Aquella noche, mientras Lorenzo, Ramírez
y yo enfundados en sendos esmóquines, nos dirigíamos a la mansión, intenté
imaginar quién sería nuestro culpable. La respuesta más obvia era Cristina
Isabel, heredera del título y la mayoría de las posesiones terrenales del
difunto. Cabía también la posibilidad de que Alberto José enemistado con su
padre por su condición de homosexual, le matase por venganza o en un momento de
ira. Demasiado parecido a un relato de Agatha Christie para mi gusto.
_Dudo que nadie matase al anciano
Conde-Duque en un arranque de ira, Pedro –opinó Ramírez-, si tenemos en cuenta
su estado. No creo que pudiese llegar a discutir con nadie o provocarlo en modo
alguno.
_Cierto camarada Ramírez –
corroboró Lorenzo, más por llevarme la contraria que por otra cosa._No se
levantó de la cama en la última semana.
Llegamos pronto a la casona. Eso
dio tiempo a Ramiro R. Ramírez para interrogar discretamente al servicio.
_Hola Charles. Una noche espléndida
–comentó cuando entrábamos-. _ Por cierto, si alguien de la familia hubiera
matado al Conde-Duque, ¿por quien apostaría?
Lorenzo y yo nos quedamos clavados
en el umbral. Charles, por su parte se limitó a pestañear con solemne lentitud
dos veces.
_No sabría decirle, señor. Supongo
que podía excluir al Señor Alberto José, ya que no se encontraba en la casa
cuando el señor falleció.
Giró sobre sus talones y nos
condujo a la sala de billar, la primera puerta a la izquierda, mientras Ramírez
escribía en su libreta y mascullaba.
_Tiene coartada. Tomo nota…
El mayordomo nos dejó en la sala de
billar, cómodamente instalados, en sendas butacas. Apareció al instante una
joven doncella que nos ofreció un cóctel.
_Según tengo entendido, señorita
–disparó Ramírez sin más preámbulos- , la noche en que murió su jefe solo se
encontraban en la casa la señora Duquesa y su esposo, ¿no es así?
_Bueno, si. Es decir, no. –Ramírez
enarcó la ceja izquierda. _Verá, la señora Duquesa y su esposo viven aquí, así
como el Padre Francisco José. Lucía, la cocinera, tenía el día libre así que el
servicio lo formábamos Charles y yo. Fue horrible, ver al Señor tan pálido y
con…con esa saliva reseca en los labios… y…
_Entiendo. Muchas gracias,
señorita.
Con una graciosa inclinación, la
doncella se retiró.
Poco después, durante la cena (a la
que asistía la familia en pleno, incluyendo al acompañante de Alberto José)
condujo la conversación hacia el tema de las colecciones del finado. Francisco
José, el sacerdote, se mostró todo un experto en pinturas y esculturas
religiosas, alabando a su padre por los muchos donativos realizados a la
Iglesia.
_Me llamaron mucho la atención las
cuatro figuras que adornan este comedor –terció Ramírez-
_¿Los evangelistas? – el sacerdote
rió, divertido._Simples reproducciones, burdas copias sin valor. No merecen la
pena
_Entiendo.
_Sigo pensando –intervino el esposo
de la Duquesa- que la más original y meritoria colección de nuestro pariente es
la de los peines.
_No seas absurdo, querido.
_Si, amor mío.-insistió él-.Cientos
de peines procedentes de todo el planeta -nos explicó-. Una vida intensa y
viajera…
Era obvio que el pobre hombre
envidiaba aquel estilo de vida, tan alejado, supuse, del suyo propio. Sin
embargo, no nos interesaban demasiado las divagaciones de un inconformista.
Ramírez continuó en su línea de ataque.
_Yo considero más interesante
–comentó- la desaparecida colección de joyas.
_Como ya sabrá –respondió el
sacerdote- esa supuesta colección de joyas desapareció, si es que existió, al
acabar la guerra civil.
_Supuestamente –intervino Lorenzo-
las robó al bando republicano…
Francisco José se levantó de la
mesa indignado.
_¡Ellos las robaron antes a la
santa madre Iglesia! ¡No hizo más que recuperarlas, rescatarlas para sus
verdaderos dueños!
_Si es que por supuesto, existió
alguna vez esa colección – dijo Ramírez con voz ronca. Sus ojos brillaban bajo
la catarata de sus cejas.
_Si…si, por supuesto
Ramírez se levantó y encendió un
partagas, mientras caminaba alrededor de la gran mesa.
_ ¿Sabe usted, señora condesa, cual
es el problema del servicio temporal?-preguntó con voz calma.
_Pues…
_Yo se lo diré. La falta de
entusiasmo. Saben que su trabajo no es estable y por eso les induce la apatía,-llegó a la estatuilla de San
Mateo-. Aquí, por ejemplo. ¿ven los arañazos en el suelo?
La duquesa y su marido miraron,
extrañados, las marcas que Ramírez indicaba. Observé la palidez en el rostro de
Francisco José, que se levantó de la mesa. Hice un gesto a Lorenzo y él también
se puso en pie.
_Me pregunto padre –continuó
Ramírez- si el anciano Conde-Duque pretendió devolver las joyas. Supongo que no
al principio, ya que tuvo tiempo de hacerlo. Pero, cuando un hombre ve
acercándose la muerte, intenta aligerar el peso de sus pecados. ¿Y quien mejor
que su confesor para hacerlo?.
_No entiendo a que se refiere-dijo
él- ni qué pretende con esta escena. Y no tengo porqué soportarlo.
Se giró para marcharse, pero
Lorenzo interceptaba en su camino. Ambos se miraron con odio y yo llevé la mano
a la pistola.
_Lo entenderá muy pronto.
Ramírez, con evidente esfuerzo,
desplazó la estatuilla en la dirección indicada por las marcas del suelo. No
pasó nada.
_Muy bien inspector-la condesa
estaba indignada-, ¿ a donde quiere llegar?
Me dirigí a la estatuilla de San
Juan, en la misma pared de San Mateo. Desplacé la estatuilla de San Juan de
similar manera y una sección de muro de unos dos metros de ancho y dos de alto
se desplazó dejando al descubierto varios expositores y vitrinas, repletos de
cruces votivas, figurillas de santos, anillos y joyas de todas clases.
_Su padre, señora duquesa, sabía
que iba a morir pronto –le explicó Ramírez a la obnubilada mujer-. Quería
ponerse en paz con Dios y confesó a Francisco José la ubicación de las joyas,
pidiéndole que se encargase de devolverlas a la Iglesia. ¿No es así, padre?
_Solo hablaré delante de mi
abogado.
_De acuerdo, como prefiera.
Francisco José, sin embargo, se negó. Quería las joyas e intentaría convencer
al Conde-Duque de que se las legase. Este desconfiaba. Imagino que pretendería
hacer público el asunto, porque sino no habría motivos para matarle tan pronto.
Le asfixió con la almohada, ¿No es así, padre?
_No tiene ninguna prueba de todo lo
que ha dicho.
Ramírez extrajo de nuevo la funda
de la almohada, envuelta en la funda de plástico transparente y la dejó caer
sobre la mesa, derribando varias copas. Encendió un nuevo partagas.
_Los chicos del laboratorio han
encontrado sus huellas dactilares en esa almohada, padre.
_Eso es falso.-Sus manos temblaron
ostensiblemente. Retrocedió un paso. Lorenzo y yo le rodamos presionándole para
que perdiese el control.¡Eso es falso!
_Y en las uñas del muerto, hilos
negros de su sotana. ¿Su padre luchó contra usted, verdad?
_ ¡No!
_ ¿Le agarró los brazos intentando
apartarle?-tercié.
_ ¡No!
_ ¿Viste su rostro mientras moría?
¿Su sufrimiento?-dijo Lorenzo.
_ ¡No! ¡No! ¡Estaba dormido! ¡No
sufrió! ¡Estaba dormido y no llegó a tocarme!
Supongo que en ese momento se dio
cuenta del error. Lloraba, pero había más rabia que pena en sus ojos.
_ ¡Es usted un embustero,
inspector!-rugió- ¡No podía haber hilos de la sotana porque yo llevaba pijama!
Le esposamos y se derrumbó en la
silla. Lorenzo encendió un Pall- Mall. Me ofreció uno, y cosa rara, yo lo cogí.
_Supuse que así sería. Pero, no se
preocupe-dijo Ramírez-. El laboratorio no ha analizado la prenda. Solo
intentaba hacer que sus nervios lo traicionasen. –nos miró-. Llevadle al coche.
_ ¡Embustero!-gritaba mientras le
sacábamos-. _ ¡Irá al infierno, cerdo embustero!
_Eso no es tan probable como que
usted irá a la cárcel, padre. Y yo siempre trabajo con la probabilidad a mi
favor.
Sonreí. Ramírez jamás cambiaría
pese a la inmundicia que soportábamos a diario. Y es bueno saber que hay gente
así, con la que se puede contar.
FIN
20-8-98
Tenía unos cuantos casos más, aunque será difícil que les haya conservado... revisaré mis viejas cajas del desván, claro está. Ya dijo Cezanne que "una calavera es algo maravilloso para pintar" y yo añado, y para mirar hasta que te devuelve la mirada. Otro exorcismo más ;)
ResponderEliminarAbrazo, compi.
Vaya, nunca había leído este relato tuyo. Y terminado el día de mi cumple, cuando aún andaba por la treintena, jejeje. Me ha resultado terriblemente encantador, para qué mentir. Aunque se nota la bisoñez en comparación con la maestría que tienes ahora. Esta historia pone de manifiesto lo mucho que has aprendido, sobre todo al hilvanar las historias y darles profundidad, además de mantener el suspense y la tensión a lo largo de la historia. Y por supuesto, en la forma de perfilar a los personajes. Me ha encantado leerlo.
ResponderEliminarLa verdad es que entonces me creía bueno, jajaja. Cómo cambian las cosas, he necesitado todos estos años para darme cuenta de que soy un aprendiz. Pero me está gustando compartirlo, y la serendipia de la fecha, más. Un abrazo.
EliminarNi yo lo conocía.
ResponderEliminarAlgo es cierto: la puntuación es catastrófica.
Aún así, mira en el desván (o al menos deja explicado en tu testamento qué calavera mover para acceder a él)
Y tan catastrófica, jaja. Iba a corregir antes de colgarlo, pero...
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