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viernes, 7 de noviembre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. OCHO.





8
Intramuros


El amanecer en la Ciudad es demasiado hermoso como para pensar en ruinas y sangre. La luz tiene algo de líquido, algo de dorado neblinoso mientras se desliza sobre la piedra antigua, en un reencuentro diario entre materia y energía que no por cotidiano pierde lo que tiene de milagroso. Cúpulas titánicas reciben la caricia de la luz y las torres inmensas cumplen su deseo de tocarse con el cielo un día más; vidrieras y rosetones multiplican los colores del mundo, como si los creasen cada mañana, como si un nuevo día fuese otra oportunidad de diseñar paraísos eternos.

En bastiones, cuarteles y palacios, la luz encuentra su camino a través de claraboyas prístinas, se refleja en ingeniosos espejos y se reparte por salones nobles, por salas de hospitales y edificios públicos, por las cocinas donde los criados empiezan su jornada, por los dormitorios llenos de soldados cansados, como si cada rincón fuese propiedad de la luz y la noche sólo estuviese allí de pasada.
Pero la oscuridad siempre tiene su lugar bajo cada sol, dentro de cada hombre, y la esperanza del amanecer no es más firme que el engaño de una madre que, abrazando a su hijo asustado, quisiera convencerle de que no hay monstruos ahí fuera, de que todo irá bien, mientras escucha los pasos de diablos que se acercan.
Sigue habiendo callejones oscuros, sigue habiendo zonas de sombra donde la penumbra es más un estado del alma que una ausencia de luz. Sigue habiendo lugares donde la esperanza tiene miedo de entrar.
Bajo la luz o bajo la sombra, la gente continua muriendo.
En lo alto de la ruinosa empalizada, sigue habiendo hombres libres que no temen a la luz ni a la oscuridad.

El grupo de soldados mastica cebollas crudas y tiras de carne seca, pasándose la bota de vino en silencio. Incluso las criaturas que no dependen del alimento para vivir echan un trago, participando en el gesto comunitario que une con sencillez a los hombres. El antiguo parque está vacío, a excepción de los cadáveres quietos y los necrófagos que, tras su festín nocturno, se deslizan ahora en busca de sombras protectoras, algunos tratando de arrastrar algún trozo de cuerpo, llevando entre los dientes vísceras aún frescas o largas tiras de músculo con las que atenuar su apetito eterno. Los muertos no quedan tan solos como parece.
El ejército invasor se ha detenido, dejando un espacio de tierra de nadie entre sus posiciones y la empalizada. En ordenada fila, los atacantes empiezan a cavar trincheras con la primera luz del alba. En el cielo, el dirigible de observación se retira, perezoso y lento como una ballena casi varada, y los hombres de Espejo le despiden con abucheos, risas y maldiciones.
Pero hasta ellos están inquietos.
El humo sigue cercando la empalizada. Un humo rojizo, espeso y casi inmóvil que parece adherido a la piedra, cubriendo el suelo hasta casi dos metros de altura y proyectándose otros tantos a lo ancho. Humo coagulado, recorrido por vetas ocres y marrones que parecen seres vivos, restos tal vez de magia latente. Humo paciente, acechante, que reacciona cuando Menendo tira un trozo de cebolla desde la empalizada, abriéndose para recibirlo como una boca impaciente, cerrándose después. Los hombres miran en silencio, temiendo lo que podría ocurrirles si ese humo llega a tocarles.
-No vuelvas a hacer eso –dice uno de los sargentos a Menendo.
El joven se limita a asentir, tragando saliva.

Eiszeit y el Maestro de los Espejos llegan al grupo en ese momento. Recorren la empalizada, evaluando los daños y animando a los hombres. Se detienen junto a Menendo, que les entrega la bota de vino.
-Os dije que desayunaríamos aquí como hombres libres –dice el Maestro, satisfecho– y diría que hasta ellos empiezan a respetar eso.
-Parece que están instalando un campamento –dice el sargento.
-Bien. Que se atrincheren. Eso nos dará tiempo para reforzar la empalizada y mejorar nuestras defensas.
Eiszeit lleva a la espalda un largo rifle de francotirador. Se aparta un poco del resto de hombres y apunta hacia el enemigo. Su quietud es tal que el tiempo parece detenerse para no molestarle.
-A esta distancia no alcanzará a nadie –susurra Menendo.
-¿Apuestas algo? –pregunta Espejo.
-Una jarra de vino.
El Maestro asiente, ofreciendo su mano al joven para sellar la apuesta. Menendo la estrecha, sintiéndose abrumado por la cercana camaradería de su líder. Antes de que diga nada, el seco sonido del disparo llena el mundo.
Al otro lado del parque, un gigante suelta su azadón y se palmea la frente, como sintiendo el picotazo de un insecto. Después cae hacia atrás, ya inerte.
Los hombres jalean y aplauden. Espejo sonríe y sigue su camino, acompañado del desgarbado Eiszeit.
-Buena distracción –dice el Maestro-. Al menos así no pensarán tanto en el humo.
-¿Qué es lo que ocurre con él? Debería haberse disipado hace horas.
-No estoy seguro, la verdad. Es como si la energía del hechizo hubiese quedado aglutinada en esa niebla... como si la magia de Sangre la dotase de fuerza. No lo sé.
-¿Crees que nos dañará si entramos en contacto con él?
El Maestro de los Espejos se encoge de hombros. Es complicado responder. La magia tiene demasiadas formas, demasiadas opciones, y el helado temor que sus hombres muestran hacia la niebla se contagia con facilidad.
-Deberíamos mandar exploradores.
-No puedo hacer eso, Eiszeit. No puedo enviar a mis hombres como animales de laboratorio, sin asegurarme de que ese humo es inofensivo.
El rubio mercenario sonríe, y su sonrisa es tan fría que parece dibujada en el rostro.
-No estaba pensando en tus hombres, Maestro.

De entre los escasos prisioneros de guerra, el Maestro elige finalmente a diez aletargados para el experimento.
En el  mundo durmiente se diría que sufren neurosis de guerra, estrés postraumático o fatiga de combate, catatonia o estupor mental, dependiendo de la época y la escuela psicológica. La verdad es que viven dos vidas.
En una de ellas son soldados de la Ciudad, seres destinados a obedecer ciegamente la voluntad de sus amos. No piensan, no desean, no sueñan. En el mundo durmiente son hombres tristes, excombatientes de mil guerras y mil épocas, pero también locos aislados, hombres grises y excéntricos que viven vidas planas, solitarias, sin más contacto humano que el imprescindible en sus trabajos. Alimentan los ejércitos de soldados y obreros en todas las realidades, son la masa conformista y silenciosa de todo tiempo y lugar. Matarles es más parecido a arrancar una lechuga de la tierra que a asesinar un hombre.
Por eso Espejo ha decidido que ellos diez sean liberados.
Un largo armazón de madera, apenas una unión de tablas planas, es colocada en la empalizada formando una rampa hasta el suelo del exterior. Su extremo toca la tierra en un ángulo tal que cualquiera que camine sobre ella tendrá que atravesar parcialmente la niebla rojiza.
Una bandera blanca se agita en lo alto de la empalizada y varios heraldos anuncian la liberación de los prisioneros. El ejército invasor detiene su trabajo, observando. Eso es lo que quiere Espejo. A fin de cuentas, si la niebla daña de alguna manera a los aletargados, es importante que sus compañeros de fuera lo vean.
Como un rebaño obediente, los diez elegidos suben a la empalizada y caminan hasta la rampa. La niebla parece apartarse de la tabla, palpar sus bordes con dedos vaporosos y esperar. Acechar.
Los prisioneros empiezan a descender mientras invasores y defensores contienen el aliento. El primero de ellos se sumerge en la niebla hasta los tobillos. Un paso más, y el humo rojizo se extiende sobre la rampa con una cualidad casi líquida, llegando a las rodillas del hombre. El segundo prisionero, muy pegado al primero, mira cómo la niebla trepa por sus botas. Siguen avanzando. Los tres que van delante están ya inmersos hasta la cintura, y nada parece ocurrir.
De pronto el primero se detiene. Tose, una tos seca que se repite entre quienes le siguen, y vaharadas de niebla salen de su boca al ritmo de la tos. Gradualmente su paso se vuelve titubeante, lento y torpe.
Superada la niebla, el prisionero camina ya en suelo libre. Hay algo blando en sus pasos, algo espeso. Los brazos no se agitan al ritmo que marcan los pies, sino que parecen ondear. De pronto las rodillas le fallan, y los observadores ven cómo su rostro parece relajarse y luego vibrar, las mejillas caen en un colgajo lento y los párpados se cierran como si ningún músculo les sujetase. La carne empieza a escurrir, dando  la impresión de una figura de cera dejada al sol del mediodía. El cuerpo pierde forma, parece que ya no haya huesos que sujeten los músculos y den estructura a la anatomía, pero el prisionero sigue avanzando, o intentándolo.
Tres presos más superan la niebla, mientras en un gesto instintivo, el resto se detiene en la rampa. Los defensores sujetan a los cuatro que aún no han comenzado el descenso mientras contemplan lo que ocurre. Los que han llegado al suelo y los que aún permanecen sobre las tablas son víctimas del mismo mal. Sus cuerpos se ablandan, pierden forma y consistencia, convertidos en trozos de carne sin sujeción, derretidos los huesos por una magia viva y desconocida. Uno de ellos mira hacia atrás, a sus liberadores, con una expresión inquisitiva, desdibujada cuando sus dientes caen de la boca en un escupitajo lento y espeso, y los ojos resbalan sobre las mejillas, aún sujetos por el nervio óptico. Trata de mover los labios pero los músculos que controlan esa función no tienen ya estructura ósea que les sujete y el movimiento es sólo un burbujeo rojo. Como montones de ropa abandonados por un ama de casa indolente, los siete soldados caen uno tras otro, y la niebla se extiende en tentáculos finos, cordones sólidos que envuelven la carne, que penetran por los poros con ansia de carroñeros.
Sólo el primero de ellos está lejos del humo y su cuerpo ondea, como una serpiente que tratase de avanzar, en una vibración de músculos a los que aún les queda voluntad para seguir adelante, a los que obliga tal vez la ciega obediencia. Apenas ha ganado un par de metros cuando, convertidos sus pulmones en bolsas vacías y fofas, la falta de aire acaba con su agonía. Un sonido que parece un suspiro triste, y el amasijo de carne desinflada se detiene definitivamente.
Nadie habla sobre la empalizada, ni al otro lado. Todos los ojos están fijos en la niebla, que brilla y parece, por ahora, satisfecha.
Un sordo rugido de furia parte del ejército sitiador, y muchos llevan sus manos a las armas, abandonando las herramientas. El dirigible detiene su cansino avance.
Una compuerta se abre en la cabina y todos los murmullos callan, todas las miradas se dirigen hacia arriba. Los invasores caen sobre sus rodillas.

Binah se hace presente. 



SIGUIENTE CAPÍTULO

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2 comentarios:

  1. Cómo es posible que la gloria de un amanecer haya transmutado en el horror de cuerpos "desarmados". Es la guerra, està claro, y por mucha belleza que pinte la luz ; la Ciudad está tomada por la oscuridad
    Esto es tremendo porque soy muy amiga de amaneceres, ¿cómo sortearán esta niebla que se ha onvertido en arma de doble filo?
    Tus descripciones son , una vez más, impresionantes.
    De las variables posibles, con respecto a la evolución diagnóstica en Psicología me quedo con Catatonia.
    Enhorabuena, logras mantener esa tensión que hace que venga puntualmente a esta cita.
    Un abrazo

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  2. El viaje a intramuros ha sido tremendamente sensitivo hoy. La luz me ha invadido, mi pupila ha captado nuevos colores y cuando todo mi interior se inundaba de luz, la certeza de la existencia de lugares tan oscuros que ni la mismísima esperanza osaría penetrar cae sobre mí como una losa.
    La descripción de necrófagos y soldados, compartiendo el vino incluso aquellos que no necesitan beber… el contraste de la camaradería con la impresión de hienas hambrientas me impresiona.
    Los prisioneros… waaao! me recuerda a esos pobres veteranos mutilados y sucios a los que nadie se acerca… si veo a alguno, no podré evitar preguntarle por la Ciudad!
    Me muero de ganas de conocer a Binah!
    ¡¡FABULOSO!!! Me encanta ;-)

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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