viernes, 20 de marzo de 2015

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES 24

24
Extramuros

La noche cierra filas, no le importan los hombres ni sus motivos. La noche no entiende de cazadores de dragones, ni de caballeros al rescate. La noche sólo sabe que llega su hora, la hora de espantar al sol y limpiar la sangre con que el crepúsculo tiñó el cielo. En la Cañada Roja el crepúsculo parece capaz de permanecer anclado al suelo, resistiendo en un millón de amapolas los intentos de la noche por hacerse fuerte. Pero pronto la luna, ojo de cíclope cegado por el sol para cubrir su huida, se enseñorea del cielo y tiñe a su gusto el color de las amapolas. No es hora para los hombres, sino para los lobos.

Anselmo y Sebastián no se han acercado a la aldea donde el niño yace víctima del lobo, ni han tratado de hablar con los posibles testigos. Nadie entendería que hayan llegado tan pronto, tan rápido. Ni pueden hacer nada por curar al zagal, ni lo pretenden. Esa misión queda en manos de otros.
Ellos son los cazadores, los que evitarán que haya nuevos ataques. Se alejan de la aldea y de la cañada a la que llegaron a través de la puerta mágica, dejando atrás todo lo que puede llamarse civilización para buscar el rastro de lo salvaje.
Los primeros rastros son equívocos, falsas alarmas. Huellas de perros pastores, que los ojos expertos desestiman al ver lo romo de la marca de las uñas, lo caótico de la ruta trazada, marcando el comportamiento errático de un perro, diferenciándolo de la línea recta o casi recta que el lobo suele trazar.
Los Deza no desesperan ni se impacientan. Pese a la dificultad de hallar rastros bajo la tenue luz de la luna, su misión está clara. Sebastián va al frente, la escopeta presta, mientras Anselmo camina llevando de las riendas a los caballos. Son los animales los primeros en ponerse nerviosos, y Sebastián busca con la vista, con el olfato, con el ansia pura la causa de su nerviosismo. Pronto ve un cúmulo de excrementos, un rastro que puede ser el bueno. Se agacha junto a la bosta, la examina con la mirada y después con los dedos, encontrando trozos de huesos pequeños, posiblemente de liebre. Se limpia la mano con unas hojas cercanas mientras hace una señal a su padre. Están cerca.

En la cueva, el lobo resopla, araña el suelo, nervioso. Expectante.

Los Deza hacen un alto junto a la primera serie de huellas claras. Están cerca de un arroyo que baja de las colinas con entusiasmo suicida, despeñándose entre las rocas en busca tal vez de un río que le recoja, perdiéndose en mil ramales diminutos que embarran el suelo. Sus aguas son negras, tal vez por lo oscuro de la noche o quizá por la decepción de no hallar otro caudal. La zona, húmeda y gris bajo la mirada ciclópea de la luna, recoge huellas de varios tipos de animales. Corzos, liebres y zorros encuentran en ella un buen abrevadero, pero sus rastros son antiguos de días. Las marcas del lobo, en cambio, son claras.
Sebastián ve con claridad los rastros que las afiladas uñas han dejado. Observa el ángulo de los dedos, la forma de la almohadilla posterior, y sabe sin lugar a dudas que es un lobo macho el que ha pasado por allí. No hace mucho, el barro aún está blando. El sol no ha tenido tiempo de secarlo.
-Al atardecer, el lobo bebió aquí –dice a su padre.
Anselmo enreda las riendas en un arbusto cercano y se agacha junto a su hijo. Asiente con la cabeza, serio, mientras descuelga el arma de su hombro. Sebastián no puede evitar una sonrisa. La moderna Browning, gemela de la que él sujeta, parece incomodar a su padre, como si no casase con él. Seguro, piensa Sebastián, que estaría más cómodo con su vieja Circa de pistón. Pero bien está guardada en el armero de la casa.
Las huellas parecen dirigirse a la pedregosa colina, anticipo de las leves estribaciones que en esa región de mesetas eternas pasan por montañas. Un buen lugar para el lobo, con algunas cuevas que pueden ofrecerle refugio.
-No hay ninguna huella de hombre –dice Sebastián.
-¿Esperabas encontrarlas? –pregunta Anselmo.
-No lo sé. Ya sé que nuestros vecinos gustan de exagerar, pero… también sé que existen esas cosas.
El padre asiente en silencio. Mira a su alrededor y comprueba otra vez que la escopeta esté lista.
-Que no deje huellas no quiere decir que no esté –sentencia.

El lobo desea aullar. Está ansioso, huele a hombres y caballos. Pero no hace ruido alguno, su voluntad sujeta por una voluntad más fuerte.

Los Deza dejan a los caballos sueltos. Si todo va bien, les encontrarán a la vuelta, tranquilos en ese lugar rico en pasto y agua. Si va mal, si el lobo llega, es más justo darles una oportunidad de huir.
Despacio, buscando el camino más fácil para el lobo, aunque sea difícil para el hombre, avanzan entre las rocas buscando rastros de pelo, enganchados en los lugares donde el lobo se haya rascado o en los pasos estrechos. Algunas cerdas rojizas les guían, garantizando que van por el buen camino. Tardan horas en recorrer la ladera, tierra dura y roca, viento frío y silencio, nubes que hacen pestañear de sueño el ojo de la luna, hasta que la oscuridad absorbente de la boca de la cueva destaca contra el gris de la roca dormida.

El lobo contiene la respiración. Parece sonreír.

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CAPÍTULO 25


1 comentario:

  1. Hay mucha poesía en los campos de mi Castilla, querida Maga, aunque es una poesía dura y cruda, a menudo...

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