viernes, 1 de julio de 2016

APARICIÓN




APARICIÓN - Uno


A mí, la verdad es que morirme no me sorprendió mucho. Si acaso, me sorprendió morirme de viejo, en vez de hacerlo en la Guerra Civil, o en los años del Goulag, cuando Stalin pensó que tampoco éramos comunistas del todo.

En la guerra, pongo por caso, estuve a punto de entregar la herramienta más veces de las que caben en una gavilla.

Hubo un día, en las trincheras del Jarama, que cayó una granada dentro de la trinchera –fabricación alemana: bien jodidos nos tenían los fritz- y los seis o siete que andábamos buscando raíces que comer nos dimos por finiquitados. Entonces, el Txopelana, un compañero de Bilbao que era más bruto que un saco de martillos, se tiró encima y se comió la explosión, la granada, y los terrones y las raíces que había abajo. Un héroe, el Txopelana. Ya contaré luego cuándo volví a verle de nuevo.

A lo que voy es que si uno sale con bien de cosas como esas le entra cierta sensación de que no va a morirse nunca. Y claro, al final te mueres.

Yo me morí en un asilo de monjas ursulinas, que lo tenían al lado de un colegio y era un gusto ver a las niñas jugando por el patio, tan llenas de vida y de promesas, mientras uno aguantaba a las reputas monjas con sus purés y sus rosarios.

Si las pillo yo en mis tiempos, con el Txopelana al lado, bien les habría quemado el convento con ellas dentro. Y ya ves: me muero con ellas al lado y el padre Sepúlveda, malo como la quina, rezándome responsos.

La cosa es que cuando me morí pensé que ahí acababa todo. Yo siempre he sido muy ateo y, como ya le contaba en las trincheras a un curita protestante que vino de no sé donde a luchar contra los del Alzamiento, si no creo en el Dios de España, que es el único y verdadero de toda la vida, malamente voy a creer en otro.

Total, que al morirme vi que veía, y apalpaba, y tenía conocimiento. Me notaba más ágil, como si los años se hubieran ido atrás como pellejo de liebre desollada, y más fuerte que cuando tiraba de guadaña en los campos de mi mocedad. Vi como un agujero largo, largo de intención, y al final una luz blanca y fuerte que parecía llamarme. Y salió de la luz una figura negra y ancha, que pensé yo que bien sería Dios o el Zarrapastroso y que al final ser ateo era tontuna y la figura me llevaría arriba o abajo, como correspondiese.

Pero resultó ser el Txopelana, lo que son las cosas, vestido todavía con los aperos de combate y el traje de faena, más limpio y guapo que un San Francisco, o el santo que toque en el refrán ese. Se me vino a mí el Txopelana, sonriendo y liando picadura, y me abrazó con el pitillo en la boca y la fuerza de uno de Bilbao, que bien me habría matado si no hubiera venido yo aviado. Yo, con la muerte más lechal que recental, andaba desconcertado y no sabía por dónde mamarla, pero lo abracé también.

Me contó muchas cosas de las que pasan cuando te mueres, cosas que no puede uno contar a los vivos porque hay que hacer las cosas bien, y no se puede. Me contó también, lo que es la vida, y lo que es la muerte, que el día de la trinchera, allá en el Jarama, él ni se había tirado ni había hecho intención: que le había empujado un amarravacas de San Sebastián –Donosti lo llama el Txopelana- que se la tenía jurada por ser de Bilbao, por haberle levantado una moza lozana, y por unas partidas de mus que el amarravacas creía apañadas por Txopelana. Esto no lo vayas contando, le dije, que ahí abajo te tienen por héroe y hasta una medalla te dieron.

Bien lo sé, me dijo el Txopelana, que cuando llevas un tiempo en la tumba, por lo que te he contado y que no debe salir de aquí, empiezas a saber cosas de los vivos. Y bien contenta estaba la Itziar de tener la medalla en casa, aunque cuando ganaron los facciosos la tenía escondida en la panera.

Pensé yo que me tocaba pasar la eternidad bien tranquilo y descansado, como corresponde, y con aquella lozanía y frescura que sentía entonces porque nadie me había contado todavía nada de invocaciones y fantasmas y las creía cosas de cuentos de viejas, como el hombre del saco o la conversión del vino en sangre de Cristo. Bien guardada me la tenían, y todo eran rejas vueltas.

Pero eso ya lo sigo contando otro día.

APARICIÓN, dos

Un hombre podría vivir aquí y ser feliz. Sí, podría. Claro que un hombre ya tiene que haberse muerto para estar aquí.

El sitio me gustaba, porque era tranquilo y no había que aguantar a ninguna monja.

No me hacía mucha gracia estar muerto, claro, pero a burro muerto, la cebada al rabo, así que había que tratar de pasarlo lo mejor posible.

Yo no tenía mucho que hacer allá más que enterarme un poco de cómo eran las cosas. Aprendí pronto mucho, pues al que entre miel camina algo se le pega, y lo más de eso no puedo contarlo a los vivos, pero sí que me enteré de algunas cosas que sí puedo decir.

Por ejemplo os puedo contar algo de cómo se hace aquí para divertirse una miaja y que la eternidad no se haga tan larga.

Al poco de yo morirme y andando en cuadrilla con mi camarada el Txopelana, le conté muchas cosas de cómo había sido no morirse en la guerra y, al final, de mis años con las marranas de las ursulinas y el maromero del padre Sepúlveda, que era malo de raza y de oficio y más negro de alma que de sotana. Tenía más de un vicio por costumbre y no era el menor aprovecharse de limosnas y donaciones para pagarse sus caprichos, o regalar a los ancianos más hostias fuera de misa que dentro, diciendo aquello de: Aquí manda Dios y yo le represento.

Txopelana, que siempre había sido muy de joder curas, me dijo que me enseñaría algunas cosas útiles para un fantasma –se ve que no me había muerto del todo y me tocaba plañir un tiempo entre los vivos- y que podría practicar con el padre Sepúlveda lo aprendido.
Yo nunca he sido el más listo del barrio pero soy aplicado como ninguno, y aprendí rápido mientras pude, practicando en el más allá, es decir acá, las cosas que me enseñaba Txopelana.

Cuando mi compañero me vio más o menos preparado y más impaciente que listo, me dijo cómo podía presentarme donde los vivos, y allá que me fui, solo y contento. Más solo que contento, pero el Txopelana andaba algo más muerto que yo, que hasta para eso hay grados, y no podía venirse tan a menudo.

Así que una noche me presenté en donde las marranas ursulinas, barruntándome que el burro bien sabe en qué casa rebuzna y pensando en darle un buen susto al padre Sepúlveda. No más que un susto, que ya andaba yo zorreado por la vida y con la sangre muy templada.

Empecé por lo más tranquilo, que es siempre lo de apagar y encender luces. Supongo que parece más fácil hacer ruiditos, arrastrar cadenas, y todo eso, pero la verdad es que lo de las luces es más simple: ni siquiera tenemos que tocar el interruptor. Es algo que tiene que ver con la energía, como hacer una radio de galena.

En total, que la cosa no fue muy efectiva al principio. Encendí y apagué la luz de la mesita de noche del padre, pero él seguía durmiendo y no se daba por aludido. Como en vida no había entrado en su habitación, aproveché para echar un ojo.

Tenía en la pared un crucifijo de madera, de esos sin Cristo ni Dios, y un cuadro mal pintado de algún santo mártir: un tipo viejuno que se doraba sobre una parrilla con una mueca toda llena de dientes: ni se sabía si el pobre reía o gemía, aunque en cualquier caso andaría medio loco, como marrano mal matado, y no era algo que una persona normal tuviera en su habitación para verlo antes de dormirse.

Ahí fue donde me dije: Saturio, mal lo llevas para asustar a uno que duerme con esa estampa de cabecera. Y pensé que tenía que usar trucos mejores.

Así que me volví donde el Txopelana para que me enseñara a hacer sangrar paredes, que lo tenía yo visto en una película y que me parecía muy imponente.

Esto no tiene nada de fácil: ya me dijo el Txopelana que era cosa de ectoplasmas y así, y me estuvo dando unas clases para que me hiciera con ello.

Las clases dolían mucho porque eso del ectoplasma es como mover el propio humor, como deshacerse un poco y coger lo tuyo y darle otra forma, y duele como que te trillen el alma, pero buey con sed bien inclina la cabeza, y cuando salta la liebre no hay galgo cojo, así que a base de tiempo, que tenía mucho, y tesón, que no me faltaba, me hice con el truco.

Al cabo ya era yo capaz de hacer sangrar paredes, formar sombras y dibujar apariciones.
Y me volví para donde los vivos a buscarle ruidos al moscón, pero me equivoqué otra tirada larga por los mismos ruidos.

Entré de noche en el convento, todo callado y tranquilo, sin que se oyeran más ruidos que los correteos de monjitas juguetonas que iban de celda en celda con sus zarandajas. Para probar lo aprendido aproveché el cruzarme con dos novicias que, solas en un rincón oscuro del claustro, se abrazaban y se daban friegas bajo los hábitos. Mucho frío estarían pasando las pobres mozas, que hasta jadeaban y les tiritaban las carnes, pero no estaba yo para piedades sino para milagros.

Hice, con esto del ectoplasma, que se me viese la cabeza descarnada y de calavera, sacando una luz bermeja por las pupilas. Con esa facha me planté delante de ellas y esperé el susto que había de sobrevenir.

Se crea o no las pobres niñas andaban tan en lo suyo, quitándose el frío, que ni me vieron. Intenté gritar y hacer ruidos para llamar su atención, pero claro eso no lo había aprendido del Txopelana todavía, y pasados unos minutos en esa pose me dolía ya el cuerpo como tras día de siega y las monjitas no se daban por aludidas, mientras seguían con sus friegas y sus suspiros.

Decepcionado y cansado me volví para donde los muertos y Txopelana, que ya veía retrasarse mucho la cosa me dijo que no me preocupase, que para la noche siguiente se vendría él conmigo y entre los dos aviaríamos al Sepúlveda y a quien me pluguiere.

Más contento que un cerdo en un charco de mierda me fui a descansar un poco y reponer fuerzas para el día siguiente.

Me resultaba divertida la idea de ir a cazar curas, tantos años después, con mi viejo camarada de trincheras y zapas, con el que ya había quemado más de un convento, y me entretuve imaginando la cara del Sepúlveda cuando las paredes de su cuarto empezasen a sangrar y el santo del cuadro le cantase la Internacional con acento vascuence, y en eso pasé el tiempo hasta que sonó la hora.

Pero, lo que son las cosas, el que se levanta tarde ni oye misa, ni come carne, y yo había perdido más tiempo en aprender que el que Dios me había dado, como descubrimos al siguiente día al llegar al convento.

Entramos con la luna bien alta, andando en silencio y bien pegaditos a las paredes, como si fueran a vernos. Para la ocasión, supongo que por costumbre, nos aparecimos los dos con la facha que teníamos de jóvenes, con nuestros trajes raídos de milicianos y barro en las botas. Era una pena que fuéramos invisibles, tan aguerridos y tan soldados que si nos ve la Pasionaria resucita de gusto, avanzando por terreno hostil como en otros tiempos.

Los pasillos estaban yermos de gentes: ni monjitas calentándose ni novicias jugando vimos, aunque con lo fría que era la noche bien hacían en no salir al fresco.

Despacio y sin cruzarnos con nadie, llegamos hasta la habitación del cura y Txopelana salió de batida, lo que en este caso quiere decir que metió la cabeza a través de la pared para ver si el cura dormía o velaba. Yo aún no sabía hacer eso, así que esperé con envidia y nervios a partes iguales.

Tardó mucho el vasco en volver a salir, y cuando lo hizo tenía cara de circunstancias.
-Mala suerte tenemos, Saturio.

-¿No está ahí el pater? –pregunté, inquieto.

-Está, y estará mientras no le saquen –contestó Txopelana-. Él solo no va para ningún lado.

-¿Pues?

El Txopelana sacó la picadura y se lió un cigarro, cabizbajo, antes de contestar.

-Lo están velando y rezando por su alma, que ya anda lejos porque no huele a ella. Se ha muerto este mediodía; todo lo más tarde, al caer el sol.

Me cayó como un jarro de agua fría, claro. Eso no se hace. El puto cura parecía decidido a joderme hasta muriéndose por que no le hiciera yo mis bromas.

-Pues tanta paz encuentre como descanso deja –dije, rabioso-, y que le reciban bien en el Infierno.

El Txopelana sacó una llamita de su dedo índice y se encendió el cigarrillo.

-Hasta para morirse son malos, los joputas estos –dijo, como si leyera mi mente, cosa que por otra parte podíamos hacer ambos: hablábamos más por vicio que por necesidad.

-Oye, Saturio, y ya que estamos aquí, ¿por qué no les quemamos el convento a estas malas putas?

Me lo pensé un momento, porque el tiempo que había vivido con ellas me había hecho cogerlas cierto cariño, casi como si fueran personas, Pero yo andaba de muy mala leche y cuando el diablo enreda...

-Mira, pues sí: vamos a prenderle fuego por lo menos a la capilla.

Pena fue, visto lo que pasó luego, no quemarlo todo entero con ellas dentro. Pero al menos esa noche las monjitas no pasaron tanto frío y nosotros nos reímos bastante viendo arder el retablo.


APARICIÓN - Final

Ante las ruinas calcinadas del retablo tres alumnas del colegio ursulino permanecían arrodilladas, soportando el frío de la noche y el recio olor a quemado del recinto.

Frente a ellas, los restos ennegrecidos de una Piedad barroca, altar equívoco y monstruoso de una fe carnívora, se veían rodeados de santos mutilados por el fuego. Sólo la luz de unas velas trataba de romper la tiniebla reinante.

En el suelo, donde uno esperaría ver quizá un libro antiguo robado de la sección secreta de la biblioteca abacial, encuadernado tal vez en cuero negro de dudoso origen, hay apoyada una tablet de última generación conectada a la red WiFi del convento, en cuya pantalla se ve una página dedicada a la invocación de espíritus y la magia blanca cristiana. Que algo así pueda ser real no importa, pues la fe de las tres jóvenes es suficiente como para no dudarlo.

Mientras estudian el texto por enésima vez una de ellas ha liado un cigarrillo de marihuana, también el enésimo del día, y ahora lo enciende, haciendo que el dulce y picante olor se mezcle con el hedor de la destrucción que les rodea.

Ya están preparadas. Comienzan a leer el hechizo.

Después de lo de la quema del retablo, estaba yo más feliz que un perro con dos colas, haciéndome memoria de nuestras aventuras de juventud en la guerra, aunque echando un poco de menos al Txopelana: el pobre tuvo que irse un tiempo a purgar sus pecados, porque con el incendio había llenado su cupo. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe, y el Txopelana había roto ya la paciencia de quienes mandan en el más allá, que no hay obra sin capataces. Tardaría un tanto en volver, y allí me quedé yo, más solo que sereno en Nochebuena.

No era cosa que me preocupara, entretenido como estaba ensayando mis trucos con ectoplasmas y voces lúgubres, hasta que sentí como un calambre en las tripas y una apretura en los intestinos.

Saturio, me dije, a ver si es que hasta muertos tenemos que hacer de vientre. Y dónde.

Malo habría sido, porque no había ni papel ni hoja de sarmiento por las cercanías, pero peor fue lo que en realidad pasó. El tirón siguió cogiendo fuerza sin que pudiera yo oponerme, hasta que sentí que me daban vuelta como a piel de conejo y, desollada el alma, me llevaban a donde yo no quería ir. Me resistí cuanto pude, que más vale bollo en paz que hogaza en guerra, y había estado yo muy tranquilo hasta entonces, pero aquella fuerza tiraba como buey contento y al final me vi arrastrado sin remisión y me encontré con lo que no buscaba.

Las tres jóvenes, con la cabeza inclinada sobre la pantalla, repiten una y otra vez su invocación, de forma confusa en principio, la voz empastada por la droga y los nervios. Sin embargo pronto encuentran el ritmo y su dicción mejora. El timbre de sus voces se fortalece, crece, como imbuido de una nueva fuerza, una fuerza exterior a ellas que parece provenir de la cargada atmósfera, de la tierra sagrada que las rodea, de las capillas y sepulcros antiguos.

Sobre las cenizas en las que están arrodillada, una corriente fría empieza a soplar. Un aire que no parece provenir de ningún sitio pero que inunda el lugar hace que la luz de las velas brille más ahora cuando sus voces, fuertes y seguras, pronuncian correctamente las Palabras, los Nombres y las Condiciones del conjuro, tal vez oración y tal vez brujería.

El rostro virginal de la Piedad, antes madre doliente y ahora extraño zombie calcinado, parece brillar desde dentro iluminando unos ojos que son lo único reconocible tras el sacrificio del fuego. Quizá sea sólo un efecto óptico.

Las tres jóvenes extienden su mano derecha en un movimiento perfectamente sincronizado puesto que ya no son tres, sino una esencia en varios cuerpos, y sin que sus voces tiemblen ni duden cada una de ellas dibuja sobre la ceniza fría la primera letra del nombre de aquél a quien quieren invocar. Una S.

Llegué por fin donde no quería y me hice sólido otra vez, aunque tembloroso y cansado, enfrente de aquél retablo mal parido y requemado. No estaba solo, que habría sido malo porque más vale hornazo compartido que mierda para uno solo, pero tampoco la compañía era buena: frente al retablo, unas varas delante de mí y a mi izquierda, había tres niñas arrodilladas; tres alumnas, si el uniforme no me engañaba, del colegio de las reputas monjas. Y un poco detrás de ellas, al otro lado, estaba la figura inconfundible del miserable padre Sepúlveda con la cara tan congestionada como imagino estaría la mía, que no hay mejor espejo que el que sufre el mismo mal, y con aspecto despistado como si aquel botarate se preguntase dónde estaba.

Yo tenía algo más claro lo que pasaba porque el Txopelana me había contado muchas cosas y yo había aprendido otras tantas y llevaba más tiempo muerto que el curita: aquellas tres brujas aficionadas habían hecho una invocación, y aunque no creo que supieran bien cómo funcionaba, les salió la cosa. Y  hasta mejor de lo que esperaban, pensé al ver la S dibujada en la ceniza. Quisieron traer a Sepúlveda, yse  trajeron también a Saturio, para mi desgracia.

Dos fríos remolinos de viento y ceniza tomaron cuerpo a la espalda de las muchachas, que sintieron cómo sus voces se apagaban, borradas en una reverberación de estática. Un dolor afilado aguijoneó sus jóvenes cuerpos paralizando voces y miembros cuando el poder de los Nombres robó parte de su energía para dotar de fuerza a los espíritus, que se materializaron en unos instantes.

Las tres jóvenes miraron alucinadas a los fantasmas ahora corpóreos. Uno de ellos era el que buscaba: el padre Sepúlveda, que había sido su mentor y al que ahora habían querido invocar para que diese respuesta a los extraños fenómenos ocurridos en el colegio y el convento, para que las guardase del mal que parecían albergar aquellos viejos muros y que había provocado el incendio. El otro, un joven soldado, vestido con un uniforme que no reconocieron pues a fin de cuentas eran estudiantes españolas, y que tenía en sus manos un viejo fusil y colgada a la cintura una larga bayoneta.

Ambos, el sacerdote y el soldado, se miraron durante un instante y sus ojos se encendieron con la luz del odio.

Las desconcertadas jóvenes sólo habían invocado un espíritu. Y uno se quedaría. Ellas no lo sabían, pero esas eran las condiciones innegables del Nombre y el Poder.

Malo se le pone el ojo a tu yegua, curita, me dije cuando vi el percal. No pensaba yo que después de muertos apañásemos el negocio. Pero las brujas aficionadas me habían puesto en bandeja lo que nunca pude más que soñar en la otra vida.

Me eché el naranjero a la cara enfilando en la mira al padre Sepúlveda que se me antojaba ya perdiz caída, y le solté un balazo al pecho. Se echó a un lado, como en esas películas modernas donde esquivan balas que corren menos que yunta de bueyes, y el proyectil no llegó a tocarle. Rabioso, disparé otras cuatro veces hasta que descargué todo el peine del mauser, mientas que él esquivaba y esquivaba y se venía a por mí.

No me puse nervioso, porque lobo viejo caza esperando, y yo tenía fácil la baza. Mientras las niñas gritaban y empezaban a oírse carreras en el pasillo, supongo que porque las reputas monjas habían escuchado los disparos, el padre Sepúlveda se llegó a mí y se me echó encima con la intención torcida, pues predicó siempre más paz que la que practicó y ya en vida había soltado más de un tortazo a los viejos del asilo, yo incluido. Pero yo tenía más experiencia de muerto y además mi encarnación era más joven y estaba armado, así que agarré el fusil por el cañón con las dos manos y le solté un garrotazo con la culata que le cogió de lleno en la mejilla izquierda. Qué bien sonó a hueso roto y qué rabia no llevaría el trastazo que se me partió el rifle por la mitad.

Cayó el cura al suelo como trigo segado por guadaña, la cabeza maltorcida y el cuello tronchado. Aún así  hizo por levantarse mientras yo dejaba caer el arma rota y sacaba la bayoneta. A estas alturas monjas y novicias entraban en el recinto y todas gritaban y las menos rezaban, y las tres brujitas aficionadas, con el pelo canoso y el rostro envejecido como portazgo pagado por su hechicería que parecían cuarentonas y no mozas, lloraban más que ninguna de aquellas.

El padre Sepúlveda me miró, suplicante, y me pidió con voz rota que hablásemos, que hiciéramos un trato.

Ya en ese momento notaba yo una debilidad creciente, porque el hechizo y su fuerza se perdían, y sabía que sólo uno saldría vivo de allí. Bueno: sólo uno saldría muerto, y el otro iría a peor.

Así que le dije que con curas y gatos no se hacen tratos, y le clavé la bayoneta una y mil veces. Y mil veces más se la habría clavado si no hubiera desaparecido entre llamas que le salían por las heridas y le consumían las carnes al tiempo que una risa fosca y fría salida de no quiero saber dónde ahogaba los llantos de las monjas.

No duró mucho la cosa, porque al poco llegué a sentir de nuevo ese tirón en las tripas y se me llevaron por donde había venido mientras monjas y niñas, locas de miedo, me miraban desaparecer.

Y aquí termina mi cuento, donde empezó, conmigo muerto y el Txopelana, cumplida su pena, de vuelta y liando picadura. Ahora por culpa de las niñas estas tengo que aparecerme en el convento cada noche de luna llena; pero no es tan malo como parece, porque entre Txopelana y yo y algunos otros amigos que hemos ido conociendo preparamos diabluras suficientes como para entretener bien las visitas.

De Sepúlveda no se ha sabido más, ni ha de saberse: al fin y al cabo los curas son padres del demonio y nada malo hay en reunir a los miembros de las familias.



 FIN

3 comentarios:

  1. Me encantan las historias de fantasmas, y si tienen un toque de humor mucho mejor. Excelente entrada José.

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    1. Muchas gracias, me divertí mucho escribiendo ésta. El personaje era cómodo. Un abrazo, querido búho.

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  2. Al principio quería que fuese más seria, pero el personaje, su idiosincrasia, la transformaron en esta especie de parodia suave. Hace tiempo que quería compartirla con vosotros. Abrazote, compi.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.