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sábado, 3 de diciembre de 2016

EL INQUILINO

           



Comienza una nueva etapa en este tu blog y en mi "trabajo" de juntaletras, paciente lector. Acabo de publicar TIEMPO EN RUINAS; SANGRE Y SEMILLA, mi novela más global y ambiciosa. 
Es una historia que nació gracias a vosotros, que preguntabais por el trasfondo de mis historias de suspense y mis casos de Jonathan Silencio. 

Bueno, ese trasfondo es muy amplio, y tengo mucho que contaros al respecto. Para empezar a hacerlo tengo la suerte de que CARLOTA SUAREZ GARCÍA, escritora y compañera de trinchera, haya escrito este cuento que os introducirá en la Biblioteca de Siemprescrito y en las labores de sus... trabajadores. Es por sí mismo un hermoso cuento, y además me ayuda a abrir puertas que quiero invitaros a atravesar. 
Espero que os guste y que pronto podamos compartir más de este, vuestro mundo. Os dejo con el cuento de Carlota, que ella ha llamado 

EL INQUILINO





 Si tienes un rato libre, quizá sea buena idea rellenarlo con una historia. Si no se te ocurre ninguna, yo puedo contarte la de Clara y el monstruo.
Clara era, como cualquier niña de doce años, algo menos lista de lo que pensaba, un poco curiosa, medianamente aburrida y treméndamente pesada y presumida.
¡Porras!, esa no era Clara… ¿Acaso he dicho que Clara era como cualquier niña de doce años? Dejémoslo entonces en que Clara tenía doce años y era una… Clara tenía doce años, ¡esa sí es una verdad absoluta!

            Clara, algunas veces, decía mentiras, como todo el mundo, pero no tantas como para haberse ganado esa fama de mentirosa que la perseguía desde que aprendió a hablar. Una mentira es decir que te has cepillado los dientes aunque no lo hayas hecho o contestar que no tienes deberes, cuando la profe de mates te ha mandado dos hojas enteras de problemas, pero contar como son los parques en Venus, o que tu vecina de arriba tiene más de trescientos años, no es ninguna mentira.
            ¿Acaso alguien sabe a ciencia cierta que mientes, cuando dices que la hierba venusiana es naranja fosforito y los peces de Venus vuelan? Parece bastante obvio que en Venus hace más calor que en la Tierra porque está más cerca del sol. Es fácil imaginar una especie de hierba incombustible de color naranja y, si el agua de los estanques del parque se evapora, se convierte en gas, y si los peces viven en el agua, seguro que los peces marcianos vuelan. Obvio, ella sólo usaba la lógica y el sentido común.
            Su vecina, por ejemplo, estaba muy muy arrugada y respiraba rarísimo. Siempre le contaba un montón de historias de sitios muy diferentes. Para haber vivido todas aquellas aventuras y haber estado en tantos lugares distintos tenía que ser muy vieja. Además, Aurora tenía un loro que se llamaba Torcuato y vivía con ella desde que había regresado de Alemania, hacía muchísimos años. También le había dicho que Torcuato era muy viejo y que se iba a morir pronto. Clara había visto en Google que los loros vivían la tira de años, así que calculaba que su vecina rondaba los trescientos o trescientos cincuenta… ¡obvio!
            Le encantaba aquella palabra, obvio. La había aprendido hacía dos semana y la intentaba usar mucho para no olvidarse de ella. Le gustaban las palabras, las palabras eran importantes. Pero había un problema; lo que para Clara resultaba obvio, no siempre lo era para el resto del mundo mundial. Y por eso, porque aquello le ocurría desde que podía recordar, no le extrañaba que nadie se creyera la historia de su inquilino.

            Al principio, cuando ella era mucho más pequeña —ahora no era exactamente una “niña”— y todo empezó, Clara se refería a él como el monstruo, porque eso era, un monstruo. No un monstruo feo y aterrador ni sucio y maloliente, no. Si hubiese descuidado un poco más su higiene, habría sido sencillo convencer a su madre de que vivía bajo la cama, porque Carmen podía oler, por ejemplo, que su padre había vuelto a fumar o que ella había asaltado el armario del chocolate.
            No, su monstruo era limpio, eso sí lo tenía que admitir, y también cambiaba de forma cada cierto tiempo. Podía pasarse semanas enteras con forma de humanoide translúcido, de manera que Clara podía ver a través de él, o cambiar cada pocos días de gato callejero a oso de peluche y de oso de peluche a perro labrador. En una ocasión, incluso, le pareció ver a Torcuato en el quicio de la ventana, aun sabiendo que el pobre pájaro no se movía de su jaula, en casa de Aurora. Por supuesto, enseguida se dio cuenta de que no se trataba del loro de su vecina sino del monstruo.
            Con el tiempo, ella se fue acostumbrando a él y él a ella, por lo que pasaban días sin que la niña se percatara de su presencia y dejó de referirse a él como el monstruo. Ahora lo consideraba su inquilino, que era como la señora de la tienda de enfrente le había dicho que se llamaban las personas que vivían en casa de otras personas.
Como a Clara le gustaban las palabras, sabía que “huésped” era más adecuada que “inquilino” porque, que ella supiese, la criatura no pagaba nada por alojarse en su cuarto, pero como “huésped” le sonaba a peli de terror, se quedó con “inquilino”. Las palabras eran importantes pero unas le gustaban más que otras y no siempre era imprescindible usar la más adecuada.

            El día que Clara conoció a Rubén, el inquilino se había instalado dentro del espejo, en la puerta de su armario. No sabía cuánto tiempo llevaba allí porque creía recordar que hacía días que no lo veía. Había reparado en él esa mañana, mientras hacía un repaso rápido de su indumentaria. Tejanos azul oscuro, camiseta blanca de algodón y camisa de franela a cuadros rojos y negros.
            Al contrario que sus amigas, no solía darle mucha importancia a la ropa, pero le habían chivado que hoy empezaba el chico nuevo y, aburrida como estaba de los compañeros de siempre, quería causarle buena impresión. Además, no se trataba de un chico cualquiera, iba a ser el primer famoso que conocía.
            Lo descubrió mientras levantaba el faldón de la camisa y retorcía un poco el pescuezo para ver qué tal le sentaban los vaqueros. Al principio fue una especie de sombra, una mancha en el rabillo del ojo, pero pronto pudo ver la pluma que siempre lo acababa delatando.
            —¡Te pillé! —le dijo, riendo y pegando un saltito, mientras se giraba ciento ochenta grados, hasta poder mirarlo de frente.
Aquella especie de sombra superpuesta sobre el reflejo de Clara, no se movió. Nunca lo hacía.
            —Imagino que serás el tipo más torpe de entre los tuyos —intentó provocarlo, como casi siempre, sabiendo que no obtendría resultado alguno—, porque te he descubierto y ya no eres capaz de asustarme. Entendería que te quisieras mudar, la verdad, yo creo que tu trabajo aquí ya ha terminado.
            Aquello sí que había sido un farol bien gordo, porque Clara temía el día en que su inquilino decidiera abandonarla. No quería ni pensarlo. Y como no hacer lo que una no quiere hacer, mola casi tanto como hacer lo que a una le da la gana, decidió no pensar más en la marcha del inquilino. Aunque bien mirado, si no se había ido ya, quizá no estuviera allí para asustarla sino para vigilarla. A lo mejor pertenecía al servicio secreto del mundo monstruoso, el tío era bueno con los disfraces… Si no fuera por esa pluma con punta de espada tatuada en la pata de un gato o un perro, el ala de un loro, o el brazo de la sombra, la mitad de las veces no lo habría descubierto.
            Cuando a Clara se le metía algo en la cabeza le costaba muchísimo trabajo sacarlo de ahí. La solución más simple para pensar en otra cosa era siempre vaciar su cabeza en los cuadernos, pero como tenía muchísima prisa por marcharse y no le daba tiempo a escribir, tendría que intentar olvidarse sin más. Le esperaba un día superemocionante así que igual conseguía desconectar y olvidarse de que la sombra en el espejo podría abandonarla algún día.

Cuando su madre la dejó a la puerta del insti, ya se veía el revuelo.
            —Pero, ¿qué está pasando aquí?
            —Ya te lo dije mamá, ¿ves como nunca me escuchas? —protestó Clara, molesta por tener que darle explicaciones a su madre y no poder entrar corriendo a unirse con sus compañeros.
            —Te escucho, hija, te escucho. Pero me cuentas tantas cosas y tan disparatadas que no sé a cuál de ellas se debe todo ese griterío.
            —Es por el chaval nuevo, mami. ¡Es youtuber!
            —¿Que es qué? —preguntó Carmen, frunciendo mucho el ceño, y con cara de no entender nada de nada.
            —Tiene un canal de Youtube y lo ve muchísima gente en todo el mundo. ¡Y va a venir a mi clase!
            —Vale, vale… Me voy pitando a trabajar y ya a la hora de la cena me lo cuentas todo, ¿eh?
            —¡Vaaaale! —contestó Clara, mientras corría en dirección al amasijo de cabezas que rodeaban al pobre Rubén.
            Al llegar a la altura del corrillo frenó en seco. Sabía que podría ver a Rubén en clase, así que no pensaba liarse a empujones con diestro y siniestro para ganar unos minutos.
            Mientras esperaba pacientemente a que aquello se despejara un poco para poder entrar, Clara pensaba en la posibilidad de que aquel chico no fuera como ella imaginaba. Vale, lo había visto en la pantalla de su ordenador, ahí todo rubio y sonriente, con unos dientes perfectamente alineados —salvo ese colmillo un poco montado, que le daba una expresión traviesa— y blanquísimos. La melena, que le llegaba un par de dedos por encima de los hombros, le daba un aire de surfista que hacía suspirar a medio insti pero tendría que comprobar que no era un producto mediático, como los actores de la tele o los participantes de realities.

            El profesor de Lengua se había cabreado muchísimo con ellos porque no paraban un minuto, no hacían más que cuchichear y nadie atendida a sus explicaciones. Como todos estaban tremendamente excitados con el nuevo, Ramón, cuya asignatura era la primera de esa mañana, decidió cortar por lo sano.
            —Está bien —gritó, dando un par de golpes con la mano abierta sobre su mesa—, como veo que os interesa más conocer a vuestro nuevo compañero que a Delibes, haremos algo…
            Los alumnos, que se habían quedado en silencio mientras su profesor hablaba, empezaron a aplaudir tímidamente sin dejar que terminara de contarles su propuesta, por lo que el sufrido Ramón, tuvo que recurrir de nuevo a los golpecitos en la mesa.
            —Rubén —continuó, dirigiéndose al nuevo—, si eres tan amable de presentarte y contarnos de dónde vienes y porqué estás aquí, estoy seguro de que todos tus compañeros te lo agradecerán mucho. Luego, si te parece bien, podemos establecer una conversación informal sobre esa afición tuya por los vídeos en internet.
            Aplausos, grititos excitados…
            —¡Silencio o abortamos misión! —volvió a gritar Ramón, acompañando con los consabidos golpes en la mesa— Rubén, adelante.
            La clase de lengua y literatura pasó volando. Rubén, que en las distancias cortas le pareció a Clara un poco presumido, les contó que se había mudado porque a su padre lo habían trasladado de empresa. Afirmaba que a él no le importaba gran cosa con tal de que el wifi de su nueva casa fuera potente, porque su actividad principal era a través de la red. Además, vacilaba de relacionarse con youtubers y blogueros de todo el mundo.
            Aunque saltaba a la vista que el profesor no estaba impresionado y que desaprobaba un poco aquello de que un mocoso de doce años considerara la red su “actividad principal”, estableció un turno de palabra entre sus alumnos. Les dejó toda la hora para agasajar a su manera a aquel niñato de medio pelo que no había tenido ni una palabra amable para su pueblo —al menos podría haber elogiado el castillo, que se levantaba sobre la mota que le daba nombre y constituía un orgullo para todo medinense—, a cambio de que, al día siguiente se concentraran en la vida y obra de Delibes, que era lo que deberían haber visto ese día.

            Pasaron los días y las semanas. El rubito mono y presumido empezó a parecerle a Clara el más guapo y el más cool del mundo. Se pasaba tardes enteras delante de la pantalla del ordenador viéndolo analizar juegos de estrategia —lo había conocido precisamente gracias al de El Señor de los anillos— y animar a sus suscriptores a utilizar uno u otro gadget. Se había hecho su follower en twitter e instagram pero apenas había cruzado con él un par de frases en el insti.
            Aunque Benloff, que era como Rubén se hacía llamar, pasaba días sin ir a clase, sus compañeros conocían todos sus movimientos gracias a las redes y estaban dispuestos —sobre todo las chicas— a chivarle en los exámenes para que no se quedase descolgado.
            Clara sufría por la indiferencia con que la trataba el youtuber pero entendía que, para él, ella fuera un mosquito insignificante. Conocía a tantísima gente y tan interesante… ella era una pringada. Para su enorme desgracia, cuanto más la ignoraba, más le gustaba el chico.
            —Clara, te vas a quedar ciega de tanto ordenador —le dijo una tarde su madre, que había entrado en su cuarto a recoger la ropa sucia.
            —¡Déjame, pesada!
            —¿Cómo? Llevas una temporadita que no hay quien te aguante —respondió Carmen, seria y con cara de pocos amigos—. Que sea la última vez que me hablas en ese tono, jovencita.
            En lugar de contestar, Clara optó por ponerse los auriculares y aislarse de los sermones maternos.

            Esa noche, tumbada sobre la cama, pensaba en que pringaría el examen de sociales fijo. Hacía tres días que Ben —así lo llamaba ella en secreto, para sí misma— no iba a clase y había invertido buena parte del tiempo que debería de haber estado estudiando en buscar pistas sobre su actividad en las redes sociales.
            Al día siguiente, se despertó cansada y con dolor de cabeza. ¡Otra vez! Llevaba dos semanas levantándose de la cama y encontrando, sobre la mesa de su escritorio, el cuaderno abierto por la última página que había escrito. Aquello la molestaba porque, durante un instante, la hacía sentirse culpable. Sabía que una opción para dormir mejor, era escribir aquello que le preocupaba, pero solía dar resultado y ella no quería olvidarse de Ben. No sólo no quería olvidarse de él sino, que quería que él tampoco se olvidara de ella, “claro que para olvidarla, tendría que darse cuenta de que existía primero”.
            Mientras Clara se vestía deprisa y corriendo, una sombra se deslizaba desde debajo de la cama y se dispersaba, como el humo, alrededor de la mesa de estudio. Si Clara no hubiese estado tan distraída, quizá hasta hubiese escuchado una especie de suspiro resignado…

Ese día, al entrar en clase, Clara se llevó una sorpresa mayúscula. Rubén había vuelto a aparecer —tendría que haber imaginado que no se perdería el examen o acabarían expulsándolo— y se había sentado en el pupitre de al lado.
            —Hola
            —Ho… hola —respondió, sin poder evitar que el rubor subiera a sus mejillas.
            —Oye, me he cambiado de sitio porque Marta está con paperas y me han dicho que tú eres buena en sociales.
            —Claro, aunque tengo que avisarte de que no he preparado muy bien el examen —¡Era imbécil! Definitivamente era imbécil, una imbécil segundona—. Aunque tú tranqui, seguro que para un cinco nos da.
            —Vale, aquí me quedo.
           
            Clara no podía evitar estar emocionada —si aprovechaba la casi media hora del recreo para ponerse un poco al día, seguro que conseguía aprobar. La mayoría de los conceptos que estaban dando ya los conocía y a veces todo era cuestión de ordenar un poco la mente— y sin embargo sabía de sobra que era una mera sustituta de Marta, que siempre andaba pegadita al youtuber como una lapa y se encargaba de que éste entregara las tareas a tiempo y aprobara todas las materias.
            —Oye, Clara —Ben la sacó de sus pensamientos—, ¿qué sueles hacer por las tardes?
            —“Pensar en ti y verte una y otra vez en youtube” —pensó—. Bueno, estudiar, leer mucho y escribir un poco.
            —¿Escribir?, ¡no jodas!
            —Bueno, me refiero a los deberes, y eso…
            —Ah, ya —respondió, indiferente—. Ya pensaba que eras una friki de esas que flipa jugando a que es escritora y tal… ¡está plagado!
            —No, no… ¿de qué vas?
            En aquel momento entró la profe de inglés y, como era un poco miope y muy despistada, Clara sacó el libro de sociales y se pasó toda la hora estudiando. De vez en cuando, levantaba un poco la cabeza, miraba hacia la pobre Margaret —se llamaba Margarita, claro— y asentía para parecer interesada en lo que ésta decía.
            Después de inglés tocó lengua y, en lugar de ponerse con el comentario de texto que les había propuesto Ramón, Clara siguió repasando los temas de Soci. A la hora del recreo ya tenía más o menos dos tercios del temario en la cabeza —con alfileres, claro, pero sería suficiente para alcanzar un seis o un siete para Ben— y, en lugar de salir al patio, optó por colarse en la biblioteca para aprovechar esos preciados veinticinco minutos.
            Justo antes de abrir la puerta de la biblio, se dio la vuelta convencida de que alguien la seguía, pero el pasillo estaba desierto. Últimamente se había sentido observada y empezaba a creer que padecía de manía persecutoria. En fin, igual su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

            A la una menos cuarto, tanto Clara como Rubén habían entregado el examen y, a pesar de haberlas pasado canutas para que Clara pudiera pasarle las respuestas a Ben, también estaban satisfechos. Sus celculos habían sido muy acertados y, aunque dejó un tercio del temario sin tocar, de las diez preguntas de desarrollar, sólo había una que no le sonaba de nada. El resto las contestaron más o menos bien y aquello les garantizaba un aprobado largo.
            Como el profe de sociales los mandaba salir al patio según fueran entregando el examen, Clara se vio recompensada con diez minutos enteros de conversación con el youtuber.
            —No había escuchado una chorrada así en la vida —le dijo Rubén, cuando le describió a su vecina—. Pareces una niña pequeña, ¿cómo va a tener una vieja más de trescientos años? Tú no estás normal.
            —Pero ya te lo expliqué…
            —Ya, ya, el loro. ¡Menuda chorrada!
            Clara se tuvo que morder el labio inferior para no ponerse a llorar. Era una tonta.
            Ben le había empezado a decir que su abuela vivía con ellos y que, como todas las viejas, olía a naftalina, a lo que ella le había contestado que su vecina, que seguro que era mucho más vieja que su abuela, olía a violetas y a café. No tendría que haberle hablado de Torcuato ni de… El timbre que marcaba el cambio de clase la sacó de sus pensamientos y tanto Clara como Rubén, que se había alejado un poco y estaba wasapeando con el móvil, se unieron a un puñado de compañeros que también habían terminado, y entraron en clase.

            La hora que quedaba hasta irse a casa le resultó eterna y Ben ya no se dirigió a ella para nada —pensaba que estaba loca, seguro—. Al día siguiente, aunque Marta seguía enferma, Rubén se sentó en su pupitre habitual y en toda la semana apenas la saludó un par de veces.
            El viernes, cuando les dieron las notas de sociales —un siete para Ben y un inexplicable seis y medio para ella—, éste le dio una palmadita agradecida en la mejilla y Clara sintió un alegría inmensa… hasta que lo oyó susurrar a uno de sus compañeros: —“menuda pringada”. Esa vez, el truco de morderse el labio no funcionó y salió corriendo en dirección al baño para no quedar como una idiota.
            Entre mocos y lagrimones de cocodrilo, Clara se culpaba de no haber aprovechado aquellos diez minutos en el patio. Ella sabía un montón de cosas sobre un montón de temas porque había leído muchísimos libros pero no, tuvo que soltar lo de su vecina y la sospecha de que tenía más de trescientos años. Ben tenía razón, era una auténtica pringada.
            No le extrañaba que el chaval hablara sólo con Marta y con un par de chicos más de clase. Marta le pasaba los deberes y era la más guapa del insti, y los otros dos estaban “metidísimos” en el rollo ése de las quedadas de juegos online y en los festivales. Llevaban un mes entero flipados con el MadFun, que se celebraría en Madrid dos semanas más tarde y donde se concentrarían un montón de youtubers de toda Europa. Rubén, por supuesto, era uno de los invitados y tanto Marta como David y Sergio —así se llamaban sus compañeros— habían comprado las entradas hacía semanas. No se les oía hablar de otra cosa, de eso y de un youtuber que estaba pegando fuerte y que, con apenas veinte vídeos, ya tenía casi un millón de followers. Aquello último y la envidia que parecía despertar aquel tío en Ben, era lo único que la hacia sentirse un poco mejor —se estaba convirtiendo en una bruja mala, pero no lo podía evitar—. Aunque no lo admitiría ni loca delante de nadie, era consciente de que sentía celos de Marta y de aquel par de idiotas con los que Benloff el capullo se llevaba tan bien. Pues nada, si ella estaba celosa de la bella y los bestias, no estaba mal que él se muriera de envidia porque el tal Citizen hubiera conseguido casi tantos seguidores como él en tiempo récord. Clara, por supuesto, había decidido seguir al nuevo fenómeno de masas para fastidiar a Ben.

            Citizen parecía el antagonista de Benloff. Abundante pelo negro azabache cuidadosamente cortado, ojos verde intenso y un poco almendrados, tez tan bronceada que nadie diría que se pasaba horas frente al ordenador… Su belleza magnética te atrapaba en cuanto le dabas al play, y una voz grave te convencía de movilizarte para que que el último proyecto de Greenpeace se pudiera llevar a cabo o te explicaba lo sencillo que sería abrir pozos de agua en el Sahara, o ecoindustrias en los países africanos para hacerlos autosuficientes y no empujar a sus habitantes a emigrar. Defendía el sentido común y la justicia social. Rechazaba el egocentrismo y usaba la red para llegar a las masas.
            Clara se sentaba frente a la pantalla de su PC y asentía a cada palabra que aquel tío decía, le parecía una especie de mesías del siglo veintiuno… pero seguía coladita por Ben. No podía evitar pensar en él cada día al despertarse y antes de irse a dormir.                    Apenas podía soportar la indiferencia del youtuber, por lo que fingió estar enferma para no tener que ir al instituto, pero enseguida se arrepintió porque no soportaba quedarse en casa y no verlo —era una auténtica imbécil, porque Ben no le hacía ni caso y lo único que ella veía era su espalda—.
            Ya no escribía ni estudiaba y no hacía otra cosa que no fuera tirarse en la cama a lamentarse de su mala suerte, o sentarse frente al ordenador, en plan masoquista, reproduciendo una y otra vez vídeos de Youtube.

            Cada mañana, Clara se encontraba el acusador cuaderno abierto encima de la mesa por la última página en la que había escrito: —“Sé que nadie creerá en mi Teoría conspiratoria de los pájaros vigilantes, pero estoy segura de que lo que vi ayer sobre la plaza, era una gaviota de ojos verdes y profundos. Las gaviotas no tienen los ojos verdes y Medina está muy lejos del mar, por lo que estoy segura de que, lo que me parecieron unos ojos, son las lentes de sendas cámaras de vigilancia. No me preocupa demasiado porque los dirigentes de la organización espía que se encuentre detrás, no parecen tener demasiadas luces. Si yo fuera una perversa miembro de una organización maligna, vigilaría Medina del Campo a través de los ojos de una cigüeña, no lo dudaría ni un minuto. Unos tipos tan tontos no pueden ser muy peligrosos.”
            Aquella mañana ya no pudo más y estalló. Estaba prácticamente segura de que aquello era cosa del inquilino y, aunque buscó por todo el cuarto, no lo pudo ver —a saber, seguro que estaba en algún lado, agazapado como un maldito cobarde—.
            —Oye, ¿a ti qué te pasa? —lo llamó, cabreada.
            Silencio
            —Déjame en paz, ¿quieres? —dijo, mirando al techo y apretando un poco los puños—. No pienso escribir más chorradas de niña pequeña e inmadura.
            Silencio.
            Estaba rodeada de indiferencia. El invisible no era el inquilino sino ella, era invisible para él, invisible para Ben, invisible para el mundo…
            Enfadada, Clara se dirigió a la mesa de estudio y arrancó las hojas del cuaderno, las rompió en pedacitos y las tiró a la papelera. Comenzó a abrir cajones y, presa de una actividad frenética y destructiva, fue tirando a la basura todo lo que contenían —casi todo cuadernos y diarios antiguos, algún que otro boli…—. Sin darse cuenta, llegó al último cajón, donde guardaba una pluma de pavo real con varios plumines y un par de tinteros que sus padres le habían comprado en un viaje a Florencia. Tuvo la mala fortuna de que uno de los tinteros se abriera y empezara a chorrear tinta desde el cajón semiabierto hasta el suelo y entonces ocurrió algo rarísimo. En lugar de armar un estropicio en la moqueta de su cuarto —lo que le supondría al menos una semana de castigo—, aquel líquido negro, quedó suspendido en el aire, a menos de un metro del suelo, y empezó a fluir como el mercurio, adquiriendo la forma de un hombre. Clara ahogó un grito y se quedó completamente inmóvil mientras aquella figura, hasta entonces arrodillada a cuatro patas, empezaba a erguirse y a revolver con su negra y opaca mano en la papelera, de donde sacó una bola de papel que fue deshaciendo. Una vez alisada la hoja, que había colocado encima de la mesa, donde hacía un momento había descansado el cuaderno, estiró su dedo índice y, con una cuidada caligrafía, escribió: —“La tinta te hará visible, Clara. Úsala”. A continuación, el humanoide comenzó a contraerse sobre sí mismo hasta quedar reducido a un manchurrón de tinta que enseguida fluyó en un hilillo negro y serpenteante, hasta meterse de nuevo en el frasco. Con mano temblorosa, Clara cerró el bote de tinta y se sentó sobre la cama, donde se quedó muy quieta y mirando al infinito sin saber qué pensar de todo aquello.

            —¡Clara! Vas a llegar tarde al instituto —la voz de su madre la trajo de vuelta a la realidad—. Venga, te llevo. Date prisa.
            —¡Voy mamá! —contestó, doblando con cuidado el extraño mensaje y guardándolo en el bolso de la cazadora.

Ese día, la mañana le pasó volando. Estaba demasiado excitada con el episodio del hombre de tinta —no le cabía duda de que era el inquilino— como para preocuparse por la indiferencia de Ben o por las atenciones que éste le dedicaba a Marta.
            A la hora de la comida, cuando llegó a casa, se encontró con una sorpresa genial.
            —¿Qué tal la mañana, hija? —preguntó su padre, que estaba leyendo en su sillón favorito.
            —Bien papá, sin novedades, “si yo te contara…”
            —Pues hala, vamos a comer —contestó, cerrando el libro—. Te estaba esperando.
            Clara dejó las cosas en su cuarto, se puso las zapatillas y se dirigió a la cocina, donde su padre ya había servido un buen plato de cocido para cada uno. Carmen comía en el trabajo y no llegaba a casa hasta las cinco y media.
            —Papá, ¿y esto? —preguntó Clara, que se acababa de encontrar, encima de la servilleta, ¡dos entradas para el MadFun!
            —Me las dio un compañero en el trabajo y pensé que te gustaría ir.
            —¿Qué si me gustaría?, ¡claro que me gustaría!
            —Una es para ti y otra para tu madre —contestó el padre de Clara—, porque los menores de dieciséis no podéis entrar solos. Eso sí, el convencer a mamá de que te lleve es cosa tuya.
            —Papaaaaaaa, me echarás un cable, al menos —suplicó.
            —Tú inténtalo, no creo que te resulte muy difícil convencerla. Como es este fin de semana y toca ir a ver a la abuela al pueblo, puedo encargarme yo de mi madre y la tuya de ti.
            —Vale, papi. ¡Gracias! —Se sentía muy afortunada. Carmen no soportaba el olor de la casa de la abuela y tenía alergia a todo lo que rodeaba la casa en la que se había criado su padre así que estaría chupado convencerla.

            Una vez que terminaron de comer, recogió la mesa y metió los platos en el lavavajillas, mientras pensaba en que podría conocer a Citizen y ver a Ben. Con la emoción, apenas había vuelto a pensar en el inquilino. No paraba de imaginar situaciones en las que Ben se acercaba a ella y la presentaba a un montón de youtubers como él, mientras Marta miraba desde una esquina. ¿Qué ropa se pondría? Tenía que revisar el armario a fondo, ¡sólo quedaban tres días! Esperaba que su madre le dejara un poco de espacio y no se pusiera en plan pesado.
            Tal y como pensaba, Carmen no le puso ningún problema e incluso le dijo, entusiasmada, que aprovecharían que bajaban a Madrid para hacer unas cuantas compras.

            Llegó el día del festival. Clara había negociado con su madre que llegarían un cuarto de hora antes del encuentro de youtubers y estarían allí hasta que Clara quisiera. Realmente, aunque se había hecho la dura con Carmen, a Clara no le importaban lo más mínimo los juegos de rol y los videojuegos. Siempre había sido bastante mala y no estaba muy puesta en el tema. Por otro lado, el concurso de Cosplay se resolvía poco antes del cierre del festival, por lo que le daría tiempo a verlo. Los disfraces sí que le gustaban un montón.
            —Clara, hija, esto está a tope y los tacones me están matando —se quejó Carmen nada más entrar—. Sólo a mí se me ocurre, tendría que haber traído algo plano.
            —Si quieres puedes ir a tomarte algo y sentarte un rato allí —contestó, señalando hacia una zona donde se veía a varios adultos muertos del aburrimiento—. Debe de ser la “zona carca”.
            —Muy graciosa. Vale, me voy a tomar algo, pero tú ten el teléfono con la vibración al máximo para poder localizarte, ¿de acuerdo?
            —¡Siiiii, pesada!

            Clara se fue, encantada de la vida, a echar un vistazo alrededor. Estaba en una carpa circular, con un escenario al fondo, como a unos diez metros de ella. Detrás del escenario y a ambos lados de éste, había varias pantallas gigantes y sobre él, en el extremo derecho, un DJ pinchaba música electrónica. No veía a Ben por ninguna parte. Ni a Ben, ni a Marta, ni a ninguno de sus compañeros.
            Faltaban cinco minutos para que los youtubers empezaran a subir al escenario, así que, a base de empujones, intentó buscar un buen sitio desde el que ver el espectáculo.
            —Perdona, soy un torpe —se disculpó un chico, tras pegarle un pisotón.
Aquella voz le resultó familiar y, al darse la vuelta, ¿a quién se encontró? ¡A Citizen!
            —Esto… no te preocupes, de verdad. No es nada, hay demasiada gente como para salvarse de los pisotones y el apachurramiento.
            —Tienes razón. Me llamo… bueno, me llaman Citizen y vengo al encuentro de youtubers.
            —Lo sé —contestó Clara—, estoy suscrita a tu canal. Yo soy Clara, encantada de conocerte.
            —¡Vaya! Lo mismo digo —respondió el joven, dandole un par de besos en cada mejilla—. ¿Te resulta interesante mi canal, Clara?
            —¡Mucho! De hecho, no sabía que hubiera tantísima agua bajo el desierto del Sahara.
            —Sí, así es. Lástima que resulte tan caro su extracción y…
            Continuaron hablando, sin darse cuenta de que la presentación ya había empezado. Los primeros participantes ya estaban sobre el escenario y él seguía explicándole cosas increíbles sobre sitios desconocidos para ella. Clara se había atrevido, incluso, a plantearle alguna de sus teorías, incluyendo la de los parque marcianos. A Citizen, que ganaba mucho en persona, le resultaba interesante todo lo que ella decía y le hacía preguntas sobre una cosa y otra, afirmando que era la chica más divertida e inteligente del festival.
            El youtuber, que vestía unos pantalones negros de pitillo y un jersey de cuello cisne de manga larga del mismo color, tenía un cuerpazo impresionante y encima era supermajo, no como el creído de Ben. En aquel momento, Clara se dio cuenta de lo idiota que había sido. Ella valía mucho más que el capullo creidillo de Rubén, no consentiría que la hiciera sentir una idiota nunca más. ¡Y se borraría de su canal de youtube, vaya si lo haría!
            —Vaya, me lo estoy pasando genial, pero tengo que irme —La voz grave de Citizen la sacó de sus pensamientos—. Van a llamarme ya para participar, ¿por qué no te vienes conmigo? Te pasaré a la parte de atrás para que lo veas todo desde otro punto de vista.
            —¿De verdad? —preguntó, entusiasmada.
            —Claro, será un honor para mí y para todos esos frikis que aguardan tras el escenario —contestó, haciendola reír—. Lo que vamos a ver ahora es lo mismo que estamos viendo desde aquí pero desde otro punto, un punto de vista que cualquiera puede tener con un un simple pase. Sin embargo, todas tus teorías, todo lo que me has contado… eso, Clara, sólo puedes verlo tú y está en tu mano permitir que otros miren a través de tus gafas.
            Tras decir aquello, Citizen la cogió de la mano con firmeza y tiró de ella hasta alcanzar la zona de seguridad, donde unos guardias los dejaron pasar. Justo cuando entraban en el área de luces, alguien llamó a Citizen para que subiera al escenario y éste se despidió de ella con un fugaz beso.
            —Recuerda lo que te he dicho y disfruta del espectáculo, Clara —le dijo, ante la estupefacta mirada de Benloff, que acababa de terminar su intervención y se cruzaba con ellos.
            —Lo haré.
            Clara se quedó allí, mirando a una pantalla que, justo al lado de un panel de sonido, emitía todo lo que pasaba sobre el escenario.
            —¿Qué haces aquí? —le preguntó, Rubén, que ya se había recuperado de su asombro—¿Conoces a ése?
            —Sí, conozco a Citizen y he venido a verlo —contestó, riéndose para sus adentros, y disfrutando de la magnífica sensación de ver a Ben desde la perspectiva adecuada, como a el capullo que era.
            —Yo acabo de participar, ¿sabes? —empezó a presumir— Me ha venido a ver pila de peña.
            —Sí, sí… Bueno, me voy —le cortó—. Quiero aprovechar que estoy aquí para pasarme a comprar unos cuantos cuadernos. Tengo que reponer.
            —Esto… vale, nos vemos en el insti, ¿no?
            —Supongo, hasta luego.

            Mientras Clara convencía a su madre para tomarse una hamburguesa doble con queso, Citizen la observaba, a distancia, con una sonrisa en los labios. Algo le decía que el primer borrador del no escrito pronto estaría en marcha.
            Se ausentaría unos días para informar en Siempreescrito, cada vez afrontaba con más pereza sus forzosas visitas a la Ciudad. Estaba cansado, doscientos veinte años no eran broma.
            El youtuber dio la espalda al escenario, pensando en que pediría a Auris que le echara un vistazo a Clara hasta que él volviera —a la joven le encantaban las historias de su vecina, por lo que ésta podía vigilarla sin ocultarse— y caminó lentamente, mientras se arremangaba el jersey, dejando a la vista un curioso tatuaje que bien podía ser una pluma… o una espada.


… y si quieres saber más, a lo mejor alguien te puede hablar de la Biblioteca de Siemprescrito, donde velan por aquellos que vienen a nuestro mundo porque tienen algo que contar.





















1 comentario:

  1. No sé si alguno de vosotros esconde en su interior uno de esos "palacios mentales" que nos ayudan a huir del dolor, las preocupaciones, la angustia, o simplemente relajarnos. Yo, que soy demasiado inquieta como para poder practicar meditación "al uso", tengo uno desde hace años. Chimenea, chocolate caliente, libros... lo típico. Es donde huyo cuando lo necesito, esté en la cama de un hospital, en la mía propia, o corriendo por la orilla del mar. El caso es que, este escritor vuestro, puso mi palacio mental patas arriba el día que me contó --se siente, no pienso desvelar más detalles porque ya me he ido bastante de la lengua-- cómo era la Biblioteca de Siempreescrito. Si supierais lo que yo sé, entenderíais que una servidora se encontrara irremediablemente entre sus paredes en su siguiente sesión de meditación. GRACIAS, COMPI JUNTALETRAS, por ponerlo todo patas arriba. GRACIAS JOSÉ MARTÍN BARTOLOMÉ.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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