Gerardo
Carrión, de cuarenta y dos años, era natural del pueblo, donde había vivido
durante toda su infancia, hasta que lo abandonó para cursar sus estudios de
bachillerato en la capital, viviendo en casa de unos tíos que regentaban un
herbolario, en el que trabajaba en sus ratos libres.
Tras el
instituto, inició en la misma capital estudios universitarios de psicología,
que abandonó al poco para ayudar a sus padres, agricultores en el pueblo, hasta
que ambos fallecieron por enfermedad. Con el tiempo, convirtió la pequeña
propiedad familiar en un huerto de hierbas que abastecía en parte el herbolario
de sus tíos, viviendo a medio camino entre la capital y el pueblo, sin causar
más problemas que algunas sospechas sobre el cultivo de marihuana en sus
terrenos, que se creía que vendía luego en la capital, y las visitas más o
menos habituales de mujeres desconocidas y pocas veces repetidas, cosa que no
le convertía en sospechoso de nada, pero sí en una rara avis para las comadres
locales.
Aquella
vida más o menos discreta se había visto alterada en la tarde anterior, cuando
los vecinos cercanos a su finca vieron llegar un coche de gama alta, conducido
por un hombre al que ninguno conocía.
El
coche atravesó el pueblo para llegar a la finca de Carrión, cruzando el murete
que rodeaba la propiedad, y un hombre maduro, frisando los sesenta años,
descendió para ser recibido con aparente cordialidad por el sospechoso. Nunca
salió de la casa.
Los
gritos, junto con aullidos que los vecinos achacaron a lobos o perros,
alertaron a quienes vivían cerca. Algunos se acercaron a la casa, mientras
otros, más precavidos, llamaron a la policía local, cuyos cuatro únicos agentes
acudieron de inmediato a la finca.
Horrorizados,
vecinos y policías escucharon los ruidos que surgían del inmueble. Los agentes
atravesaron la puerta del murete, llevando sus manos temblorosas a las armas
que sólo habían utilizado en sus lugares de entrenamiento. Los rugidos,
semejantes a entrecortados ladridos, hacían vibrar los tímpanos que quienes
escuchaban, como si el sonido se produjese más en el interior de sus cabezas
que en la casa, como si aquellos ruidos proviniesen de más allá de su
conciencia, y no del mundo real.
Mientras
los agentes, apoyándose cada uno en el escaso valor del resto, avanzaban hasta
la puerta tan deprisa como se atrevían, el estruendo horrísono creció,
mezclando gañidos, aullidos, gritos que recordaban apenas la voz humana y
ruidos propios de una lucha que parecía destrozar el mobiliario de la casa,
cesando de pronto cuando la mano lívida del jefe local aferraba ya el picaporte
de la puerta principal.
Intercambiando
una última mirada, los cuatro policías entraron a la carrera, las armas
apuntando al frente, y cruzaron el oscuro pasillo, hasta llegar al salón de la
casa.
No
había luces encendidas y el sol se ocultaba ya, por lo que la penumbra
desdibujaba las formas en toda la habitación. Recortada contra la ventana, la
figura de un hombre en pie era lo único identificable en el caos de muebles
rotos, estanterías volcadas y cortinas rasgadas. El jefe de policía sacó su
linterna, enfocando al hombre que permanecía en pie, y poco faltó para que los
nerviosos agentes disparase contra la figura cuando levantó los brazos.
Su
rostro, manos y ropa estaban empapados en un líquidos azulado, una especie de
gelatina espesa y porosa que brillaba reflejando la luz de las linternas que
ahora todos los policías habían encendido, y que se mezclaba con la sangre, fresca,
vibrante, casi viva aún, que parecía querer sumergir cada centímetro de su
cuerpo.
En el
suelo, casi oculto por un maremagno de objetos caóticamente repartidos, yacía
el cuerpo sin vida del profesor Francisco Largo, desgarrado y mutilado como si
un animal salvaje hubiese tratado de devorarle. Su sangre empapaba la alfombra
en un charco informe, y salpicaba la cercana pared en líneas finas, largas y
rotas, como si se hubiese proyectado cuando aún tenía la fuerza del corazón que
late hasta el muro.
Dos
manchas paralelas, que después el forense afirmaría habían sido trazadas por
los dedos del profesor, dibujaban una incompleta y confusa serie de signos en
la pared.
Nadie
más había en la finca. Ningún perro, ningún animal, ningún ser vivo que
pareciese capaz de proferir los terribles gritos y gañidos que todos habían
escuchado.
PASAMOS AL TERCER CAPÍTULO EN http://lojuropormitatuaje.blogspot.com.es/2014/01/ladeclaracion-del-reo-la-parabola-de.html
Lleva buen ritmo, lo que me congratula porque habitualmente mucha gente se pierde en la escritura de cosas que no aportan nada a la historia. No es el caso, vas al grano y eso se agradece. Continuaré leyendo... :)
ResponderEliminarGracias, Pepe. Perdona por no ver este comentario en su día. Un abrazo :)
EliminarLo de los castellanos es ironía? No lo pregunto porque sí sino porque no sé si lo son. Yo soy castellano y la verdad es que me importa un pito la vida de nadie, pero si a las comadres les molestaba que el Fulano no repitiera chica, me imagino que esto les gustaría más aún.
ResponderEliminarMe parece bien llevado todo. Gracias de nuevo. Y me sigue matando la vista el color tan oscuro, pero como me incorporo recién pues lo que aguante. Es difícil para pasarse como yo todo el día leyendo y corrigiendo.
Un saludo.
PD ¿Sabes lo que leo perfectamente? Tus respuestas a los comentarios.
También yo soy castellano, trato de ironizar un poco sobre la visión que otros dan de nosotros. Comadres como las citadas... supongo que en todas partes habrá alguna.
EliminarY tienes razón, les encanta la carnaza, eso seguro :)
En todas partes cuecen habas y ya sabes que siempre habla el que más tiene que callar. :)
ResponderEliminarBien... Vamos al tercero.
ResponderEliminarUn saludo.
Bueno, si has tenido ganas de leer la historia completa sin aburrirte, me considero halagado. Un saludo :)
EliminarAquí sigo enganchada. Has creado una atmósfera muy potente.
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