viernes, 15 de noviembre de 2019

UN CASO FRÍO


UN CASO FRÍO

El detective Max Bonachera dejó que su coche aparcase en la plaza asignada y cruzó el aparcamiento, proyectando desde su móvil las imágenes de la escena del crimen mientras llegaba al ascensor.
Las tres víctimas habían sido encontradas en el interior del laboratorio, golpeadas hasta la muerte con una de los prototipos de piernas ortopédicas que fabricaban. El contraste de la sangre contra las blancas paredes y el aséptico equipamiento era brutal, crudo, una ofensa para la vista de Bonachera.
Guardó el móvil y ordenó al ascensor que le llevase al quinto piso, Homicidios, arreglándose la corbata y el canoso cabello frente al espejo interior.

Su traje y zapatos estaban impecables, el nudo Windsor perfecto, el pelo como recién salido de la peluquería. Para Bonachera era importante tener un buen aspecto, tal vez su forma de luchar contra el caos y la suciedad, tanto moral como física, que su trabajo le mostraba a diario. En cierta manera, mantener su entorno impoluto, cuidar su aspecto personal, le permitía erigirse como una atalaya contra ese caos, como un acantilado contra el que rompían, sin vencerlo, las olas del mar que cada día trataba de ahogarle, de sumergirle en su oscuridad profunda y fría.
Salió del ascensor, sintiendo la suave caricia del aire climatizado mientras cruzaba la sala. Sonrió. En los primeros días de diciembre la comisaría se había convertido en una especie de gran nevera. La dirección, siempre oportuna, había elegido esas fechas para cambiar las luces y la calefacción, retirando los antiguos sistemas y poniendo LEDs y aerotermia. Bonachera aprobó interiormente el resultado. La sala común era su casa desde hacía doce años, y verla tan cálida, luminosa y acogedora le reconfortaba.
Camino a la oficina del comisario intercambió saludos con varios compañeros, retiró los tres vasos de café vacíos que se agolpaban sobre la caótica mesa de González y recogió de manos de un agente uniformado el informe forense.
–Gracias, Alonso –dijo–, y felicidades por lo de tu chaval.
El agente correspondió con un cabeceo y una sonrisa. Bonachera era popular entre los uniformados porque jamás olvidaba sus nombres, o detalles como que el hijo pequeño de Alonso había sacado las mejores notas del campamento de inglés en las vacaciones de Navidad. El detective consideraba importante cuidar esas cosas, esforzarse en que cada persona se sintiera valorada. Un pequeño esfuerzo, como lo era cuidar su apariencia, que tenía como recompensa mantener buenas relaciones de trabajo y avanzar más en el objetivo común; la lucha contra el caos.
El informe confirmaba las primeras impresiones recogidas en la escena del crimen. Tres muertos, la investigadora Marina Márquez y sus dos ayudantes, Teo Martinez y Luis Ronzal, fallecidos tras ser golpeados con una pierna robótica, una parte del prototipo de exoesqueleto en que el grupo trabajaba. Los tres científicos estaban reunidos frente a uno de los monitores, y el asesino les atacó por la espalda, golpeándoles en la cabeza con precisión quirúrgica. Los tres habían fallecido al primer golpe, sin tiempo para reaccionar.
Los informáticos de la policía habían revisado los siete ordenadores del laboratorio, descubriendo que todos los discos duros fueron borrados poco después del crimen. “El asesino tuvo la sangre fría de quedarse allí, vaciando la información mientras los cuerpos se enfriaban”, pensó Bonachera con furia creciente.
–¿Qué opinas, Max? –preguntó González colocándose junto a él para mirar el informe.
–Opino que deberías plancharte las camisas. Y llevas el nudo de la corbata como si te lo hubiese hecho el enemigo.
González frunció el ceño mientras retocaba, empeorando su aspecto, el flojo nudo.
–Estamos aquí para resolver crímenes, no para hacer pasarela –se quejó.
Bonachera hizo caso omiso de sus desastrado compañero mientras seguía leyendo el informe. Al parecer, el grupo de Márquez trabajaba en el desarrollo de un exoesqueleto neuronal, un soporte semiautónomo que permitiría caminar a pacientes tetrapléjicos o con las piernas paralizadas. El proyecto estaba cofinanciado por la universidad y una de las más poderosas empresas farmacéuticas, y estaba en fase de pruebas, habiendo conseguido resultados muy prometedores. Bonachera leyó los antecedentes de los científicos y los datos del proyecto. Según esa información las dificultades a vencer eran la movilidad en escaleras, debido a algo llamado torsión angular, y la resistencia del exoesqueleto en climas fríos, ya que las conexiones entre el cerebro del paciente y la máquina no iban por cables sino por un fluido inteligente que se volvía muy viscoso a bajas temperaturas. Apenas entendió el diez por ciento de lo leído.
–Es increíble –murmuró con admiración.
–Bueno, tú eres de la época del papel carbón, la fotocopiadora y el ábaco –se burló González, afable–. Yo ya manejaba drones en mi primer año de academia, así que esto sólo me parece un paso más.
–Ya... aún recuerdo cómo resolviste esa situación con rehenes disparando desde el dron hace seis meses.
González hinchó pecho, orgulloso.
–No fue nada que cualquier policía moderno no hubiese podido hacer –dijo con falsa modestia.
–Muy bien, Robocop –dijo Bonachera golpeando el pecho de su compañero con la carpeta–, ponte la americana y vamos a ver al comisario. En su mensaje me dice que hay dos detenidos muy particulares, signifique eso lo que signifique.
–Tú y tu formalidad. Ya sabes que soy de sangre caliente y la chaqueta es un engorro.
–Con esto nuevo de la aerotermia se está bien aquí, no te morirás por ir presentable.

El comisario y sus dos detectives observaron a los detenidos a través de los monitores. Cada uno de ellos estaba en una sala de interrogatorio, solo, aislado. Ambos vestían el traje de mantenimiento del laboratorio, y ambos parecían incómodos, mirando a su alrededor con frecuencia y pasándose la mano por el pelo o tironeando de las mangas de sus camisas de trabajo. Y ambos eran exactamente iguales.
–Increíble –dijo Bonachera–, son idénticos.
–Por completo. Sus huellas dactilares, la forma de sus orejas y el resto de rasgos biométricos coinciden a la perfección –explicó el comisario–. Les hemos tomado muestras de sangre y esperamos los resultados de laboratorio, pero la coincidencia de los rasgos es... inusitada.
Bonachera negó con la cabeza.
–Es más que eso. Es imposible.
–¿Y su documentación? –preguntó González.
El comisario se encogió de hombros, pasándose la mano por la cabeza en un gesto de desconcierto.
–Carné de conducir, de identidad, tarjetas de crédito... todo igual. Estamos comprobando ambos juegos de documentos a ver si alguno es falso, pero a primera vista podrían engañar a cualquiera.
–Ambos parecen igual de nerviosos –observó Bonachera–, y eso no es normal. Los culpables siempre intentan controlar sus gestos.
–He ordenado que se suba la temperatura de la habitación un grado cada diez minutos. Para que estén incómodos, cansados, cuando empiece el interrogatorio. Ni se darán cuenta, el nuevo climatizador es muy silencioso y sólo notan el calor. Tampoco les hemos dado agua ni dejado ir al baño en las tres horas que llevan aquí.
Bonachera asintió. Eran tácticas habituales para romper la resistencia de los sospechosos, y solían funcionar. La sensación de aislamiento e incomodidad provocaba desconcierto en ellos, impedía que se concentrasen y por tanto, que mintiesen con coherencia.
–Así que ambos son Antonio Garrido, español, cuarenta y tres años, técnico de mantenimiento desde hace diez. Soltero, sin lazos familiares.
–Una putada –dijo González–, si estuviese casado podríamos pedir a la mujer que lo reconociese.
–O provocarla un ataque de nervios...
El comisario repasó su pequeña libreta de cuero negro, informando a sus hombres de las circunstancias de las detenciones.
–El de la sala uno estaba en el cuarto de mantenimiento, dormido como un tronco. Tenía un bocadillo a medio comer y un par de cervezas en la mesa. Los análisis nos dirán si estaba bebido o drogado. Al otro lo encontramos en la sala de calderas, también dormido.
–¿Alguna de esas estancias da al exterior? –preguntó Bonachera.
–Buena observación. Tal vez intentaban escapar tras cometer el crimen y decidieron echar una siesta para coger fuerzas –se burló González.
–Pues se da la circunstancia de que ambas tienen puertas de emergencia tradicionales, de apertura manual. No habrían podido usar los ascensores ni las puertas automáticas, porque la violación de los discos duros provocó un bloqueo de seguridad. Pero los agentes que efectuaron el registro tuvieron que despertar a ambos, así que...
–¿Sabemos si tiene conocimientos técnicos, en informática o robótica? –preguntó Bonachera.
–No muy avanzados, que sepamos. No más allá de lo que requiere su trabajo, que es más el de iniciar los sistemas de luces y ventilación, cambiar bombillas, mantener la caldera y esas cosas. El mantenimiento de los equipos complejos lo llevaban los fallecidos, concretamente Ronzal. Estudió en el MIT.
Bonachera recordó los datos leídos en el informe.
–Ronzal era experto en robótica, y la doctora toda una eminencia en el tratamiento de quemados y recuperación de amputados, ¿no es así?
–Exacto. Los tres eran unos genios en lo suyo, dignos de trabajar en la NASA. Tal y cómo está la investigación médica en España, parece raro que no lo hiciesen, que no buscasen un sueldo más alto en el ámbito privado. Martínez ganó un premio para investigadores nóveles por su trabajo en supersólidos, sea eso lo que sea. Pero eso da poco dinero.
–Bueno –opinó González–, la patente de un exoesqueleto funcional valdría una fortuna.
–Las patentes quedarían en manos de la farmacéutica y la universidad, según el contrato. Aunque el prestigio de los investigadores subiría muchos enteros.
–Sí, por eso creo que el espionaje industrial es el móvil –dijo Bonachera–. Cualquier científico o empresa competidora querría firmar el proyecto.
–Parece lo más probable. ¿Empiezas el interrogatorio, Bonachera?
El aludido asintió. Cruzó el pasillo hasta la máquina expendedora, sacó una botella de agua fría y entró en la primera sala.
Dejó la botella delante de Garrido, invitándole a beber, y se desabrochó la americana para sentarse frente a él.
El sospechoso dio varios tragos cortos, claramente aliviado.
–¿Se puede saber de qué va todo esto?¿Qué hago yo aquí?
–Pues es sencillo. Le hemos encontrado dormido en el escenario de un crimen.
–Oiga, yo no sé nada de crímenes. Me he enterado aquí, por los policías. Yo sólo estaba echando una siesta después de mi almuerzo...
–¿Tuvo tiempo de enviar la información a su contacto?
–¿Pero de qué habla?
–El proyecto de exoesqueleto vale una fortuna, ¿verdad?
Garrido golpeó la mesa con sus puños, cada vez más nervioso.
–¡Yo qué sé! Supongo que sí, pero yo no sé ni de qué iba la cosa.
–¿Cómo era su relación con el equipo?
Garrido tomo aire. Se pasó la mano por los labios y bebió otro trago antes de contestar.
–Pues yo qué sé, bien. Yo iba y hacía mi trabajo, a veces les ayudaba si me lo pedían.
–Cuénteme en qué.
El tono de Bonachera, sus frases cortas y secas como disparos, no habían más que acrecentar el nerviosismo del interrogado.
–Alguna vez me pidieron probar el cacharro –explicó–, me tomaron muestras para no sé qué de sincronizar señales y me pidieron que caminase con esa cosa. A veces iba bien, y a veces fallaba, sobre todo en las escaleras. Una vez hasta me caí, casi me parto un pie.
–Pero no les mató por eso.
–¡Claro que no!
Bonachera se inclinó sobre la mesa, recortando la distancia.
–Les mató por dinero. La competencia quería los datos de su investigación. ¿Cuánto le pagaban?
Garrido se levantó, furioso y asustado, aunque tuvo que volver a sentarse cuando las cadenas de sus grilletes se tensaron.
–¡Que yo no les maté, joder! ¡Yo sólo estaba echando la siesta después de almorzar! Por las noches trabajo de mantenimiento en el hospital, medio turno, y me faltan horas de sueño. No tenía nada urgente que hacer y me eché un rato para recuperar...
Bonachera mantuvo su postura intimidatoria, mirando a los ojos del detenido.
–¿Nada urgente? Creo que arreglar la caldera podría considerarse urgente en pleno invierno.
–La caldera funcionaba perfectamente cuando entré. Se paró por el bloqueo de seguridad, como todo lo demás.
Bonachera retrocedió, arreglándose el nudo de la corbata. El calor era sigiloso pero intenso, y casi sintió envidia de Garrido cuando este tomó un nuevo sorbo de agua.
–La alarma silenciosa nos alertó a las catorce horas y treinta y dos minutos –dijo–, que es cuando se produjo el asalto a los ordenadores.
–No lo sé, agente. Yo estaba dormido...
–Nuestras unidades entraron en el complejo diecisiete minutos después, derribando una de las puertas de emergencia. ¿Por qué no reinició el sistema tras los asesinatos? Usted conoce el protocolo y podría haber anulado la alarma.
–¡Le repito que yo estaba dormido! ¡No me enteré de nada hasta que la policía me despertó!
Se pasó la mano por la frente, secándose el sudor.
–¿Dónde está la información extraída de los ordenadores, Garrido? –siguió presionando Bonachera– ¿La envío a la Nube, o encontraremos un pendrive en el cuarto de mantenimiento?
Garrido lanzó una risa seca, casi un ladrido, antes de contestar.
–No creo que quepa en un pincho. Son ordenadores muy potentes, y llevan muchísima información. No se puede sacar en un pincho como si te llevases un par de temporadas de una serie...
Bonachera asintió.
–Voy a dejarle solo un rato, Garrido –dijo–, para que piense en sus opciones. Volveré y hablaremos de nuevo.
Abandonó la sala sin darle opción a réplica y sacó una nueva botella de la máquina expendedora, entrando después en la siguiente sala. Resultaba muy desconcertante encontrarse allí a otro Garrido, exactamente igual en su aspecto. Igual en su mirada inquieta, en su ropa y ademanes.
Dejó la botella ante el segundo sospechoso, que jugueteó con ella nervioso, pasándola de una mano a otra sin dejar de mirar al policía.
–¿Se puede saber de qué va todo esto?¿Qué hago yo aquí? –preguntó mientras Bonachera se sentaba.
–Pues es sencillo. Le hemos encontrado dormido en el escenario de un crimen.
–Oiga, yo no sé nada de crímenes. Me he enterado aquí, por los policías. Yo sólo estaba echando una siesta después de mi almuerzo...
Bonachera sintió que sus esquemas mentales se estiraban hasta el límite. Era una repetición exacta, en tonos, palabras y gestos, de la conversación que acababa de tener. Decidió seguir por aquél camino.
–¿Tuvo tiempo de enviar la información a su contacto?
–¿Pero de qué habla?
–El proyecto de exoesqueleto vale una fortuna, ¿verdad?
Garrido arrojó la botella sobre la mesa en un gesto de rabia.
–¡Yo qué sé! Supongo que sí, pero yo no sé ni de qué iba la cosa.
–¿Cómo era su relación con el equipo?
Garrido tomo aire. Se pasó la mano por los labios y se cruzó de brazos, a la defensiva.
–Pues yo qué sé, bien. Yo iba y hacía mi trabajo, a veces les ayudaba si me lo pedían.
–Cuénteme cómo. Qué tareas realizaba.
El detective seguía repitiendo, casi palabra por palabra, el anterior interrogatorio. Garrido contestó en seguida, casi como si ya esperase la pregunta.
–Alguna vez me pidieron probar el cacharro –explicó–, me tomaron muestras para no sé qué de sincronizar biocomunicación y me pidieron que caminase con esa cosa. A veces iba bien, y a veces fallaba, sobre todo en las escaleras. Una vez hasta me caí, casi me parto un pie.
–Y decidió matarles. Usted es demasiado bueno para servir de cobaya –dijo, cambiando la línea del interrogatorio.
–¡Yo no les maté!
–Oiga, Garrido –dijo Bonachera en un tono confidencial–, a mí no me tiene que convencer. Casi le entiendo, amigo. Esos tres se creían mejores que usted, ¿verdad?, y tampoco eran para tanto.
–Eran muy inteligentes. Los mejores en lo suyo. Yo no tenía motivo para matarlos, se lo repito.
Bonachera recogió la botella de agua y la abrió despacio, bebiendo un lento sorbo sin dejar de mirar a los ojos de Garrido. “Qué buena”, pensó, “hay que ver lo que tira la calefacción nueva”. Garrido permanecía imperturbable. Nada de muestras de nerviosismo, dilatación en las pupilas, sudor ni ningún otro gesto de rabia. Bonachera se levantó, abrochó su americana y se dirigió a la puerta.
–¿Dónde va? –preguntó Garrido–. Debería soltarme. No merezco estar aquí.
Bonachera abrió la puerta y sonrió.
–No se preocupe. En cinco minutos todo habrá acabado.

–Esto es una completa locura –se quejó el comisario cuando se reunieron en la sala de monitores–, nada tiene sentido.
–Pues se está poniendo peor –dijo González, proyectando la pantalla de su móvil a la vista de todos–, el informe del laboratorio dice que su sangre es igual...
Dividió la proyección en dos pantallas y vieron que los diversos parámetros reflejados en el análisis eran casi exactos entre sí. González y el comisario se sintieron más desconcertados aún que antes, pero Bonachera sonrió como si todo estuviese claro.
–¿Dónde se controla la nueva calefacción, comisario? –preguntó.
–Pues... cada estancia tiene su mando, y también puede hacerse desde el ordenador. ¿A qué viene eso ahora, de todas formas?
–Por favor, abra el programa y le entregaré a su asesino.
El comisario, acostumbrado a la brillante capacidad de su detective, obedeció sin preguntar. Aunque no imaginaba cómo podía la aerotermia tener relación con el caso. Bonachera examinó el plano de la comisaria que aparecía en pantalla y después bajó a tope la temperatura de las dos salas de interrogatorio. Después volvió a poner las imágenes de las salas en pantalla y se sentó tranquilamente.
–¿Ahora es cuando nos das una genial explicación de lo ocurrido, Max? –preguntó González.
–Ahora es cuando la verdad se revela, fría y silenciosa –sonrió el detective– sin dejar lugar a la duda.
–Tengo tres genios muertos, dos sospechosos que no pueden existir y un proyecto de investigación millonario, robado. El decano de la universidad y el presidente de la farmacéutica estarán ya presionando a los jefes. Le agradecería que fuese más claro, Bonachera.
El detective tomó un nuevo sorbo de agua antes de empezar a hablar. En la sala uno, Garrido parecía aliviado por la bajada de temperatura. Incluso se bajó las mangas de la camisa. El Garrido de la sala dos, en cambio, permanecía quieto y tranquilo, casi ausente.
–Tenemos todas las piezas del rompecabezas –explicó Bonachera–. Sólo hay que ponerlas en su sitio. Márquez era una experta en tejidos y capaz de reproducir miembros amputados. Por su parte, Ronzal lo sabía todo de ordenadores, hasta el punto de conseguir una comunicación entre el exoesqueleto y el paciente. Gracias, por supuesto, a esa cosa tan rara del superfluído.
–He leído el informe, pero no sé cómo funciona. No me dirás que tú lo has entendido –dijo González.
Bonachera miró de nuevo las pantallas. El primer Garrido se frotaba las manos, incómodo ahora por la baja temperatura. El segundo se limitaba a mirar a su alrededor, paseando unos ojos vacíos de expresión por la pequeña sala.
–Yo tampoco entiendo cómo funciona, pero no lo necesito –aseguró Bonachera–. Sólo necesito saber que Márquez podría reproducir miembros funcionales de un cuerpo humano, Ronzal sería capaz de construir un esqueleto robótico, y Martínez de establecer una comunicación entre tejido vivo y elementos mecánicos. Ese era su trabajo en este proyecto.
–Sí, claro, eso ya lo sabemos. No entiendo dónde quiere ir a parar.
–Verá, comisario. Creo que nuestros genios estaban trabajando en dos proyectos. Uno, el oficial, era el exoesqueleto. El segundo, aprovechando el equipo y el presupuesto disponibles, era mucho más ambicioso.
Señaló la pantalla, que mostraba al segundo Garrido quieto por completo, los ojos casi cerrados. La cabeza era lo único que se movía, cayendo sobre el pecho lentamente.
–Querían fabricar un cyborg, un ser mitad orgánico y mitad robótico. Un ser basado en nosotros, concretamente en Garrido, a quien tenían a mano para tomar muestras, entrevistar, tal vez para copiar sus habilidades.
En ese momento, el segundo Garrido dobló la espalda, apoyándose en la mesa, y se quedó quieto, desvanecido.
–¿Ese... ese tipo se ha dormido en la sala de interrogatorios? –gruñó el comisario, sorprendido.
–No. La bajada de temperatura ha hecho que el líquido se vuelva viscoso. Era el problema que Martínez no podía resolver. Como ven, nuestro Garrido número uno no sufre los mismos problemas.
Así era. El primer sospechoso no había más que frotarse las manos y los brazos, tratando de paliar el frío creciente. González y el comisario, atónitos, siguieron escuchando la explicación de Bonachera.
–Los tres científicos consiguieron dar vida al cyborg, basando su aspecto en Garrido, del que tomaron las muestras para crear el tejido artificial y cultivar la sangre. Su biométrica es exacta por ese motivo. Pero este moderno Frankenstein no se conformó con ser una criatura de laboratorio y mató a sus creadores para escapar. Después se dedicó a robar la información de los ordenadores, donde sin duda está registrado todo el proceso de su creación, y así nadie sabría de él.
–¿Y dónde está esa información?
–Aún no lo sé. Tal vez tenga un terminal USB en un dedo, tal vez su cerebro electrónico le permita mover archivos en la Nube. Lo que está claro para mí es que, mientras el verdadero Garrido echaba su siesta, ayudado por las cervezas del almuerzo, este ser provocó el bloqueo de seguridad y el apagado de la caldera. Sabía que el frío le paralizaría, pero tal vez calculó mal el tiempo que iba a tardar en volcar la información y borrar todo rastro de su existencia de los ordenadores.
–Por eso –remachó González, entusiasmado– fue a la sala de calderas. Quería ponerla de nuevo en marcha.
–Así es. Pero el frío hizo que su sistema dejase de funcionar, como le ha ocurrido ahora –dijo, señalando la figura postrada en el monitor–, y nuestros agentes le encontraron aparentemente dormido.
–¿Cómo sabía cuál de los dos era el cyborg?
–No lo sabía. Por eso bajé la temperatura de ambas salas. Si mi teoría no hubiese sido correcta no habría provocado más que una cierta incomodidad a nuestros sospechosos.
El comisario asintió, admirado y satisfecho.
–Ordenaré que lo lleven a un hospital. Los rayos X confirmarán su teoría, Bonachera.
–Será mejor que alguien traiga un aparato portátil y lo examinemos sin moverlo de aquí, que se mantenga a baja temperatura. Sabemos que es peligroso y puede resultar letal.
–Tiene razón –opinó González–. Ha matado a tres personas con tres golpes muy precisos, y no cabe duda de que es muy fuerte.
–Entonces lo haremos en la sala. Lo que no sé es cómo podemos juzgar a un... un ser así, con qué ley condenarlo.
Bonachera se puso en pie, sacudiendo una invisible mota de polvo de su hombrera derecha mientras guiñaba un ojo a sus compañeros.
–Ese es trabajo de otros, y un debate que tendremos que afrontar como sociedad. Pero por ahora, nuestro trabajo está hecho. Este es ya... un caso frío.





1 comentario:

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