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Extramuros
La noche cierra filas, no le
importan los hombres ni sus motivos. La noche no entiende de cazadores de
dragones, ni de caballeros al rescate. La noche sólo sabe que llega su hora, la
hora de espantar al sol y limpiar la sangre con que el crepúsculo tiñó el
cielo. En la Cañada Roja el crepúsculo parece capaz de permanecer anclado al
suelo, resistiendo en un millón de amapolas los intentos de la noche por
hacerse fuerte. Pero pronto la luna, ojo de cíclope cegado por el sol para
cubrir su huida, se enseñorea del cielo y tiñe a su gusto el color de las
amapolas. No es hora para los hombres, sino para los lobos.
Anselmo y Sebastián no se han
acercado a la aldea donde el niño yace víctima del lobo, ni han tratado de
hablar con los posibles testigos. Nadie entendería que hayan llegado tan
pronto, tan rápido. Ni pueden hacer nada por curar al zagal, ni lo pretenden. Esa
misión queda en manos de otros.
Ellos son los cazadores, los que
evitarán que haya nuevos ataques. Se alejan de la aldea y de la cañada a la que
llegaron a través de la puerta mágica, dejando atrás todo lo que puede llamarse
civilización para buscar el rastro de lo salvaje.
Los primeros rastros son equívocos,
falsas alarmas. Huellas de perros pastores, que los ojos expertos desestiman al
ver lo romo de la marca de las uñas, lo caótico de la ruta trazada, marcando el
comportamiento errático de un perro, diferenciándolo de la línea recta o casi
recta que el lobo suele trazar.
Los Deza no desesperan ni se
impacientan. Pese a la dificultad de hallar rastros bajo la tenue luz de la
luna, su misión está clara. Sebastián va al frente, la escopeta presta,
mientras Anselmo camina llevando de las riendas a los caballos. Son los
animales los primeros en ponerse nerviosos, y Sebastián busca con la vista, con
el olfato, con el ansia pura la causa de su nerviosismo. Pronto ve un cúmulo de
excrementos, un rastro que puede ser el bueno. Se agacha junto a la bosta, la
examina con la mirada y después con los dedos, encontrando trozos de huesos
pequeños, posiblemente de liebre. Se limpia la mano con unas hojas cercanas
mientras hace una señal a su padre. Están cerca.
En la cueva, el lobo resopla, araña
el suelo, nervioso. Expectante.
Los Deza hacen un alto junto a la
primera serie de huellas claras. Están cerca de un arroyo que baja de las
colinas con entusiasmo suicida, despeñándose entre las rocas en busca tal vez
de un río que le recoja, perdiéndose en mil ramales diminutos que embarran el
suelo. Sus aguas son negras, tal vez por lo oscuro de la noche o quizá por la
decepción de no hallar otro caudal. La zona, húmeda y gris bajo la mirada
ciclópea de la luna, recoge huellas de varios tipos de animales. Corzos,
liebres y zorros encuentran en ella un buen abrevadero, pero sus rastros son
antiguos de días. Las marcas del lobo, en cambio, son claras.
Sebastián ve con claridad los
rastros que las afiladas uñas han dejado. Observa el ángulo de los dedos, la forma
de la almohadilla posterior, y sabe sin lugar a dudas que es un lobo macho el
que ha pasado por allí. No hace mucho, el barro aún está blando. El sol no ha
tenido tiempo de secarlo.
-Al atardecer, el lobo bebió aquí –dice
a su padre.
Anselmo enreda las riendas en un
arbusto cercano y se agacha junto a su hijo. Asiente con la cabeza, serio,
mientras descuelga el arma de su hombro. Sebastián no puede evitar una sonrisa.
La moderna Browning, gemela de la que él sujeta, parece incomodar a su padre,
como si no casase con él. Seguro, piensa Sebastián, que estaría más cómodo con
su vieja Circa de pistón. Pero bien está guardada en el armero de la casa.
Las huellas parecen dirigirse a la
pedregosa colina, anticipo de las leves estribaciones que en esa región de
mesetas eternas pasan por montañas. Un buen lugar para el lobo, con algunas
cuevas que pueden ofrecerle refugio.
-No hay ninguna huella de hombre –dice
Sebastián.
-¿Esperabas encontrarlas? –pregunta
Anselmo.
-No lo sé. Ya sé que nuestros
vecinos gustan de exagerar, pero… también sé que existen esas cosas.
El padre asiente en silencio. Mira a
su alrededor y comprueba otra vez que la escopeta esté lista.
-Que no deje huellas no quiere
decir que no esté –sentencia.
El lobo desea aullar. Está ansioso,
huele a hombres y caballos. Pero no hace ruido alguno, su voluntad sujeta por
una voluntad más fuerte.
Los Deza dejan a los caballos
sueltos. Si todo va bien, les encontrarán a la vuelta, tranquilos en ese lugar
rico en pasto y agua. Si va mal, si el lobo llega, es más justo darles una
oportunidad de huir.
Despacio, buscando el camino más
fácil para el lobo, aunque sea difícil para el hombre, avanzan entre las rocas buscando
rastros de pelo, enganchados en los lugares donde el lobo se haya rascado o en
los pasos estrechos. Algunas cerdas rojizas les guían, garantizando que van por
el buen camino. Tardan horas en recorrer la ladera, tierra dura y roca, viento
frío y silencio, nubes que hacen pestañear de sueño el ojo de la luna, hasta
que la oscuridad absorbente de la boca de la cueva destaca contra el gris de la
roca dormida.
El lobo contiene la respiración. Parece
sonreír.
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CAPÍTULO 25
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CAPÍTULO 25
Hay mucha poesía en los campos de mi Castilla, querida Maga, aunque es una poesía dura y cruda, a menudo...
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