miércoles, 8 de enero de 2014

PUERTA II. La luna no es suficiente. Cap. 3

Las bestias, ansiosas de carne, son monstruos que teméis y odiáis. No porque os resulten amenazantes, ajenas, lejanas e incompresibles, sino tal vez porque de cerca, mirándoles a los ojos, podéis entender su ansia, vuestra propia ansia de carne, de calor de sangre compartida, podéis compartir el hambre de ser devorados, y entender tal vez que la única diferencia es que la bestia, honesta hacia su propia naturaleza, asume su forma y vive, plena, fuerte y egoísta, sin mentirse ni mentir a otros.



CAPÍTULO III





Encendí mi móvil al salir de casa de María, y en unos segundos me llegó un mensaje de mi contacto en la policía. Me informaba del hallazgo de un nuevo cadáver, otra prostituta que trabajaba en la misma zona que las primeras, y que había muerto en parecidas circunstancias la noche anterior, aunque la habían encontrado durante la tarde del día de hoy. La escena, esta vez, no era una habitación de hotel, sino un callejón de la zona de Cantarranas.
Me colgué al cuello la cadena de plata y me dirigí al escenario del crimen, aunque sabía que la poli no iba a dejarme meter el hocico por allí.
Atardecía ya, uno de esos atardeceres de septiembre que parecen crema espesa en un cielo sucio, y la llegada de la noche no era un buen augurio. El lobo había atacado la noche anterior, y supuse que estaría enfebrecido de sangre y ansia.

Rondé un rato la escena del crimen, pero había demasiados policías para que mereciese la pena el riesgo de entrar. Habrían descubierto que mi placa era falsa en un abrir y cerrar de ojos. Así que decidí prepararme para la noche, suponiendo que la zona de caza de la bestia estaba centrada en Cantarranas.
Entré en el “Ángel o Diablo”, un bar de copas de la calle Macías Picavea, que a esas horas aún estaba tranquilo.
Una chica limpiaba con servilletas de papel un charco de líquido que escurría por el frontal de la barra, ofreciendo una interesante panorámica de su trasero prieto. Por lo demás, el local estaba vacío.
-¿Me pones un Jack Daniels cuando puedas, cariño? –dije mientras me dirigía al fondo de la barra, desde donde podía vigilar la puerta sin problemas. Vicios del trabajo.
-Prueba con el camarero. Cariño –dijo ella con frialdad-. Yo no trabajo aquí.
En ese momento salió del almacén un joven fornido, con una de esas camisetas de manga tan corta que parecen decir, “mira, tengo un bíceps aquí mismo”, llevando un cubo y una fregona.
-Vale. La copa era tuya y no eres la camarera, sino una cliente.
-Chico listo –dijo ella dejando el deforme puñado de servilletas sobre la barra-. ¿Eres detective o qué?
Me fijé mejor en ella. Era alta, de larga melena castaña, y tenía un cuerpo muy aceptable, envuelto por unos vaqueros ajustados y uno de esos jerseys amplios de cuello abierto que dejan siempre un hombro al descubierto. Me encanta mirar los hombros insinuados de las mujeres, son como promesas de un mañana mejor.
-En realidad, sí –abrí ligeramente mi chaqueta, mostrando la funda sobaquera de mi revolver-, uno de esos a lo Mike Hammer.
Como esperaba, sus ojos brillaron al ver el arma. Algunas mujeres prefieren el olor a adrenalina sobre cualquier otro.
Se sentó en una banqueta cercana, dejando un par de ellas libres entre nosotros. Sin prisas, sin confianzas, pero sin demasiada distancia.
El camarero acabó de limpiar y me preguntó qué quería. Pedí un Jack Daniels y una copa para ella, sin preguntarle si aceptaba mi invitación. Aceptó, claro.
Hablamos durante un par de copas, sin agobios, mientras el local iba llenándose de gente. Hice unas cuantas preguntas sobre los ataques, sobre si los residentes de la zona habían escuchado algo, ese tipo de cosas que hacemos los detectives. Ella me preguntó por mi trabajo, mis experiencias, mis cicatrices. Era una de esas mujeres a las que le gustan las cicatrices. De esas mujeres que contemplan tus heridas mordiéndose los labios, pensando en cómo inflingirte algunas nuevas que te hagan olvidar las antiguas. Y yo soy un coleccionista de cicatrices.
Dos horas después estábamos en su casa, un viejo edificio de tres plantas en la calle Gallegos. A un lado, una casa de dos plantas hecha polvo y un solar vallado que hacía esquina con Bajada de la Libertad daban fe de lo humilde de la zona, mientras que por el otro, la calle se prolongaba en edificios con aspecto de igual desamparo.
Subimos por las escaleras comiéndonos a besos, con un ansia casi animal que hizo que no sintiera el olor a moho y madera vieja del portal, ni nada más allá del de su piel.
Abrió la puerta de la casa mientras yo, a su espalda, me frotaba contra aquél culo perfecto y mordisqueaba su nuca y su cuello, y entramos casi peleándonos por quitar al otro la ropa.
Desabroché la funda del arma en el pasillo, y ella la arrancó junto a mi camisa, tirándolo todo al suelo, mientras avanzábamos a empujones hacia su dormitorio. El jersey quedó en el umbral abierto, y la luna que se asomaba por la ventana me mostró sus pechos, no demasiado grandes, duros, coronados por unos pezones oscuros y amplios que besé con ganas. Caímos sobre la cama, y di gracias a que fuera de matrimonio mientras rodábamos por ella, jadeando al arrancarnos los pantalones, riendo por lo difícil que resultaba quitarnos el calzado.
Mis pantalones se enredaron en la caña de mi bota, y ella se arrastró hacia abajo, frotando su piel contra la mía, para ayudarme a quitarme la bota, y a la vez empezó a lamer mi sexo, a abrazarlo con su boca húmeda, a besar y morder mis muslos con tal avaricia, con tan bestial deseo, que pensé que no aguantaría ni el tiempo suficiente para desnudarla por completo.
Un minuto después toda mi ropa estaba en el suelo, y toda la suya repartida por la habitación.
Correspondí entre sus piernas, conteniéndome, tratando de apagar en su receptiva humedad el fuego de mi lengua, sintiendo cómo mi barba de tres días irritaba y calentaba aún más la blanca piel entre sus muslos.
Noté cómo llegaba, cómo se arqueaba hacia arriba buscando aún más el estímulo de mis labios, y saqué mi lengua de su interior sólo el tiempo suficiente para que me echase de menos, para que me buscase cerrando las caderas, sacudiendo su cintura hasta encontrar de nuevo mi boca, y mordí con delicadeza los labios de su vagina, notando por fin cómo se derramaba mientras sus gemidos borraban todo sonido del mundo.
Subí, mi boca empapada besando cada centímetro de piel descubierta, piel azulada por la luna, poro abierto y encrespado como un mar que recibe la tormenta y la multiplica, le da sentido al trueno y a la furia, y desata al fin la tempestad inmensa.
No hizo falta que buscase la entrada, sus manos ya me guiaban, me acariciaban, me forzaban casi a entrar. Lo hice despacio, oponiéndome a la fuerza de sus piernas cerradas alrededor de mi cintura, y fue en ese momento cuando se abrió la puerta de la habitación.
Me quedé paralizado, a medio camino del paraíso, mirando sin entender a la mujer alta, ancha de hombros y de larga melena negra que nos contemplaba desde el umbral. Llevaba una blusa negra, vaqueros negros y botas altas, y sus grandes pechos parecían a punto de rebosar por la abertura de los botones.
Entonces, mi amante apretó aún más con sus piernas, elevando sus caderas, y me introdujo en ella con tal fuerza que no pude evitar un jadeo ronco.
La mujer del umbral nos miró, su expresión indescifrable en la penumbra de la luna, y desabrochó los botones de su blusa con rapidez, casi con rabia.
La lujuria se apoderó aún más de mi al imaginar que aquella mujer, fuese quien fuese, iba a unirse a nosotros, como pasa en las películas eróticas o en las revistas como Penthouse, y me dejé encerrar por aquellas piernas y aquellos ojos.

Sin pensar, en ningún momento, que yo no era un personaje de película erótica.


9 comentarios:

  1. "los hombros son como promesas de un mañana mejor" Si es que Silencio nos tiene a varias suspirando...No sólo has salido airoso del desafío "erótico", sino que también has conseguido el difícil equilibrio entre piel y literatura.Y la introducción, bueno, esa ya merece una felicitación aparte. Enhorabuena, José! Abrazo lunático y confianzudo

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  2. Qué bien marcha esta historia, aunque tenemos un capítulo de transición en ella. Ahora que nada como el sexo para que la transición sea agradable, y más si está tan bien escrito: una escena de lo más sugerente y sensual. Estoy deseando ver qué cuentas el sábado, aunque lo leeré el domingo, cuando llegue a casa, jejeje. Un abrazo.

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  3. Hay un par de frases magníficas en este capítulo, artista. Y no son las de sexo, conste.
    Vas muuuuy bien.
    Un abrazote.

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  4. Gracias a todos por los comentarios. Lo complicado, en escenas como ésta, es el arduo trabajo de documentación, ya se sabe.

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  5. Esta es la hornada calentita....Pa mi que can a zampárselo entre las 2...pobriño.
    Parece que estés bien documentado. :p

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  6. sigo leyendo, me está gustando.

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  7. Anda, después de comentarte me he dado cuenta que solo había leido el principio, ya me parecia que era excaso el texto. las escenas que siguen no tienen desperdicio por lo jugosas. :))

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  8. Me ha gustado y es muy difícil alcanzar la medida entre el erotismo y la pornografía, a la que soy muy lejano. Vamos a ver cómo sigue.

    Saludos!!!

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    1. Gracias, Ricardo. Tampoco soy muy amigo de la pornografía, aunque siempre es complicado no caer. Un saludo.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.