Las bestias, ansiosas de carne, son monstruos que teméis y odiáis. No porque os resulten amenazantes, ajenas, lejanas e incompresibles, sino tal vez porque de cerca, mirándoles a los ojos, podéis entender su ansia, vuestra propia ansia de carne, de calor de sangre compartida, podéis compartir el hambre de ser devorados, y entender tal vez que la única diferencia es que la bestia, honesta hacia su propia naturaleza, asume su forma y vive, plena, fuerte y egoísta, sin mentirse ni mentir a otros.
CAPÍTULO III
Encendí mi móvil al salir de casa de María, y en unos
segundos me llegó un mensaje de mi contacto en la policía. Me informaba del
hallazgo de un nuevo cadáver, otra prostituta que trabajaba en la misma zona
que las primeras, y que había muerto en parecidas circunstancias la noche
anterior, aunque la habían encontrado durante la tarde del día de hoy. La
escena, esta vez, no era una habitación de hotel, sino un callejón de la zona
de Cantarranas.
Me colgué al cuello la cadena de plata y me dirigí al
escenario del crimen, aunque sabía que la poli no iba a dejarme meter el hocico
por allí.
Atardecía ya, uno de esos atardeceres de septiembre que
parecen crema espesa en un cielo sucio, y la llegada de la noche no era un buen
augurio. El lobo había atacado la noche anterior, y supuse que estaría
enfebrecido de sangre y ansia.
Rondé un rato la escena del crimen, pero había demasiados
policías para que mereciese la pena el riesgo de entrar. Habrían descubierto
que mi placa era falsa en un abrir y cerrar de ojos. Así que decidí prepararme
para la noche, suponiendo que la zona de caza de la bestia estaba centrada en
Cantarranas.
Entré en el “Ángel o Diablo”, un bar de copas de la calle
Macías Picavea, que a esas horas aún estaba tranquilo.
Una chica limpiaba con servilletas de papel un charco de
líquido que escurría por el frontal de la barra, ofreciendo una interesante
panorámica de su trasero prieto. Por lo demás, el local estaba vacío.
-¿Me pones un Jack Daniels cuando puedas, cariño? –dije
mientras me dirigía al fondo de la barra, desde donde podía vigilar la puerta
sin problemas. Vicios del trabajo.
-Prueba con el camarero. Cariño –dijo ella con frialdad-. Yo
no trabajo aquí.
En ese momento salió del almacén un joven fornido, con una
de esas camisetas de manga tan corta que parecen decir, “mira, tengo un bíceps
aquí mismo”, llevando un cubo y una fregona.
-Vale. La copa era tuya y no eres la camarera, sino una
cliente.
-Chico listo –dijo ella dejando el deforme puñado de
servilletas sobre la barra-. ¿Eres detective o qué?
Me fijé mejor en ella. Era alta, de larga melena castaña, y
tenía un cuerpo muy aceptable, envuelto por unos vaqueros ajustados y uno de
esos jerseys amplios de cuello abierto que dejan siempre un hombro al
descubierto. Me encanta mirar los hombros insinuados de las mujeres, son como
promesas de un mañana mejor.
-En realidad, sí –abrí ligeramente mi chaqueta, mostrando la
funda sobaquera de mi revolver-, uno de esos a lo Mike Hammer.
Como esperaba, sus ojos brillaron al ver el arma. Algunas
mujeres prefieren el olor a adrenalina sobre cualquier otro.
Se sentó en una banqueta cercana, dejando un par de ellas
libres entre nosotros. Sin prisas, sin confianzas, pero sin demasiada
distancia.
El camarero acabó de limpiar y me preguntó qué quería. Pedí
un Jack Daniels y una copa para ella, sin preguntarle si aceptaba mi
invitación. Aceptó, claro.
Hablamos durante un par de copas, sin agobios, mientras el
local iba llenándose de gente. Hice unas cuantas preguntas sobre los ataques,
sobre si los residentes de la zona habían escuchado algo, ese tipo de cosas que
hacemos los detectives. Ella me preguntó por mi trabajo, mis experiencias, mis
cicatrices. Era una de esas mujeres a las que le gustan las cicatrices. De esas
mujeres que contemplan tus heridas mordiéndose los labios, pensando en cómo
inflingirte algunas nuevas que te hagan olvidar las antiguas. Y yo soy un
coleccionista de cicatrices.
Dos horas después estábamos en su casa, un viejo edificio de
tres plantas en la calle Gallegos. A un lado, una casa de dos plantas hecha
polvo y un solar vallado que hacía esquina con Bajada de la Libertad daban fe
de lo humilde de la zona, mientras que por el otro, la calle se prolongaba en
edificios con aspecto de igual desamparo.
Subimos por las escaleras comiéndonos a besos, con un ansia
casi animal que hizo que no sintiera el olor a moho y madera vieja del portal,
ni nada más allá del de su piel.
Abrió la puerta de la casa mientras yo, a su espalda, me
frotaba contra aquél culo perfecto y mordisqueaba su nuca y su cuello, y
entramos casi peleándonos por quitar al otro la ropa.
Desabroché la funda del arma en el pasillo, y ella la
arrancó junto a mi camisa, tirándolo todo al suelo, mientras avanzábamos a
empujones hacia su dormitorio. El jersey quedó en el umbral abierto, y la luna
que se asomaba por la ventana me mostró sus pechos, no demasiado grandes,
duros, coronados por unos pezones oscuros y amplios que besé con ganas. Caímos
sobre la cama, y di gracias a que fuera de matrimonio mientras rodábamos por
ella, jadeando al arrancarnos los pantalones, riendo por lo difícil que
resultaba quitarnos el calzado.
Mis pantalones se enredaron en la caña de mi bota, y ella se
arrastró hacia abajo, frotando su piel contra la mía, para ayudarme a quitarme
la bota, y a la vez empezó a lamer mi sexo, a abrazarlo con su boca húmeda, a
besar y morder mis muslos con tal avaricia, con tan bestial deseo, que pensé
que no aguantaría ni el tiempo suficiente para desnudarla por completo.
Un minuto después toda mi ropa estaba en el suelo, y toda la
suya repartida por la habitación.
Correspondí entre sus piernas, conteniéndome, tratando de
apagar en su receptiva humedad el fuego de mi lengua, sintiendo cómo mi barba
de tres días irritaba y calentaba aún más la blanca piel entre sus muslos.
Noté cómo llegaba, cómo se arqueaba hacia arriba buscando
aún más el estímulo de mis labios, y saqué mi lengua de su interior sólo el
tiempo suficiente para que me echase de menos, para que me buscase cerrando las
caderas, sacudiendo su cintura hasta encontrar de nuevo mi boca, y mordí con
delicadeza los labios de su vagina, notando por fin cómo se derramaba mientras
sus gemidos borraban todo sonido del mundo.
Subí, mi boca empapada besando cada centímetro de piel
descubierta, piel azulada por la luna, poro abierto y encrespado como un mar
que recibe la tormenta y la multiplica, le da sentido al trueno y a la furia, y
desata al fin la tempestad inmensa.
No hizo falta que buscase la entrada, sus manos ya me
guiaban, me acariciaban, me forzaban casi a entrar. Lo hice despacio,
oponiéndome a la fuerza de sus piernas cerradas alrededor de mi cintura, y fue
en ese momento cuando se abrió la puerta de la habitación.
Me quedé paralizado, a medio camino del paraíso, mirando sin
entender a la mujer alta, ancha de hombros y de larga melena negra que nos
contemplaba desde el umbral. Llevaba una blusa negra, vaqueros negros y botas
altas, y sus grandes pechos parecían a punto de rebosar por la abertura de los
botones.
Entonces, mi amante apretó aún más con sus piernas, elevando
sus caderas, y me introdujo en ella con tal fuerza que no pude evitar un jadeo
ronco.
La mujer del umbral nos miró, su expresión indescifrable en
la penumbra de la luna, y desabrochó los botones de su blusa con rapidez, casi
con rabia.
La lujuria se apoderó aún más de mi al imaginar que aquella
mujer, fuese quien fuese, iba a unirse a nosotros, como pasa en las películas
eróticas o en las revistas como Penthouse, y me dejé encerrar por aquellas
piernas y aquellos ojos.
Sin pensar, en ningún momento, que yo no era un personaje de
película erótica.
"los hombros son como promesas de un mañana mejor" Si es que Silencio nos tiene a varias suspirando...No sólo has salido airoso del desafío "erótico", sino que también has conseguido el difícil equilibrio entre piel y literatura.Y la introducción, bueno, esa ya merece una felicitación aparte. Enhorabuena, José! Abrazo lunático y confianzudo
ResponderEliminarQué bien marcha esta historia, aunque tenemos un capítulo de transición en ella. Ahora que nada como el sexo para que la transición sea agradable, y más si está tan bien escrito: una escena de lo más sugerente y sensual. Estoy deseando ver qué cuentas el sábado, aunque lo leeré el domingo, cuando llegue a casa, jejeje. Un abrazo.
ResponderEliminarHay un par de frases magníficas en este capítulo, artista. Y no son las de sexo, conste.
ResponderEliminarVas muuuuy bien.
Un abrazote.
Gracias a todos por los comentarios. Lo complicado, en escenas como ésta, es el arduo trabajo de documentación, ya se sabe.
ResponderEliminarEsta es la hornada calentita....Pa mi que can a zampárselo entre las 2...pobriño.
ResponderEliminarParece que estés bien documentado. :p
sigo leyendo, me está gustando.
ResponderEliminarAnda, después de comentarte me he dado cuenta que solo había leido el principio, ya me parecia que era excaso el texto. las escenas que siguen no tienen desperdicio por lo jugosas. :))
ResponderEliminarMe ha gustado y es muy difícil alcanzar la medida entre el erotismo y la pornografía, a la que soy muy lejano. Vamos a ver cómo sigue.
ResponderEliminarSaludos!!!
Gracias, Ricardo. Tampoco soy muy amigo de la pornografía, aunque siempre es complicado no caer. Un saludo.
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