DERROTA
Y MIEL
Mi
nombre es Jonathan Silencio, y soy la solución a esos problemas que
ignorabas tener.
Al
ataque de esa frialdad de mortaja que, como una mancha de humedad
entre dos paredes, crece invisible hasta que es demasiado tarde; a la
umbría oscuridad de maldición antigua que convierte tu vida en una
sucesión de desgracias incomprensibles; a la mala suerte repetida,
sin sentido, que te hace pensar en el suicidio. A los gritos
transparentes de la noche.
Soy
un detective sobrenatural. El mejor.
Entré
en el bar una soleada mañana de miércoles veraniego, de sombras
cortas y faldas cortas. De esas que te engañan haciendo que la vida
parezca sonreír.
Antes
de que mi bien torneado culo adornase una banqueta libre, Julián ya
tenía un tercio de cerveza servido. Un buen tipo, este Julián.
Cincuentón desgarbado, como hecho de raíces ansiosas y ramas
sabias, parece tener un sexto sentido para saber cuándo ando falto
de efectivo e invitarme a una o dos cervezas. Claro que es fácil
pillarme sin dinero. No sobra el trabajo para los cazadores de
espíritus.
–El
sábado tuvimos karaoke –me dijo cuando me senté frente a él.
–Ya
sabes que no me vas a convencer para cantar en público.
–Ya,
hombre, ya lo sé. Es que pasó algo r–r–raro, y a lo mejor es
algo de lo tuyo.
Alcé
una ceja, interrogante, mientras daba un largo trago a la cerveza. Mi
cartera estaba tan vacía que empezaba a absorber la luz de su
entorno, así que estaba deseando encontrar un nuevo caso. –Acabamos
a eso de las dos de la mañana –me contó– y yo me quedé un rato
recogiendo, hasta y media o así. Dejé t–t–todo limpio y me fui
a casa. Cuando vine a abrir el domingo me encontré una botella de
whisky y un vaso sobre la barra.
–¿Y
tú estás seguro de que no estaba ahí al irte?
–Seguro,
seguro –dijo con vehemencia–. A ver, pensé que igual se me había
pasado, estaba cansado al irme. Pero es que el lunes por la mañana
volvió a pasar.
Remarcó
su frase con unas palmadas sobre la barra. Yo terminé mi cerveza y
señalé con la botella vacía las dos cámaras que vigilaban el
local. Una está al final del mostrador y la otra al fondo de la
sala, así que la puerta, la misma barra y casi todo el local quedan
cubiertos.
–¿Miraste
las grabaciones?
–Claro,
joder –se retiró para atender a nuevos clientes–, ahora te lo
enseño. Buenos días, señores.
Me
quedé con mi cerveza vacía en la mano, que es lo más cerca de la
desesperación que puedo estar, hasta que Julián sirvió las
comandas. Vino después con un nuevo tercio y su teléfono móvil.
–Echa
un ojo.
–Voy
a la terraza y lo veo tranquilo –dije señalando con la cabeza a
los demás clientes–, y así echo un cigarro.
–Venga,
ahora me dices.
Me
senté a la sombra y puse en marcha la grabación. El bar estaba
vacío como un agujero y la marca temporal indicaba que eran las
cuatro de la mañana del domingo anterior. Durante medio cigarro no
pasó absolutamente nada, tan sólo el contador de segundos se movía.
Entonces la imagen se sacudió, fragmentándose y volviendo a la
normalidad. Una interferencia electromagnética. Sonreí. Al regresar
la imagen había una botella de Dyc sobre la barra.
–Aquí
hay tema –me dije.
El
ordenador situado al fondo de la barra se iluminó de repente,
mostrando la pantalla de inicio. Quedaba casi debajo de la cámara y
apenas pude ver la luz de la pantalla ni distinguir qué proceso se
ponía en marcha. La imagen tembló de nuevo, volviéndose turbia, y
se mantuvo así mientras yo acababa mi cerveza. Me mantuve atento,
sin apartar mis ojos de la pantalla más que cuando pasó la vecina
morena, que pasea a su perro en mallas ajustadas. Ella, no el perro.
El caso no era aún mío, así que no lo consideré una falta grave.
Cuando
la imagen volvió a ser clara vi que la marca de tiempo señalaba las
cinco y dos minutos de la madrugada. Enarqué una ceja. Avancé y
retrocedí varias veces, pero la primera conclusión era la correcta.
Se había perdido más de una hora.
Julián
aprovechó que el bar estaba tranquilo para salir a traerme una
cerveza y sentarse a fumar conmigo. Le devolví su teléfono.
–¿Notaste
algo más que te llamase la atención? –pregunté– ¿Puntos fríos
en el local, manchas de fluido viscoso, olor a podrido o a flores
frescas?
Reflexionó
antes de contestar negativamente.
–¿Qué
es eso del olor a podrido?
–Puede
ser una señal de presencias preternaturales, o de que se te ha
olvidado tirar la basura. También hay fantasmas que huelen a flores,
y eso parece depender de la actitud del espíritu, de su bondad o
maldad. El fluido viscoso o ectoplasma, que yo llamo “fantasmocos”,
es un rastro físico de su energía. Algo así como el sudor.
–Entonces,
¿crees que hay algo en el bar? –dijo, mirando al interior con
preocupación –¿Qué hago, cierro? A ver si le va a pasar algo a
los clientes.
–Lo
peor que les puede pasar por ahora es que engorden con tus torreznos,
y merece la pena el riesgo. Pero convendría investigar, por si la
presencia es real y se fortalece. Puedo pasar una noche aquí y
hacerte un informe profesional.
Lo
dije como si me diese igual, aunque ya estaba calculando la tarifa en
mi mente.
–Sí,
p–por favor.
–Vale,
aparcaré el resto de mis casos, que para eso eres un colega. Te
costará...
Hizo
un ademán de rechazo con su gran mano nudosa, trazando jeroglíficos
de humo que surgía de su purillo.
–Lo
que sea, lo que sea, no quiero que le pase nada a nadie.
Sonreí.
Qué bondadosa ingenuidad, gracias a la que el mundo sigue siendo un
sitio soportable y los detectives sinvergüenzas pueden llenar sus
bolsillos. Pero conviene llevarse bien con un tipo que maneja una
provisión inagotable de cerveza, así que escribí mi tarifa
habitual en una servilleta, aplicando el veinte por ciento de
descuento, y se la pasé deslizándola por encima de la mesa.
–Esto
y una botella de Jack.
–Trato
hecho.
Eran
más de las doce de la noche cuando nos quedamos solos, al irse el
último grupo de currantes recién salidos de sus trabajos. Julián
echó la verja y yo saqué de mi mochila un par de bolsas de sal, de
un kilo cada una.
–Hombre,
de eso tengo yo si te hace falta –dijo él.
–Ya,
pero así te lo pongo en la cuenta de gastos y te inflo la factura.
Le
expliqué que la sal es una barrera muy efectiva para evitar el paso
a los espíritus, así que sellamos puertas y ventanas con ella,
trazando líneas delante. Mientras tanto repasamos por enésima vez
lo que había ocurrido en la noche del karaóke. Según mi cliente,
asistieron los habituales. La única excepción que había alertado
mi sentido arácnido fue la presencia de tres parejas de jubilados,
que habían aprovechado una visita turística a Medina para pasarse
por el bar y divertirse. Hablaron bastante rato con Julián y le
contaron que las tres mujeres eran medinenses, emigradas a Madrid
para trabajar en diferentes momentos de su vida. Allí se habían
casado y hecho su vida, y ahora estaban celebrando la jubilación,
esa antesala de la muerte que permite aburrirse oficialmente a gente
que ha tenido una vida igual de tediosa antes.
Las
tres mujeres habían cantado unas cuantas de Mocedades, y dos de los
hombres estropearon la discografía del Dúo Dinámico. Me permití
una sonrisa al imaginar a Batman y Robin cantando “Resistiré,
erguido frente a todo...” mientras me lo contaba. Una de las
mujeres, la jovencita del grupo, dejó callado al bar entero cantando
“El hombre del piano” en la versión de Ana Belén, y Julián lo
recordaba porque su mujer, que trabajaba en la cocina, salió
llorando a escucharla. No era del todo significativo, porque tal vez
estuviese cortando cebollas, pero me lo apunté. Además, el grupo
había quedado con Julián en que cenarían allí el sábado
siguiente, así que la posibilidad de interrogarles quedaba abierta.
Tras
sellar el local con sal y despedirme de Julián, que cerró la puerta
y la verja por fuera siguiendo mis instrucciones, me quedé solo en
el bar. Todas las luces estaban apagadas, excepto un par de pequeños
focos sobre la barra que arrancaban lágrimas de luz a las botellas
del fondo. Me senté al fondo de la sala, donde ninguna de las
cámaras me veía, y empecé a fumar y beber para pasar el rato. Al
tercer cigarro conocía por su nombre a cada sombra y me sentía como
un personaje pintado por Edward Hopper. Nada se movía. Nada se
escuchaba. Estaba suspendido entre dos latidos de enamorado.
Noté
el frío al encender mi cuarto cigarro. El humo de la primera
bocanada se convirtió en aliento condensado, y mi piel se erizó
como si unos labios de mujer sususrrasen secretos a cada poro. Cogí
mi daga Matamuertos, que había dejado sobre la mesa, y la deslicé
en el cinturón, a mi espalda, mientras me levantaba. El ordenador se
encendió con un destello silencioso, acompañado de un leve parpadeo
en los focos. Cuando las luces volvieron había un hombre en pie tras
la barra.
Era
de altura mediana, con un bigotazo y unos pelos que, unidos a su
camisa remangada y su pantalón de pana, parecían sacados de las
primeras temporadas de “Cuéntame”. El trapo colgando del cinto y
el paquete de Ducados sobresaliendo del bolsillo izquierdo de la
camisa me dijeron que era mi nuevo camarero; la transparencia
palpitante de su cuerpo y el frío reinante, que estaba muerto.
Me
acerqué despacio, la mano dispuesta a empuñar mi daga, mi rostro
tranquilo.
Él
me miró antes de girarse y coger una botella de Dyc.
–Estoy
cerrado, pero da tiempo a una en lo que echas el cigarro –dijo con
voz amable.
–Una
y me voy, entonces –dije apoyándome en la barra–, y otra para ti
si te apetece.
Colocó
dos vasos de tubo y sirvió dos generosas raciones de whisky
segoviano.
–¿Y
qué haces aquí, si está cerrado? –pregunté para romper el
hielo.
–Yo
soy aquí –dijo, encogiéndose de hombros–. La pregunta es qué
haces tú, aunque no me molesta la compañía.
El
ordenador había arrancado. El programa del karaoke se había
iniciado, o lo inició mi fantasmal compañero, y una música que no
identifiqué sonaba en los altavoces. Tomé un trago mientras decidía
cómo afrontar la situación. Su respuesta, “Yo soy aquí” en
lugar de “estoy”, era reveladora. Un espíritu suele estar atado
a un lugar o a un objeto, y casi nunca lo saben. Él parecía ser
consciente. El plan A era cortarle en pedazos con mi daga
antifantasmas, y el B, escucharle y enterarme de qué pintaba allí.
Opté por el B. Quería descartar otras presencias fantasmales,
asegurarme de que erradicaba el problema en origen y acabarme mi
cigarro.
–Soy
detective privado –le dije– y estoy investigando un viejo
asesinato relacionado con este bar. Seguro que tú llevas un montón
de tiempo aquí y puedes ayudarme.
–¿Asesinatos,
en este bar? Primera noticia que tengo.
–¿Llevas
mucho aquí? –insistí–. Pasó hace tiempo.
Bebió
un largo trago. Me fascinaba ver cómo el dorado licor iluminaba
desde dentro su garganta semitransparente.
–Compré
el local en el año setenta y nueve... me morí en el ochenta y
siete, así que casi ocho años. Claro que en cierto modo hace mucho
más tiempo, ¿no?
Encendió
un cigarrillo y yo le imité. Nos miramos entre nubes de humo tan
etéreas como él mismo.
–Y
en todo ese tiempo no ha habido asesinatos, casi ni peleas de
borrachos –siguió–, aunque a alguno he sacado a patadas en el
culo.
El
silencio se prolongó como una marea que crece, contenido apenas por
la música. No logré reconocerla, pero me di cuenta de que terminaba
y empezaba otra vez desde el principio.
Me
sorprendió que el fantasma fuese capaz de hablar de su propia
muerte. Muchos de ellos ignoran que están muertos, y muchos otros
reaccionan contra ese hecho con rabia, con dolor, con furia. Sin
embargo, el camarero parecía ajeno a ello. O indiferente.
–Ha
llovido desde el ochenta y siete –comenté.
–Ha
llovido y ha escampado, sí. ¿Otra copa, no? Tiene que contarme eso
del asesinato, detective.
Claro,
me dije. Como si fuese yo el que tiene una historia curiosa aquí.
Pero bueno, me dije mientras trataba de reconocer la música, mejor
le doy palique antes de cargármelo. Parece tan peligroso como una
aspirina. Y esta noche me pagan por saber qué pasa, no por liarme a
cuchilladas.
–Mi
cliente piensa que ocurre algo fuera de lo normal en el local... y
veo que tiene razón.
Sonrió
mientras rellenaba los vasos.
–Así
que me ha pedido que pase aquí la noche, que indague un poco. He de
reconocer que ha sido más fácil de lo que me esperaba.
Miró
a la pantalla del ordenador y el volumen de la música subió
mientras las luces del techo se atenuaban. Tal vez lo hizo porque le
gustaba, tal vez para demostrarme su poder.
–Así
que –seguí, tratando de colocarme en una posición de fuerza– he
sellado el local, de forma que ningún espíritu podrá salir de
aquí. Y he preparado algunas armas, por si el fantasma resulta ser
violento.
–¿Y
se ha encontrado usted muchos fantasmas violentos? A lo mejor quiere
contarme alguna buena historia.
–Casi
todos. Nos quedaríamos sin segoviano antes de que te contase la
mitad.
Levantó
la botella, observando su contenido con pericia de camarero viejo,
del que sabe cuántos chupitos le quedan por servir sólo con tantear
el peso.
–Pues
es la última del almacén –se quejó–. Yo nunca me quedé sin
Dyc en el almacén.
–Son
otros tiempos, se vende menos. Supongo que en tus años no había
tantas marcas.
–Supongo
que no –rellenó los vasos de nuevo–, pero bastará hasta las
cinco.
–¿Qué
pasa a las cinco?
–Me
retiraré a descansar. Es... fue mi hora, si entiende lo que quiero
decir.
Murió
a las cinco de la mañana. Seguramente, junto a la barra de aquél
bar donde Julián ponía copas cada día. A mí me daba igual, llevo
mucha tierra de tumba bajo las uñas, pero supuse que a mi cliente no
le gustaría demasiado. Mala suerte. La canción terminó de nuevo, y
el silencio se impuso. El humo de mi cigarro y las preguntas se me
acumulaban en la boca, y empecé a soltar ambas cosas.
–¿Esa
es la canción que sonaba cuando te mataron?
–¿Matarme?
Nadie me mató, detective. Me falló la patata, así de simple –dijo
dándose unas palmadas en el pecho– mientras echaba cuentas aquí.
Mientras pensaba en la próxima reforma, en la boda, en dónde ir de
vacaciones o cuántas letras me quedaban para pagar el coche. Me morí
mientras intentaba vivir.
–Y
sonaba esa canción.
–Y
sonaba nuestra canción.
Se
giró y entonces ocurrió algo extraño. Una especie de niebla, una
cortina vertical, acompañó su giro, modificando la imagen de lo que
había frente a mí. La estantería de botellas cambió,
convirtiéndose en un estante de madera. En los huecos libres había
carteles de partidos de fútbol del Valladolid, de corridas de
toros, y algunas fotos en blanco y negro de mi fantasma, acompañado
de desconocidos que supuse fueron relevantes en su vida.
Dio
dos pasos hacia la cocina, y la cortina de niebla antigua reveló un
equipo de música que le habría parecido chulo a Marty McFly. Puso
en marcha el reproductor de cinta y la música volvió a sonar, esta
vez acompañada de la voz de Ana Belén.
“Esta
es la historia de un sábado
de
no importa qué mes,
y
de un hombre sentado al piano,
de
no importa qué viejo café”
La
reconocí, claro. Lleva sonando desde los años ochenta, y creo que
es a la música lo que un bocadillo de alquitrán caliente a la
gastronomía. Oscura, pegajosa y triste. Miré a mi alrededor. Las
sillas de haya y el moderno futbolín, el suelo de gres y la máquina
de tabaco, todo había sido sustituido por mobiliario antiguo, tarima
añeja y hasta una cortina de flecos de plástico en la puerta. De
alguna forma, mi fantasma me había hecho viajar atrás hasta una
época tan antigua que me extrañó no ver en blanco y negro.
Atacarle quedaba descartado, al menos hasta que supiera cómo
regresar a mis malos tiempos.
“Toca
otra vez, viejo perdedor,
haces
que me sienta bien.
Es
tan triste la noche que tu canción
sabe
a derrota y a miel”
–¿Estos
son tus recuerdos? –pregunté.
Asintió
con tristeza. Su mirada estaba clavada en una fotografía, en la que
le acompañaba una mujer guapa, morena y espigada. Ambos vestían con
elegancia de proletarios y sonreían a la cámara como dos estúpidos
que creen que todo les saldrá bien, que todo está por venir. Como
dos enamorados.
Reconocí
el paisaje que había detrás. Era el paseo de Versalles, en la misma
Medina, aunque los árboles parecían más abundantes y frondosos que
en la actualidad, y el río Zapardile, al fondo, llevaba mucha más
agua que ahora. La vegetación y el vello corporal eran mucho más
frondosos en los años ochenta.
–Estos
son mis recuerdos. Y pronto llegarán mis sueños. A las cinco. Por
eso tienes que irte. Déjame con mis cosas.
–Sueños.
¿Hay sueños más allá de la muerte?
–Claro.
Hay sueños y esperanzas. Por eso no me fui nunca.
–Por
eso volviste cuando ella cantó la canción el sábado por la noche
–susurré. A esas horas era fácil de deducir.
–Siempre
he estado por aquí, en cierto modo. Y estaré.
–Puedo
ayudarte con eso –dije de forma impulsiva–. Ayudarte a cruzar del
todo.
Jugó
con su vaso, haciéndolo rodar entre las manos durante unos segundos.
“Toca
otra vez, viejo perdedor,
haces
que me sienta bien”
–¿Hay
recuerdos al otro lado?¿Vendrán conmigo?
–No
lo sé –pensé en mi propia muerte, de la que había regresado sin
recordar ni siquiera mi verdadero nombre–. Espero que haya paz,
pero no lo sé a ciencia cierta.
–¿Lo
ha hecho antes, verdad?
–Muchas
veces. La gente se queda anclada. Muertes traumáticas, asuntos
pendientes, magia negra, tragedias de todo tipo... y yo puedo
solucionarlo antes de que pase algo peor.
–No
hacen falta asesinatos ni grandes cosas, detective. Ni... ni
invocaciones ni crímenes ni magos.
La
gente vive y ama y muere y odia, y sueña y recuerda. Y es derrotada
y a veces gana, pero sólo a veces. Las tragedias pasan todos los
días, en todas partes. Eso es la vida, y es buena. Demasiado buena
como para olvidarla. Demasiado buena como para irse y olvidarlo todo,
sin más.
Asentí.
No tenía mucho que decir a eso. No iba a irse voluntariamente.
–Y
a usted, detective... ¿le quedan esperanzas? –preguntó mientras
rellenaba el vaso.
–Ninguna
–dije antes de apurarlo a trago duro–, pero me quedan peleas.
El
whisky se me atragantó durante un segundo, haciéndome toser,
abrasando mi garganta como una lágrima contenida. Cuando abrí los
ojos, el bar era el que yo siempre había conocido y yo estaba solo.
Solo, delante de una botella de whisky, dos vasos vacíos y una vieja
foto enmarcada, de una pareja que sólo tuvo tiempo de soñar, que
sólo pudo compartir recuerdos de derrota y miel a ambos lados de la
muerte.
–Qué
cabrón –le susurré al vacío.
Al
día siguiente le conté a Julián todo lo ocurrido y le di la foto.
La historia no daba para novela, desde luego. El dueño del bar tenía
una relación con la chica de la foto, con la que compartía canción
y esas cosas tan bonitas. Él murió de un poco emocionante infarto,
y ella siguió adelante con su vida. Acabó trabajando y casándose
en Madrid, y cuando regresó al pueblo para celebrar su jubilación
no resistió la tentación de volver al viejo bar, de sumergirse en
los viejos recuerdos, de cantar la vieja canción.
Tal
vez quiso hacer un homenaje secreto, privado, a ese amor que no pudo
ser, tal vez incluso ese viaje tenía como objetivo sumergirse una
última vez en la nostalgia, disfrutar de aquellos paseos por
Versalles y aquellos proyectos compartidos que nunca fueron. La
gente, a veces, encuentra consuelo y alegría en ese tipo de
comportamientos, por mucho que yo no los entienda. Visitamos el
cementerio de nuestra añoranza para dejar flores frescas de anhelo y
sonrisa. Somos unos cretinos.
Expliqué
a mi cliente los pasos a seguir. Volvería esa misma noche, equipado
para un exorcismo y una limpieza total. Después buscaría la tumba
del camarero y quemaría los restos, evitando así que volviese
jamás.
Él
me miró, asintiendo vagamente, volviendo sus ojos a la vieja
fotografía cada pocos segundos.
En
ese momento, mientras yo calculaba mentalmente la tarifa a aplicar,
su mujer salió de la cocina y colocó una bandeja de callos en la
vitrina. Se miraron durante un instante, ella sonriendo con las
mejillas sonrojadas por el calor y el trabajo, él serio y tranquilo.
–V–vamos
a dejarlo, macho –me dijo cuando ella volvió dentro–, después
de todo no hace daño a nadie. Y seguro que a la señora le gustará
recuperar la foto.
Di
un trago a mi cerveza, dispuesto a protestar. Se me escapaba un
dinero fácil. Tenía que convencer a aquél idiota sentimental de
que lo mejor para los muertos es estar muerto. Recordé entonces la
mirada del fantasma al ver la foto, tan parecida a la de Julián
cuando su mujer salió de la cocina y sonrió. Supongo que hay cosas
que yo no puedo entender, que hay vidas que merecen la pena aunque el
dolor exista, que tal vez tengan sentido gracias al suave dolor del
día a día, a los sueños que no pueden cumplirse, a los proyectos
demasiado lejanos, sólo porque hay momentos, para mí aburridos y
normales, que les dan sentido. Complicidades que duran el aleteo de
una mariposa pero que son suficientes para llenar el aire de color.
Había
perdido la oportunidad de ganar pasta, así que asentí y me pedí
otra cerveza. Y una ración de callos.
–¿Y
qué vas a hacer entonces, Julián? –pregunté mientras pringaba
pan en la espesa y rica salsa.
–Voy
a comprar una caja de Dyc –dijo sonriendo.
Después
me entregó la paga por mi noche de vigilancia y se alejó para
atender a otros clientes, mientras yo me dedicaba a disfrutar mis
callos sin darle más vueltas al tema. El caso estaba cerrado.
Me encanta como escribes.
ResponderEliminarEs curioso, porque tu detective siempre me ha recordado a un tipo al que conocí y al que le gustaba mucho la canción de El hombre del Piano. Qué cosas. ;)
Curioso de verdad. Tal vez haya versiones reales de nuestros personajes por el mundo real 😊
EliminarCuando te permites escribir estos relatos sueles dejar fluir una sensibilidad extraña. Como si en cierta forma envidiases a tu detective y su capacidad de guardar distancias con los sentimientos humanos.
ResponderEliminarMe has dejado la sonrisa en la cara y la canción en la cabeza. Gracias, enano.
Puede ser. No lo sé, me has hecho pensar.
EliminarTen cuidado o puede que te conviertas en la nueva Corín Tellado. Gran relato, compañero,
ResponderEliminarJajajaja, esa es una amenaza seria
EliminarMe ha gustado mucho, como siempre. Esta vez, menos truculento, pero muy reflexivo, filosófico. El final, redondo. Cómo me gustan tus historias, enano. Un abrazo!
ResponderEliminarMil gracias. Ha sido difícil pero parece que salió bien. Mil abrazos.
EliminarEs la primera vez que leo algo tuyo y me ha sorprendido gratamente, escribes y describes muy bien. La historia es tierna y dura a la vez, además de original, me gusta
ResponderEliminarMuchísimas gracias, espero que te animes a volver por aquí y leer más. 🙂
ResponderEliminarElegante, oscuro, sentimental, amargo, y con una de mis canciones favoritas (aunque confieso que prefiero el original de Billy Joel), con uno de los personajes que más me está haciendo disfrutar de mis lecturas últimamente.
ResponderEliminar¿Qué más se puede pedir?
Felicidades, hermano. Un gran relato, una triste bella historia de fondo y, cerrando el telón, la columna de humo del cigarrillo de cinismo y desencanto de este personaje que me encanta.
Se merece aparecer en una antología de relatos.
Esperando el siguiente con impaciencia.
Un abrazo.
Gracias, compañero. Sí es cierto que la canción original tiene otro toque, pero me pareció más adecuada esta para un camarero español de los años ochenta. Ya sabes, por darle contexto. Un abrazo fuerte.
EliminarMe ha encantado lo que he leído, muy profundo. Espero que continúes realizando este increíble trabajo en tu blog. No se como he terminado en el pero agradezco haberlo hecho, ahora lo agrego a favoritos para continuar luego con los demás artículos. Saludos
ResponderEliminarRecibe mi más cordial bienvenida. Es una suerte para mí que hayas llegado a mi casa, que desde ahora es la tuya también. Un saludo.
EliminarTodos estos días buscando un hueco para leerte. Ha merecido la espera. Veo que sigues, como siempre, escribiendo muy bien y haciendo trabajar a tu detective, aunque esta vez en algo agradable y nostálgico. Buena entrada.
ResponderEliminarComo siempre, volveré. Ha sido un placer.
Un abrazo muy fuerte, Jose.
Un gran abrazo, me alegra que sigas por aquí.
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