UN
CASO FRÍO
El
detective Max Bonachera dejó que su coche aparcase en la plaza
asignada y cruzó el aparcamiento, proyectando desde su móvil las
imágenes de la escena del crimen mientras llegaba al ascensor.
Las
tres víctimas habían sido encontradas en el interior del
laboratorio, golpeadas hasta la muerte con una de los prototipos de
piernas ortopédicas que fabricaban. El contraste de la sangre contra
las blancas paredes y el aséptico equipamiento era brutal, crudo,
una ofensa para la vista de Bonachera.
Guardó
el móvil y ordenó al ascensor que le llevase al quinto piso,
Homicidios, arreglándose la corbata y el canoso cabello frente al
espejo interior.
Su
traje y zapatos estaban impecables, el nudo Windsor perfecto, el pelo
como recién salido de la peluquería. Para Bonachera era importante
tener un buen aspecto, tal vez su forma de luchar contra el caos y la
suciedad, tanto moral como física, que su trabajo le mostraba a
diario. En cierta manera, mantener su entorno impoluto, cuidar su
aspecto personal, le permitía erigirse como una atalaya contra ese
caos, como un acantilado contra el que rompían, sin vencerlo, las
olas del mar que cada día trataba de ahogarle, de sumergirle en su
oscuridad profunda y fría.
Salió
del ascensor, sintiendo la suave caricia del aire climatizado
mientras cruzaba la sala. Sonrió. En los primeros días de diciembre
la comisaría se había convertido en una especie de gran nevera. La
dirección, siempre oportuna, había elegido esas fechas para cambiar
las luces y la calefacción, retirando los antiguos sistemas y
poniendo LEDs y aerotermia. Bonachera aprobó interiormente el
resultado. La sala común era su casa desde hacía doce años, y
verla tan cálida, luminosa y acogedora le reconfortaba.
Camino
a la oficina del comisario intercambió saludos con varios
compañeros, retiró los tres vasos de café vacíos que se agolpaban
sobre la caótica mesa de González y recogió de manos de un agente
uniformado el informe forense.
–Gracias,
Alonso –dijo–, y felicidades por lo de tu chaval.
El
agente correspondió con un cabeceo y una sonrisa. Bonachera era
popular entre los uniformados porque jamás olvidaba sus nombres, o
detalles como que el hijo pequeño de Alonso había sacado las
mejores notas del campamento de inglés en las vacaciones de Navidad.
El detective consideraba importante cuidar esas cosas, esforzarse en
que cada persona se sintiera valorada. Un pequeño esfuerzo, como lo
era cuidar su apariencia, que tenía como recompensa mantener buenas
relaciones de trabajo y avanzar más en el objetivo común; la lucha
contra el caos.
El
informe confirmaba las primeras impresiones recogidas en la escena
del crimen. Tres muertos, la investigadora Marina Márquez y sus dos
ayudantes, Teo Martinez y Luis Ronzal, fallecidos tras ser golpeados
con una pierna robótica, una parte del prototipo de exoesqueleto en
que el grupo trabajaba. Los tres científicos estaban reunidos frente
a uno de los monitores, y el asesino les atacó por la espalda,
golpeándoles en la cabeza con precisión quirúrgica. Los tres
habían fallecido al primer golpe, sin tiempo para reaccionar.
Los
informáticos de la policía habían revisado los siete ordenadores
del laboratorio, descubriendo que todos los discos duros fueron
borrados poco después del crimen. “El asesino tuvo la sangre fría
de quedarse allí, vaciando la información mientras los cuerpos se
enfriaban”, pensó Bonachera con furia creciente.
–¿Qué
opinas, Max? –preguntó González colocándose junto a él para
mirar el informe.
–Opino
que deberías plancharte las camisas. Y llevas el nudo de la corbata
como si te lo hubiese hecho el enemigo.
González
frunció el ceño mientras retocaba, empeorando su aspecto, el flojo
nudo.
–Estamos
aquí para resolver crímenes, no para hacer pasarela –se quejó.
Bonachera
hizo caso omiso de sus desastrado compañero mientras seguía leyendo
el informe. Al parecer, el grupo de Márquez trabajaba en el
desarrollo de un exoesqueleto neuronal, un soporte semiautónomo que
permitiría caminar a pacientes tetrapléjicos o con las piernas
paralizadas. El proyecto estaba cofinanciado por la universidad y una
de las más poderosas empresas farmacéuticas, y estaba en fase de
pruebas, habiendo conseguido resultados muy prometedores. Bonachera
leyó los antecedentes de los científicos y los datos del proyecto.
Según esa información las dificultades a vencer eran la movilidad
en escaleras, debido a algo llamado torsión angular, y la
resistencia del exoesqueleto en climas fríos, ya que las conexiones
entre el cerebro del paciente y la máquina no iban por cables sino
por un fluido inteligente que se volvía muy viscoso a bajas
temperaturas. Apenas entendió el diez por ciento de lo leído.
–Es
increíble –murmuró con admiración.
–Bueno,
tú eres de la época del papel carbón, la fotocopiadora y el ábaco
–se burló González, afable–. Yo ya manejaba drones en mi primer
año de academia, así que esto sólo me parece un paso más.
–Ya...
aún recuerdo cómo resolviste esa situación con rehenes disparando
desde el dron hace seis meses.
González
hinchó pecho, orgulloso.
–No
fue nada que cualquier policía moderno no hubiese podido hacer –dijo
con falsa modestia.
–Muy
bien, Robocop –dijo Bonachera golpeando el pecho de su compañero
con la carpeta–, ponte la americana y vamos a ver al comisario. En
su mensaje me dice que hay dos detenidos muy particulares, signifique
eso lo que signifique.
–Tú
y tu formalidad. Ya sabes que soy de sangre caliente y la chaqueta es
un engorro.
–Con
esto nuevo de la aerotermia se está bien aquí, no te morirás por
ir presentable.
El
comisario y sus dos detectives observaron a los detenidos a través
de los monitores. Cada uno de ellos estaba en una sala de
interrogatorio, solo, aislado. Ambos vestían el traje de
mantenimiento del laboratorio, y ambos parecían incómodos, mirando
a su alrededor con frecuencia y pasándose la mano por el pelo o
tironeando de las mangas de sus camisas de trabajo. Y ambos eran
exactamente iguales.
–Increíble
–dijo Bonachera–, son idénticos.
–Por
completo. Sus huellas dactilares, la forma de sus orejas y el resto
de rasgos biométricos coinciden a la perfección –explicó el
comisario–. Les hemos tomado muestras de sangre y esperamos los
resultados de laboratorio, pero la coincidencia de los rasgos es...
inusitada.
Bonachera
negó con la cabeza.
–Es
más que eso. Es imposible.
–¿Y
su documentación? –preguntó González.
El
comisario se encogió de hombros, pasándose la mano por la cabeza en
un gesto de desconcierto.
–Carné
de conducir, de identidad, tarjetas de crédito... todo igual.
Estamos comprobando ambos juegos de documentos a ver si alguno es
falso, pero a primera vista podrían engañar a cualquiera.
–Ambos
parecen igual de nerviosos –observó Bonachera–, y eso no es
normal. Los culpables siempre intentan controlar sus gestos.
–He
ordenado que se suba la temperatura de la habitación un grado cada
diez minutos. Para que estén incómodos, cansados, cuando empiece el
interrogatorio. Ni se darán cuenta, el nuevo climatizador es muy
silencioso y sólo notan el calor. Tampoco les hemos dado agua ni
dejado ir al baño en las tres horas que llevan aquí.
Bonachera
asintió. Eran tácticas habituales para romper la resistencia de los
sospechosos, y solían funcionar. La sensación de aislamiento e
incomodidad provocaba desconcierto en ellos, impedía que se
concentrasen y por tanto, que mintiesen con coherencia.
–Así
que ambos son Antonio Garrido, español, cuarenta y tres años,
técnico de mantenimiento desde hace diez. Soltero, sin lazos
familiares.
–Una
putada –dijo González–, si estuviese casado podríamos pedir a
la mujer que lo reconociese.
–O
provocarla un ataque de nervios...
El
comisario repasó su pequeña libreta de cuero negro, informando a
sus hombres de las circunstancias de las detenciones.
–El
de la sala uno estaba en el cuarto de mantenimiento, dormido como un
tronco. Tenía un bocadillo a medio comer y un par de cervezas en la
mesa. Los análisis nos dirán si estaba bebido o drogado. Al otro lo
encontramos en la sala de calderas, también dormido.
–¿Alguna
de esas estancias da al exterior? –preguntó Bonachera.
–Buena
observación. Tal vez intentaban escapar tras cometer el crimen y
decidieron echar una siesta para coger fuerzas –se burló González.
–Pues
se da la circunstancia de que ambas tienen puertas de emergencia
tradicionales, de apertura manual. No habrían podido usar los
ascensores ni las puertas automáticas, porque la violación de los
discos duros provocó un bloqueo de seguridad. Pero los agentes que
efectuaron el registro tuvieron que despertar a ambos, así que...
–¿Sabemos
si tiene conocimientos técnicos, en informática o robótica?
–preguntó Bonachera.
–No
muy avanzados, que sepamos. No más allá de lo que requiere su
trabajo, que es más el de iniciar los sistemas de luces y
ventilación, cambiar bombillas, mantener la caldera y esas cosas. El
mantenimiento de los equipos complejos lo llevaban los fallecidos,
concretamente Ronzal. Estudió en el MIT.
Bonachera
recordó los datos leídos en el informe.
–Ronzal
era experto en robótica, y la doctora toda una eminencia en el
tratamiento de quemados y recuperación de amputados, ¿no es así?
–Exacto.
Los tres eran unos genios en lo suyo, dignos de trabajar en la NASA.
Tal y cómo está la investigación médica en España, parece raro
que no lo hiciesen, que no buscasen un sueldo más alto en el ámbito
privado. Martínez ganó un premio para investigadores nóveles por
su trabajo en supersólidos, sea eso lo que sea. Pero eso da poco
dinero.
–Bueno
–opinó González–, la patente de un exoesqueleto funcional
valdría una fortuna.
–Las
patentes quedarían en manos de la farmacéutica y la universidad,
según el contrato. Aunque el prestigio de los investigadores subiría
muchos enteros.
–Sí,
por eso creo que el espionaje industrial es el móvil –dijo
Bonachera–. Cualquier científico o empresa competidora querría
firmar el proyecto.
–Parece
lo más probable. ¿Empiezas el interrogatorio, Bonachera?
El
aludido asintió. Cruzó el pasillo hasta la máquina expendedora,
sacó una botella de agua fría y entró en la primera sala.
Dejó
la botella delante de Garrido, invitándole a beber, y se desabrochó
la americana para sentarse frente a él.
El
sospechoso dio varios tragos cortos, claramente aliviado.
–¿Se
puede saber de qué va todo esto?¿Qué hago yo aquí?
–Pues
es sencillo. Le hemos encontrado dormido en el escenario de un
crimen.
–Oiga,
yo no sé nada de crímenes. Me he enterado aquí, por los policías.
Yo sólo estaba echando una siesta después de mi almuerzo...
–¿Tuvo
tiempo de enviar la información a su contacto?
–¿Pero
de qué habla?
–El
proyecto de exoesqueleto vale una fortuna, ¿verdad?
Garrido
golpeó la mesa con sus puños, cada vez más nervioso.
–¡Yo
qué sé! Supongo que sí, pero yo no sé ni de qué iba la cosa.
–¿Cómo
era su relación con el equipo?
Garrido
tomo aire. Se pasó la mano por los labios y bebió otro trago antes
de contestar.
–Pues
yo qué sé, bien. Yo iba y hacía mi trabajo, a veces les ayudaba si
me lo pedían.
–Cuénteme
en qué.
El
tono de Bonachera, sus frases cortas y secas como disparos, no habían
más que acrecentar el nerviosismo del interrogado.
–Alguna
vez me pidieron probar el cacharro –explicó–, me tomaron
muestras para no sé qué de sincronizar señales y me pidieron que
caminase con esa cosa. A veces iba bien, y a veces fallaba, sobre
todo en las escaleras. Una vez hasta me caí, casi me parto un pie.
–Pero
no les mató por eso.
–¡Claro
que no!
Bonachera
se inclinó sobre la mesa, recortando la distancia.
–Les
mató por dinero. La competencia quería los datos de su
investigación. ¿Cuánto le pagaban?
Garrido
se levantó, furioso y asustado, aunque tuvo que volver a sentarse
cuando las cadenas de sus grilletes se tensaron.
–¡Que
yo no les maté, joder! ¡Yo sólo estaba echando la siesta después
de almorzar! Por las noches trabajo de mantenimiento en el hospital,
medio turno, y me faltan horas de sueño. No tenía nada urgente que
hacer y me eché un rato para recuperar...
Bonachera
mantuvo su postura intimidatoria, mirando a los ojos del detenido.
–¿Nada
urgente? Creo que arreglar la caldera podría considerarse urgente en
pleno invierno.
–La
caldera funcionaba perfectamente cuando entré. Se paró por el
bloqueo de seguridad, como todo lo demás.
Bonachera
retrocedió, arreglándose el nudo de la corbata. El calor era
sigiloso pero intenso, y casi sintió envidia de Garrido cuando este
tomó un nuevo sorbo de agua.
–La
alarma silenciosa nos alertó a las catorce horas y treinta y dos
minutos –dijo–, que es cuando se produjo el asalto a los
ordenadores.
–No
lo sé, agente. Yo estaba dormido...
–Nuestras
unidades entraron en el complejo diecisiete minutos después,
derribando una de las puertas de emergencia. ¿Por qué no reinició
el sistema tras los asesinatos? Usted conoce el protocolo y podría
haber anulado la alarma.
–¡Le
repito que yo estaba dormido! ¡No me enteré de nada hasta que la
policía me despertó!
Se
pasó la mano por la frente, secándose el sudor.
–¿Dónde
está la información extraída de los ordenadores, Garrido? –siguió
presionando Bonachera– ¿La envío a la Nube, o encontraremos un
pendrive en el cuarto de mantenimiento?
Garrido
lanzó una risa seca, casi un ladrido, antes de contestar.
–No
creo que quepa en un pincho. Son ordenadores muy potentes, y llevan
muchísima información. No se puede sacar en un pincho como si te
llevases un par de temporadas de una serie...
Bonachera
asintió.
–Voy
a dejarle solo un rato, Garrido –dijo–, para que piense en sus
opciones. Volveré y hablaremos de nuevo.
Abandonó
la sala sin darle opción a réplica y sacó una nueva botella de la
máquina expendedora, entrando después en la siguiente sala.
Resultaba muy desconcertante encontrarse allí a otro Garrido,
exactamente igual en su aspecto. Igual en su mirada inquieta, en su
ropa y ademanes.
Dejó
la botella ante el segundo sospechoso, que jugueteó con ella
nervioso, pasándola de una mano a otra sin dejar de mirar al
policía.
–¿Se
puede saber de qué va todo esto?¿Qué hago yo aquí? –preguntó
mientras Bonachera se sentaba.
–Pues
es sencillo. Le hemos encontrado dormido en el escenario de un
crimen.
–Oiga,
yo no sé nada de crímenes. Me he enterado aquí, por los policías.
Yo sólo estaba echando una siesta después de mi almuerzo...
Bonachera
sintió que sus esquemas mentales se estiraban hasta el límite. Era
una repetición exacta, en tonos, palabras y gestos, de la
conversación que acababa de tener. Decidió seguir por aquél
camino.
–¿Tuvo
tiempo de enviar la información a su contacto?
–¿Pero
de qué habla?
–El
proyecto de exoesqueleto vale una fortuna, ¿verdad?
Garrido
arrojó la botella sobre la mesa en un gesto de rabia.
–¡Yo
qué sé! Supongo que sí, pero yo no sé ni de qué iba la cosa.
–¿Cómo
era su relación con el equipo?
Garrido
tomo aire. Se pasó la mano por los labios y se cruzó de brazos, a
la defensiva.
–Pues
yo qué sé, bien. Yo iba y hacía mi trabajo, a veces les ayudaba si
me lo pedían.
–Cuénteme
cómo. Qué tareas realizaba.
El
detective seguía repitiendo, casi palabra por palabra, el anterior
interrogatorio. Garrido contestó en seguida, casi como si ya
esperase la pregunta.
–Alguna
vez me pidieron probar el cacharro –explicó–, me tomaron
muestras para no sé qué de sincronizar biocomunicación y me
pidieron que caminase con esa cosa. A veces iba bien, y a veces
fallaba, sobre todo en las escaleras. Una vez hasta me caí, casi me
parto un pie.
–Y
decidió matarles. Usted es demasiado bueno para servir de cobaya
–dijo, cambiando la línea del interrogatorio.
–¡Yo
no les maté!
–Oiga,
Garrido –dijo Bonachera en un tono confidencial–, a mí no me
tiene que convencer. Casi le entiendo, amigo. Esos tres se creían
mejores que usted, ¿verdad?, y tampoco eran para tanto.
–Eran
muy inteligentes. Los mejores en lo suyo. Yo no tenía motivo para
matarlos, se lo repito.
Bonachera
recogió la botella de agua y la abrió despacio, bebiendo un lento
sorbo sin dejar de mirar a los ojos de Garrido. “Qué buena”,
pensó, “hay que ver lo que tira la calefacción nueva”. Garrido
permanecía imperturbable. Nada de muestras de nerviosismo,
dilatación en las pupilas, sudor ni ningún otro gesto de rabia.
Bonachera se levantó, abrochó su americana y se dirigió a la
puerta.
–¿Dónde
va? –preguntó Garrido–. Debería soltarme. No merezco estar
aquí.
Bonachera
abrió la puerta y sonrió.
–No
se preocupe. En cinco minutos todo habrá acabado.
–Esto
es una completa locura –se quejó el comisario cuando se reunieron
en la sala de monitores–, nada tiene sentido.
–Pues
se está poniendo peor –dijo González, proyectando la pantalla de
su móvil a la vista de todos–, el informe del laboratorio dice que
su sangre es igual...
Dividió
la proyección en dos pantallas y vieron que los diversos parámetros
reflejados en el análisis eran casi exactos entre sí. González y
el comisario se sintieron más desconcertados aún que antes, pero
Bonachera sonrió como si todo estuviese claro.
–¿Dónde
se controla la nueva calefacción, comisario? –preguntó.
–Pues...
cada estancia tiene su mando, y también puede hacerse desde el
ordenador. ¿A qué viene eso ahora, de todas formas?
–Por
favor, abra el programa y le entregaré a su asesino.
El
comisario, acostumbrado a la brillante capacidad de su detective,
obedeció sin preguntar. Aunque no imaginaba cómo podía la
aerotermia tener relación con el caso. Bonachera examinó el plano
de la comisaria que aparecía en pantalla y después bajó a tope la
temperatura de las dos salas de interrogatorio. Después volvió a
poner las imágenes de las salas en pantalla y se sentó
tranquilamente.
–¿Ahora
es cuando nos das una genial explicación de lo ocurrido, Max?
–preguntó González.
–Ahora
es cuando la verdad se revela, fría y silenciosa –sonrió el
detective– sin dejar lugar a la duda.
–Tengo
tres genios muertos, dos sospechosos que no pueden existir y un
proyecto de investigación millonario, robado. El decano de la
universidad y el presidente de la farmacéutica estarán ya
presionando a los jefes. Le agradecería que fuese más claro,
Bonachera.
El
detective tomó un nuevo sorbo de agua antes de empezar a hablar. En
la sala uno, Garrido parecía aliviado por la bajada de temperatura.
Incluso se bajó las mangas de la camisa. El Garrido de la sala dos,
en cambio, permanecía quieto y tranquilo, casi ausente.
–Tenemos
todas las piezas del rompecabezas –explicó Bonachera–. Sólo hay
que ponerlas en su sitio. Márquez era una experta en tejidos y capaz
de reproducir miembros amputados. Por su parte, Ronzal lo sabía todo
de ordenadores, hasta el punto de conseguir una comunicación entre
el exoesqueleto y el paciente. Gracias, por supuesto, a esa cosa tan
rara del superfluído.
–He
leído el informe, pero no sé cómo funciona. No me dirás que tú
lo has entendido –dijo González.
Bonachera
miró de nuevo las pantallas. El primer Garrido se frotaba las manos,
incómodo ahora por la baja temperatura. El segundo se limitaba a
mirar a su alrededor, paseando unos ojos vacíos de expresión por la
pequeña sala.
–Yo
tampoco entiendo cómo funciona, pero no lo necesito –aseguró
Bonachera–. Sólo necesito saber que Márquez podría reproducir
miembros funcionales de un cuerpo humano, Ronzal sería capaz de
construir un esqueleto robótico, y Martínez de establecer una
comunicación entre tejido vivo y elementos mecánicos. Ese era su
trabajo en este proyecto.
–Sí,
claro, eso ya lo sabemos. No entiendo dónde quiere ir a parar.
–Verá,
comisario. Creo que nuestros genios estaban trabajando en dos
proyectos. Uno, el oficial, era el exoesqueleto. El segundo,
aprovechando el equipo y el presupuesto disponibles, era mucho más
ambicioso.
Señaló
la pantalla, que mostraba al segundo Garrido quieto por completo, los
ojos casi cerrados. La cabeza era lo único que se movía, cayendo
sobre el pecho lentamente.
–Querían
fabricar un cyborg, un ser mitad orgánico y mitad robótico. Un ser
basado en nosotros, concretamente en Garrido, a quien tenían a mano
para tomar muestras, entrevistar, tal vez para copiar sus
habilidades.
En
ese momento, el segundo Garrido dobló la espalda, apoyándose en la
mesa, y se quedó quieto, desvanecido.
–¿Ese...
ese tipo se ha dormido en la sala de interrogatorios? –gruñó el
comisario, sorprendido.
–No.
La bajada de temperatura ha hecho que el líquido se vuelva viscoso.
Era el problema que Martínez no podía resolver. Como ven, nuestro
Garrido número uno no sufre los mismos problemas.
Así
era. El primer sospechoso no había más que frotarse las manos y los
brazos, tratando de paliar el frío creciente. González y el
comisario, atónitos, siguieron escuchando la explicación de
Bonachera.
–Los
tres científicos consiguieron dar vida al cyborg, basando su aspecto
en Garrido, del que tomaron las muestras para crear el tejido
artificial y cultivar la sangre. Su biométrica es exacta por ese
motivo. Pero este moderno Frankenstein no se conformó con ser una
criatura de laboratorio y mató a sus creadores para escapar. Después
se dedicó a robar la información de los ordenadores, donde sin duda
está registrado todo el proceso de su creación, y así nadie sabría
de él.
–¿Y
dónde está esa información?
–Aún
no lo sé. Tal vez tenga un terminal USB en un dedo, tal vez su
cerebro electrónico le permita mover archivos en la Nube. Lo que
está claro para mí es que, mientras el verdadero Garrido echaba su
siesta, ayudado por las cervezas del almuerzo, este ser provocó el
bloqueo de seguridad y el apagado de la caldera. Sabía que el frío
le paralizaría, pero tal vez calculó mal el tiempo que iba a tardar
en volcar la información y borrar todo rastro de su existencia de
los ordenadores.
–Por
eso –remachó González, entusiasmado– fue a la sala de calderas.
Quería ponerla de nuevo en marcha.
–Así
es. Pero el frío hizo que su sistema dejase de funcionar, como le ha
ocurrido ahora –dijo, señalando la figura postrada en el monitor–,
y nuestros agentes le encontraron aparentemente dormido.
–¿Cómo
sabía cuál de los dos era el cyborg?
–No
lo sabía. Por eso bajé la temperatura de ambas salas. Si mi teoría
no hubiese sido correcta no habría provocado más que una cierta
incomodidad a nuestros sospechosos.
El
comisario asintió, admirado y satisfecho.
–Ordenaré
que lo lleven a un hospital. Los rayos X confirmarán su teoría,
Bonachera.
–Será
mejor que alguien traiga un aparato portátil y lo examinemos sin
moverlo de aquí, que se mantenga a baja temperatura. Sabemos que es
peligroso y puede resultar letal.
–Tiene
razón –opinó González–. Ha matado a tres personas con tres
golpes muy precisos, y no cabe duda de que es muy fuerte.
–Entonces
lo haremos en la sala. Lo que no sé es cómo podemos juzgar a un...
un ser así, con qué ley condenarlo.
Bonachera
se puso en pie, sacudiendo una invisible mota de polvo de su hombrera
derecha mientras guiñaba un ojo a sus compañeros.
–Ese
es trabajo de otros, y un debate que tendremos que afrontar como
sociedad. Pero por ahora, nuestro trabajo está hecho. Este es ya...
un caso frío.
Fantástico!
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